Entre Kabul y São Paulo hay nada menos que 13.700 kilómetros, dos continentes y un océano. La lógica no invita a pensar que Brasil fuera a convertirse en el país de acogida favorito para los afganos que huyen del régimen talibán, pero el paisaje de la terminal 2 del aeropuerto internacional de São Paulo es bastante elocuente: entre improvisados colchones y tiendas de campaña viven decenas de afganos que desde hace meses llegan a Brasil a cuentagotas. Algunos llevan aquí varados desde hace meses. Esperan en el suelo del aeropuerto hasta encontrar un lugar definitivo en el que instalarse, o hasta que emprenden un viaje hacia destinos aún más lejanos. Llegan a Brasil porque los países desarrollados les cerraron sus puertas hace tiempo.
Una mujer afgana en uno de los improvisados campamentos en los pasillos del Aeropuerto Internacional de São Paulo-Guarulhos.Lela Beltrão
Zulmai Noori tiene 28 años, y llegó a São Paulo a principios de septiembre. Consiguió plaza en un albergue, pero aún así casi cada día se acerca al aeropuerto para ver si puede echar una mano a sus compatriotas. Casi siempre ejerce de intérprete, es uno de los pocos que habla inglés. “Cuando los talibanes tomaron Afganistán todos los países nos cerraron las puertas, ahora mismo sólo Brasil nos da un visado”, comenta mientras va saludando a algunos conocidos. Sonríe y ya se le escapan algunas palabras en portugués.
En un principio, los países occidentales rescataron a los afganos que trabajan con ellos en las embajadas, pero en general, quienes no tenían ningún vínculo con esos Gobiernos, empresas extranjeras o con la OTAN, lo tenían mucho más difícil. En septiembre de 2021, el Gobierno brasileño, siguiendo su tradición diplomática de ser tierra de acogida, aprobó otorgar el visado humanitario a todos los ciudadanos de Afganistán. Como en Kabul no hay embajada brasileña, para tramitarlo la mayoría viaja hasta Irán o Pakistán.
Noori vivió seis meses en Teherán, el plazo que suele tardar en salir la visa después de la entrevista en la embajada. Con ayuda de un cuñado que vive en Europa consiguió 1.200 dólares para el billete de avión, y de repente se plantó en Brasil sin saber muy bien qué hacer. No se arrepiente. “Las universidades y las escuelas cerraron. Las mujeres ya no pueden trabajar fuera de casa. Para los talibanes es lo normal, ellos hacen lo que quieren. Solo quieren que vayamos a la mezquita a estudiar las escrituras sagradas, el resto no importa”. Noori, igual que la mayoría de afganos que llega a Brasil, pertenece a la clase alta del país. Pocos pueden permitirse un viaje tan caro. Él trabajaba como secretario en el Ministerio de Mártires y Deficientes, que repartía ayudas a los más pobres. Por su cargo en la anterior administración, su vida corría peligro. “Cuando los talibanes entraron nos vieron como enemigos”, recuerda.
Las familias llevan varias semanas en esta zona del Aeropuerto. Lela Beltrão
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Aunque Noori se aventuró solo, la mayoría llegan con la familia al completo. Desde un ventanal con vistas a la pista de aterrizaje donde pisó Brasil por primera vez, Frogh Noori, de 31 años, explica que él ha venido con su padre, su madre, tres hermanas un hermano, su mujer y dos hijos, de cuatro años y ocho meses. Dejó atrás su trabajo en la empresa familiar de logística y llegó a São Paulo con una vida empaquetada en unas pocas maletas. Brasil no estaba en sus planes, pero un amigo de su padre le contó que la embajada en Teherán estaba repartiendo visados. “Yo no sabía nada de Brasil, pero ese amigo, que vive en Alemania, nos dijo que era un buen país. Por eso decidimos venir aquí de momento. Nosotros no trabajábamos en embajadas ni ONG, por eso no podíamos pedir asilo en otro país”, comenta. Ahora se desenvuelve con soltura en la improvisada acampada en el aeropuerto, y asume que como su familia es grande y no quieren separarse, será difícil encontrar plaza para todos en un albergue. Toca armarse de paciencia.
Desde que Brasil aprobó entregar el visado humanitario en septiembre de 2021, se emitieron 6.300, según los datos más recientes del Ministerio de Justicia. Eso no significa que todos ellos hayan acabado en Brasil. Según la Policía Federal, entraron en el país con su visado humanitario 2.800. Muchos siguen en algún país vecino a Afganistán organizándose y ahorrando para poder viajar. Otros llegaron a Brasil pero enseguida pusieron rumbo a otro país. Muchos no piden la condición de refugiados porque les impediría salir de Brasil, y con el visado humanitario es suficiente para residir y trabajar legalmente. La cifra exacta de afganos residentes en Brasil en estos momentos es difícil de concretar. A pesar de cierto descontrol y de la falta de una estructura más ágil para la acogida, desde ACNUR (la agencia de la ONU para los refugiados) ven el vaso medio lleno. “Esa medida del Gobierno ha salvado muchas vidas. El país que de verdad tiene una política de concesión de visados para que esas personas salgan de esa condición de persecución es Brasil. Hay algunas iniciativas similares en Canadá y Australia, pero lo que ellos comentan es que con Brasil el proceso es más sencillo”, explica por teléfono William Laureno da Rosa, asistente senior de protección de ACNUR en Brasil.
Prácticamente todos llegan al aeropuerto internacional de Guarulhos, en São Paulo, porque es el que tiene conexión directa con Doha, desde donde vuela la mayoría. La acampada está dividida en zonas (familias y mujer con niños a un lado, hombres solteros a otro). En un pasillo sin salida se acumulan las donaciones y se organiza el reparto de comida, y en las paredes los carteles con avisos conviven con dibujos de los más pequeños. Para tener algo de intimidad y resguardarse de la luz artificial que no da tregua, hay pequeñas cabañas a base de mantas y sábanas. Un lateral de una oficina del Banco de Brasil se convirtió en el rincón favorito para rezar de cara a la Meca. El dueño de un hotel cercano al aeropuerto fleta cada día una furgoneta para que puedan ducharse y asearse con comodidad. Los albergues de São Paulo o están llenos u ofrecen plazas que no les convencen, sobre todo porque no quieren dividir las familias. Eso ha ido cambiando poco a poco, según explica el representante de ACNUR Da Rosa. En los últimos meses las autoridades locales abrieron 300 plazas, ya adaptadas a sus necesidades, pero por lo visto, no son suficientes.
Uno niño juega por los pasillos. Lela Beltrão
Para Swany Zenobini, que trabaja como voluntaria en el aeropuerto prácticamente desde el principio, más allá de la solidaridad ciudadana, faltó una respuesta más eficaz ante la oleada de afganos, sobre todo porque se podía prever, desde el momento en que las embajadas empezaron a emitir visados. “El estado más rico de Brasil colapsó con 20 afganos llegando al día. Es inconcebible. La impresión que da es que el gobierno Bolsonaro dio el visado y nada más, no le importó el resto. Todo empezó a complicarse en agosto de este año, tuvieron un año para prepararse”, critica.
Hasta ahora, Brasil no contaba con una colonia de afganos, lo que supone un desafío extra para la recepción. Cuando llegaron los sirios, la potente diáspora sirio-libanesa de São Paulo funcionó como un amortiguador. Ahora, son los brasileños de a pie, como Zenobini, los que se han organizado. Alrededor de 140 voluntarios integran ahora el ‘Colectivo Frente Afgano’. Se turnan cada día para que siempre haya alguien en el aeropuerto repartiendo comida, haciendo de puente con la policía o alertando de los recién llegados de peligros del tráfico de personas a los que pueden enfrentarse quienes deciden desistir de Brasil y mirar al norte. No son pocos los que emprenden peligrosas rutas rumbo a EEUU. Primero viajan hasta el estado fronterizo de Acre, junto a Bolivia, y de ahí empiezan una larguísima y muy peligrosa travesía por toda Latinoamérica. Otros optan por viajar hasta la Guayana Francesa, donde confían en dar el salto a Europa.
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