La policía brasileña detiene a una serie de seguidores de Bolsonaro tras el asalto a la Presidencia, en Brasil, este domingo.UESLEI MARCELINO (REUTERS)
La versión brasileña del ataque al Capitolio, ocurrido hace exactamente dos años, es tan degradante para la política, cínica para la república y dañina para la democracia como la original estadounidense, pero contiene elementos más alarmantes aún en el caso de Brasil.
El populismo de extrema derecha que llevó a Bolsonaro al poder en 2018 mantiene una relación parasitaria con la democracia. Bolsonaro y sus seguidores dicen defender la libertad y la han utilizado para adormecer a la población con desinformación; dicen defender la democracia y alaban al régimen militar. En el Brasil de Bolsonaro, como en Estados Unidos de Trump, las palabras libertad y democracia han dejado de ser bienes comunes: son instrumentos de este nuevo tipo de fascismo. No hay más que ver cómo rechazan los resultados de las encuestas, cómo atacan a los adversarios, cómo no aceptan aquello que los contradice. Las escenas de este domingo hablan por sí solas.
Además de parasitar la democracia, la extrema derecha se ha apoderado de la República y de sus símbolos. La bandera brasileña se ha convertido en el símbolo de un partido; los uniformes de camuflaje, restringidos al uso militar por la ley brasileña, se han convertido en un fetiche. El himno nacional se interpreta no como símbolo de una comunidad imaginada, sino como afirmación moral de un grupo que excluye a otros nacionales. El intento de apropiación de la República encuentra un eco vergonzoso entre los militares de reserva que desean utilizarla para ver a las fuerzas armadas implicadas en un golpe de Estado. Se trata, sin duda, de una corrupción de orden moral.
El bolsonarismo presenta varios elementos de secta: el culto a la personalidad, el estado de gracia expresado en el carisma, la percepción de un entorno hostil, la lectura religiosa extremista, la ilusión de acceso a la verdad. El estrato social del bolsonarismo alcanza a una porción de la población que no está acostumbrada a sentir el rigor de la ley en un país desigual como Brasil: en general blancos, pertenecientes a los estratos medios altos, muchos de ellos militares en activo y en la reserva de las Fuerzas Armadas, de la policía.
Esto da a los bolsonaristas una falsa sensación de omnipotencia y la percepción delirante de ser la reserva moral de la nación. Este domingo, en Brasilia, algunos de ellos confraternizaron con la policía y publicaron fotos y vídeos celebrando el logro. No temen ser castigados, porque para ellos la ley solo aplica a los demás. Históricamente, y por desgracia, no se equivocan.
Seguidores del expresidente brasileño Jair Bolsonaro, durante el asalto al Palacio Planalto, sede del Ejecutivo federal. STRINGER (REUTERS)
Desde el final de las elecciones, grupos de extrema derecha se habían movilizado para protestar en Brasilia. En diciembre, la capital fue escenario de incendios provocados y estuvo a punto de ser objeto de un atentado con bomba. Se hizo poco. Cientos de personas permanecieron durante semanas frente a los cuarteles, bajo la omisión de los mandos militares, alimentando sus cuerpos con barbacoa y sus espíritus con la cantilena de noticias falsas sobre una posible intervención. Bajo una atmósfera de protección por parte de los uniformados, otros grupos llegaron este fin de semana en una caravana de 100 autobuses.
¿Inteligencia, seguridad o policía? Se entregó la capital del país más grande del hemisferio sur. El secretario de Seguridad del Distrito Federal, el expolicía Anderson Torres, se encontraba en Estados Unidos. Ministro de Justicia del Gobierno de Bolsonaro, Torres acabó siendo exonerado de su nuevo cargo esta misma tarde por el gobernador de Brasilia, Ibaneis Rocha.
Mientras la población veía el espectáculo de horror por televisión, el presidente Lula se encontraba en la ciudad de Araraquara, en el interior de São Paulo, devastada por las fuertes lluvias de los últimos días, prestando apoyo al alcalde Edinho Silva. Cuando se enteró de lo que ocurría en Brasilia, se creó rápidamente un gabinete de crisis. En una breve y tensa rueda de prensa, el nuevo presidente informó que había decretado la intervención federal en la capital. Sin pedir el apoyo de las Fuerzas Armadas, Lula tendrá que contar con la ayuda de los demás gobernadores, que deben dar policías, y de la Fuerza Nacional de Seguridad.
La reacción de los otros poderes será decisiva para contener este nuevo fascismo. El presidente del Congreso, el senador Rodrigo Pacheco, y los ministros del Tribunal Supremo ya se han posicionado a favor de Lula. Si la extrema derecha pretende una estrategia de desgaste y tensión permanente con el Gobierno electo, corresponderá a los tres poderes inculpar a los patrocinadores, influyentes y agentes públicos implicados en la intentona golpista. O la república y la democracia brasileña se robustecen, o quedarán a merced del sectarismo bolsonarista.
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