Boris Johnson interpretó a su manera las reglas de distanciamiento social durante el confinamiento, y ha aplicado también su propia interpretación personal a las reglas de la política. El primer ministro ha logrado sobrevivir a la moción de censura interna que le plantearon el lunes sus propios diputados, indignados por el escándalo de las fiestas prohibidas en Downing Street durante la pandemia. 211 parlamentarios, de un total de 359, respaldaron la continuidad de Johnson. 148 votaron a favor de su destitución. Un 41,3%. Una cifra demoledora. Muy superior a las que acabaron provocando en su día la dimisión de Margaret Thatcher o de Theresa May, cuando las entonces primeras ministras sufrieron sus propias rebeliones internas.
En condiciones normales, que casi la mitad del grupo parlamentario haya expresado su rechazo al líder del partido habría convertido a Johnson en un dead man walking (un muerto andante, un zombi, vamos), como llamó George Osborne, una de las mentes más ágiles y astutas del Partido Conservador, a May después de su pírrica victoria. Pero Johnson pertenece a su propio género, y enseguida ha dado la vuelta al resultado para presentarlo como una victoria liberadora. “Es un momento decisivo y concluyente. Es un resultado extremadamente positivo. Nos permite dejar atrás toda esta situación, y centrarnos en las cosas importantes, y en unir al partido”, decía Johnson a la BBC, minutos después de conocerse el resultado de la votación.
La sensación general entre los tories, sin embargo, sugiere más bien que este nuevo capítulo de la tragicomedia shakespeariana en que se ha convertido el mandato de Johnson tiene aroma a principio del final. Por mucho que el primer ministro quiera presentarlo como un momento concluyente, casi como un mandato renovado que le permite pasar página y centrarse en otros asuntos.
En primer lugar, el próximo 23 de junio habrá dos elecciones parciales, en las circunscripciones de Wakefield y Tiverton. Las by-elections son los comicios para reemplazar, en medio de la legislatura, un escaño vacante. En este caso, tanto Neil Parish (denunciado por ver porno en su móvil en medio de la sesión parlamentaria) como Imran Ahmad Khan (condenado por abusos sexuales a un menor) optaron por dimitir. Los dos eran diputados conservadores. Sus puestos, según pronostican las encuestas, acabarán en manos del Partido Laborista y de los liberales-demócratas. Dos nuevas derrotas electorales que, de confirmarse, volverán a recordar a los parlamentarios tories que Johnson ha pasado de ser un arma electoral infalible a convertirse en una rémora.
“La historia nos demuestra que este es el principio del fin. Si uno mira lo ocurrido en anteriores mociones de censura internas del Partido Conservador, incluso cuando el primer ministro sobrevive, el daño ya está hecho”, aseguró el líder laborista, Keir Starmer. “Los diputados conservadores han escogido ignorar a los ciudadanos británicos y amarrarse firmemente, ellos y su partido, a Johnson, y a lo que Johnson representa”, denunciaba Starmer.
Los rebeldes más veteranos, como el euroescéptico David Davis —crucial en las maniobras internas para derribar a May, y uno de los primeros en exigir la dimisión de Johnson por el partygate— señalaban de inmediato el error que ha permitido al primer ministro salir vivo del intento de golpe. El momento, ha dicho Davis, no era el adecuado. “Y ahora nos toca permanecer en el limbo durante un año. Además de que todavía queda por delante la resolución del Comité de Privilegios [de la Cámara de los Comunes]”, recordó el diputado. Dos datos muy relevantes, que anticipan que todo este culebrón está lejos de terminar.
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Según las reglas, una vez votada la moción de censura interna, no puede volver a presentarse una nueva en el plazo de un año. Johnson dispone de 12 meses de aparente seguridad. Sea cual sea el resultado de las elecciones parciales del 23 de junio, o sean cuales sean las conclusiones del comité. Este organismo parlamentario, similar a la Comisión española del Estatuto del Diputado, analiza el comportamiento ético de los parlamentarios. En el caso de Johnson, debe determinar si el primer ministro incurrió en desacato y mintió a la Cámara de los Comunes al negar su conocimiento de las fiestas en Downing Street. El resultado de esa investigación, que los diputados conservadores permitieron con su abstención que se pusiera en marcha —Downing Street intentó maniobrar para frenarla—, parece ya evidente. Sobre todo después del demoledor informe de la alta funcionaria, Sue Gray, que responsabilizó a Johnson de una cultura de alcohol, exceso y falta de respeto en las dependencias del Gobierno.
Aproximadamente un 80% de los 211 diputados que han respaldado a Johnson en la moción de censura interna ocupan un cargo de Gobierno y están en la nómina (en el payroll, como dice cínicamente la jerga política británica) de Downing Street. Era previsible que defendieran al jefe, que no ha sido finalmente el verdadero vencedor de la votación del lunes. La victoria corresponde a la oposición laborista o liberal demócrata, que denunciará desde este momento cómo sus rivales conservadores se han atado al destino de Johnson. O de los nacionalistas escoceses, decididos a impulsar en esta legislatura su referéndum de independencia. “El resultado es el peor de todos los posibles para los conservadores”, escribía en su cuenta de Twitter Nicola Sturgeon, la ministra principal de Escocia. “Pero lo que es más importante: en un momento de numerosos desafíos, amarra al Reino Unido a un primer ministro que es un completo pato cojo”, añadía Sturgeon. Pato cojo, lame duck, es el término estadounidense con que se define al presidente que está en la recta final de su segundo mandato. Es decir, sin capacidad de llevar la iniciativa política.
Johnson está muy lejos de pensar en sí mismo como un pato cojo, a pesar de que la historia apunte hacia otro lado. Ninguno de los seis primeros ministros conservadores que sufrieron una moción de censura en las últimas décadas logró recuperarse de la cojera.
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