Daniel Hamilton (35 años) logró su puesto de concejal en el afluente barrio londinense de Wandsworth por apenas 36 votos de diferencia sobre su rival directo. En una zona con impuestos locales muy bajos, los conservadores barrían en cada elección, con un margen de ventaja de 10 o más puntos porcentuales respecto a los laboristas. “Era inevitable. Cada vecino al que llamabas a la puerta recordaba con decepción el asunto de las fiestas en Downing Street. Claro que ha sido un factor clave”, reconoce Hamilton, “pero también el hecho de que tantos años de Brexit han diluido la identidad del partido, que ya no resulta tan atractivo”. Y el “efecto Boris”, con el tono irreverente, pero cautivador de estos años, ha perdido su encanto.
Porque no hay nada más conservador, en principio, que unas dosis de gamberrismo. Varias generaciones recordarán a ese personaje llamado Guillermo El Travieso (William The Bad), con su uniforme de escolar inglés. La imaginación de la escritora Richmal Crompton introdujo, en el periodo de entreguerras del siglo XX, la necesaria medida de optimismo y modernidad en unas novelas juveniles que reafirmaban amablemente el aparente orden natural de la sociedad británica.
“Hay cuatro tipos de personas que aspiran a gobernar, y todas ellas quieren mejorar las cosas”, explica a Guillermo su pelirrojo amigo, Ginger, en Guillermo, Primer Ministro (1929). “Los conservadores quieren que todo mejore, sin que nada cambie; los liberales, cambiando un poco las cosas sin que se note; los socialistas, quitando a los demás su dinero: los comunistas, matando a todo el mundo menos a los suyos”. Guillermo se presentaba como candidato conservador en un remedo de elecciones en el colegio. Por supuesto, gana.
Es fácil pensar en Boris El Travieso. Para sus compañeros diputados, Boris Johnson era el candidato que garantizaba victorias en las urnas. Para los afiliados y simpatizantes del Partido Conservador, el político irreverente y carismático que logró finalmente sacarles de la UE. “Mientras la relación de Johnson con la mayoría de los parlamentarios conservadores es básicamente transaccional, no ocurre lo mismo con una gran parte de los miembros del partido”, ha escrito Paul Goodman, director de la página web ConservativeHome, y uno de los analistas más finos a la hora de escrutar el alma de los tories (el término histórico con que se conoce a los conservadores). “Incluso hoy, dos de cada cinco quieren que siga adelante. Muchos de ellos han vivido con pasión el Brexit, y ven en este primer ministro un símbolo de este triunfo”, señala Goodman.
¿Cómo se explica entonces que 148 diputados, un 41% de su grupo parlamentario, votaran el pasado lunes a favor de su destitución?
“Decepción y hastío. No existe coordinación entre todos ellos, pero tampoco habrá marcha atrás. La luna de miel de Johnson se ha terminado. Cuando el próximo 23 de junio se celebren las elecciones parciales de las circunscripciones de Wakefield y de Tiverton, y comprobemos el rechazo de los votantes, aumentará el número de rebeldes”, pronostica Charles Tannock, de 64 años, médico y europarlamentario conservador durante dos décadas. Rara avis. Parte de esa rama conservadora, hoy en extinción, que creía en la UE y en la necesidad de que el Reino Unido fuera pieza clave en la construcción de ese mercado interior. Hoy sigue igual de enganchado a la política británica como siempre. Sin soltar el teléfono. Pero desde la barrera. Fuera de un partido que ya no comprende. “Llevan casi 12 años en el poder. A muchos de estos jóvenes ni se les pasa por la cabeza que pueden volver a la oposición. Johnson consiguió, además, una victoria arrolladora en 2019, y creen que es imposible perder esa mayoría en una sola legislatura. Pero ya lo creo que es posible”, advierte Tannock.
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Aunque para el resto del mundo el Partido Conservador del Reino Unido se asocia a titanes como Winston Churchill o Margaret Thatcher, el alma fundadora ―y todavía presente― de esa máquina perfecta de ganar elecciones, como ha sido definido durante casi dos siglos, fue Benjamin Disraeli. “Dos naciones sin relación ni simpatía mutua; tan ignorantes de sus respectivos hábitos, pensamientos y sentimientos como los habitantes de dos planetas diferentes. Los ricos y los pobres”. Su novela Sybil refleja la profunda división de clases de la Gran Bretaña victoriana, y de ella se acuñó la expresión One Nation Tory (Conservadores de Una Sola Nación), el arma secreta del partido que más tiempo ha gobernado en la historia contemporánea del país. Organizado. Distribuido localmente por toda Inglaterra. Atractivo para un amplio sector de la clase trabajadora, a la que Disraeli consiguió convencer de que defendía mejor sus intereses votando conservador.
Esa ha sido siempre la aspiración íntima de Boris Johnson: gustar a todo el mundo. Y durante un tiempo, para una mayoría de afiliados y votantes, fue el campeón del Brexit, el conservador con una visión social y liberal de la política (su éxito como alcalde de Londres), y el gamberro carismático que apelaba a ese inglés excéntrico e irreverente que muchos votantes llevan dentro.
Hasta que una pandemia, y unas fiestas excesivas en Downing Street durante el confinamiento, acabaron con el hechizo colectivo.
—No es mi caso. Nunca me ha gustado el personaje. Es un populista, y a estas alturas ya ha dejado claro que no sabe cómo gobernar un país.
—Explíqueme esto: votó contra el Brexit en 2016 y por Johnson en 2019.
—Sí, porque fue el único capaz de acabar con una pesadilla en la que llevábamos inmersos más de tres años.
Así lo ve George Winch (82 años), probablemente más inglés que la propia Isabel II. Cada día, con su chaqueta de tweed escocés (las coderas, llenas de agujeros y remiendos frustrados), pajarita y gorro para la lluvia, atiende con delicadeza su pequeño jardín al oeste de Londres. “Seré tory hasta el final de mis días. Eso es probablemente lo que nos diferencia a unos y otros a la hora de votar a un mismo partido. Tories y conservadores. Yo soy de los primeros. Este señor, Starmer [Keir Starmer, el líder de la oposición laborista], parece moderado y tiene buenas maneras, pero yo nunca voy a votar a un socialista”, cuenta, sentado en su jardín, este exgalerista de arte ya retirado. Su esposa, Kathleen, de origen holandés, pero con toda una vida en el Reino Unido, asiente, pero matiza: “Yo ni he votado ni votaré nunca por Johnson”.
Al morir Disraeli, la devoción de sus seguidores les llevó a crear la Primrose League, la Liga de la Prímula. De esas flores era la corona que envió la reina Victoria, que adoraba a su primer ministro. La liga organizó reuniones para tomar el té, bailes sociales, fiestas para los jóvenes y todo tipo de eventos, en los que fue transmitiendo sutilmente la mentalidad conservadora a cerca de tres millones y medio de socios. Eso sí, sin hablar de política. Cuando los más críticos tacharon de “vulgar” este tipo de mercadeo electoral, la respuesta de lady Salisbury, esposa de quien también fue alma de los tories [Robert Cecil], dio en la diana: “Por supuesto que es vulgar. Por eso tenemos tanto éxito”.
En las próximas semanas se verá si la vulgaridad de las fiestas en Downing Street acaba definitivamente con el éxito de un político que hasta sus enemigos le reconocen, o si el “efecto Johnson” ha dejado de entusiasmar al electorado conservador.
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