Cerca de 50.000 contagiados por coronavirus cada día, y un promedio de 180 muertes ―el martes, 233: la mayor cifra desde el pasado marzo―. La comunidad médica reclama al Gobierno de Boris Johnson que reaccione ya, si quiere evitar un invierno desolador en el Reino Unido. Downing Street, de momento, sigue apostando a que todo mejorará en unas semanas.
Es un ejercicio diario que solo lleva a la frustración: calcular el porcentaje de usuarios del metro de Londres o de los autobuses urbanos que llevan mascarilla. Apenas son el 50%. Cuando, el pasado julio, Boris Johnson proclamó oficialmente el “día de la libertad” y levantó todas las restricciones sociales del confinamiento, más de uno se echó las manos a la cabeza. Como el alcalde laborista de la capital, Sadiq Khan, encargado de velar por la salud y la economía de 13 millones de almas. Transport For London (TfL), la entidad pública que gestiona el transporte público de la ciudad, mantuvo la obligatoriedad de las mascarillas. Pero nunca obtuvo el refuerzo legal del Gobierno. Incumplir la medida no conlleva multa o sanción. Simplemente, TfL se reserva el derecho de admisión para los que infrinjan la norma. ¿Es razonable trasladar a un conductor al volante la responsabilidad de controlar a una fauna tan variopinta como la londinense? La respuesta salta a la vista al abordar un metro o un autobús de la metrópoli.
Cuando Downing Street decidió dar carpetazo a la pesadilla de la pandemia, el equipo del primer ministro quiso dejar claro a los ciudadanos que disponía de un plan b. Algo básico, desde los estándares de otras capitales europeas. Mascarillas para recintos cerrados y lugares con concentración elevada de personas, cierta distancia social en el día a día y la posibilidad de mantener el teletrabajo allá donde fuera posible. Nada drástico. Lo habitual hasta hace nada en capitales como Madrid o Roma, pero algo olvidado ya en el Reino Unido. Hasta ahora. La comunidad médica comienza a alarmarse con las cifras de infectados, hospitalizados y muertos. Y ha elevado el tono contra el Gobierno de Johnson. Chaand Nagpaul, el presidente de la Asociación Médica Británica (AMB), lamenta: “Dijeron que pondrían en marcha un plan b para evitar que el Servicio Nacional de Salud (NHS, en sus siglas en inglés) acabara de nuevo saturado. Como médicos que estamos trabajando en la primera línea de combate, podemos decirles categóricamente que ese momento ha llegado”.
El director de Health Service Journal (la publicación que maneja los datos y análisis estadísticos más rigurosos de la sanidad pública británica), Alastair McLellan, advertía este miércoles de que las siete regiones de Inglaterra registran en estos momentos un incremento en el número de pacientes hospitalizados por la covid-19. Desde un 39% más de pacientes en el sureste del país a un 15% más en la región londinense. El doctor Nagpaul señalaba: “El Gobierno ha levantado el pie del freno, y da la impresión de que la pandemia ha quedado definitivamente atrás y que la vida ha regresado a la normalidad. La realidad, sin embargo, es que el número de contagios, de hospitalizaciones y de muertes es inaceptable”.
El nuevo ministro de Sanidad, Sajid Javid, que se incorporó a su puesto a finales de junio, heredó una situación de salida en la que el éxito de la campaña de vacunación vaticinaba un final cercano de la pesadilla. Su mensaje político, al tomar las riendas del departamento, fue que el Reino Unido no regresaría a un nuevo confinamiento. Debían prevalecer la libertad y la recuperación económica sobre los miedos y las cautelas. Javid carga ahora con una mochila problemática, porque la ciudadanía británica ha llegado a creerse sus palabras. Por eso este miércoles, cuando comparecía de nuevo ante las cámaras en una rueda de prensa dedicada íntegramente al coronavirus, optaba por un tono más sombrío y trasladaba a la población la responsabilidad de evitar una vuelta a las restricciones: “Todos tenemos un papel que jugar. Esta pandemia no ha finalizado todavía”, advertía. “Si las personas a las que se ha seleccionado no acuden a recibir su tercera dosis de refuerzo [de la vacuna], o si la gente no se pone mascarillas en lugares abarrotados de personas desconocidas, o si no se lava las manos con asiduidad…, todo esto acabará golpeándonos a todos”, señalaba Javid, que vaticinaba la posibilidad de que el número de contagios diarios alcance los 100.000 durante el invierno.
Tres factores han condicionado o alterado los cálculos del Gobierno de Johnson. La evidencia científica señala que la eficacia de las vacunas está disminuyendo más rápido de lo previsto. Al menos cuatro millones y medio de personas ―entre mayores y vulnerables― deberían haber recibido ya su tercera dosis de refuerzo. Solo dos millones han acudido al centro de salud para hacerlo. Ha comenzado a surgir una guerra de atribución de culpa entre Downing Street y el NHS por el descenso del ritmo de las vacunaciones. Un 79% de la población mayor de 12 años ha recibido la pauta inmunológica completa (dos dosis), es decir, el 67,6 % de todos los habitantes (en España, por ejemplo, la cifra alcanza el 78%). Pero la sensación generalizada de batalla ganada ha hecho que se baje la guardia. Segundo factor: los problemas económicos de suministro ―colas en las gasolineras, estanterías vacías en los supermercados…-― han hecho que el Gobierno de Johnson se centre en el frente económico y eche a un lado la amenaza sanitaria. Eso, combinado con el reto de sacar adelante la COP26, la cumbre climática que se celebrará en Glasgow a principios de noviembre, ha forzado a dejar en un cajón cualquier decisión de imponer nuevas restricciones sociales. Finalmente, el número de contagios entre la población de 12 a 16 años se ha disparado. El Gobierno tardó en adoptar la decisión de vacunar a esta franja de la población, y la vuelta a los colegios ha hecho que la transmisión del virus se acelere. El parón de la semana que viene ―el llamado half term, las vacaciones trimestrales― puede suponer cierto alivio en el número de contagios, pero será muy temporal. A diferencia de lo que sucede en España, en Inglaterra y Gales el uso de la mascarilla no es obligatoria en los centros educativos. En Escocia, en cambio, sí.
La situación, por muy familiar que resulte ―sería la tercera vez en que Downing Street reacciona tarde y mal―, ha pillado por sorpresa a todo un país, convencido de que lo peor había quedado atrás. Ni siquiera la oposición laborista es capaz de proponer medidas concretas de respuesta ―como cuando exigía un confinamiento más rápido y prolongado―, y se limita a reprochar al Gobierno un fallo de cálculo. Jonathan Ashworth, su portavoz de Sanidad, lamenta: “La verdad simple y llana es que el llamado muro de defensa que habíamos supuestamente construido con las vacunas ha comenzado a desmoronarse”. El Gobierno de Johnson confía en que ese muro, en su intento acelerado de reforzarlo con terceras dosis de vacuna y nuevos tratamientos antivirales adquiridos, aguante. Y no tener que imponer el uso de mascarillas en interiores.
Source link