EL PAÍS

Brasil rompe su silencio sobre la represión en Nicaragua para pedir diálogo con el régimen


El presidente Lula el pasado día 2 en un acto pulico en Brasilia.ADRIANO MACHADO (REUTERS)

El día que 222 opositores nicaragüenses fueron excarcelados y desterrados, sin saber que eran enviados a Washington, el presidente brasileño, Luis Inácio Lula da Silva, estaba en la capital estadounidense de visita oficial para reunirse con su homólogo Joe Biden. Desde aquel día, el Gobierno de Lula ha mantenido un atronador silencio sobre esa y las posteriores medidas represoras de Daniel Ortega contra los opositores. Tras evitar sumarse a 55 países que se adhirieron a un informe que denuncia crímenes de lesa humanidad, Brasil ha roto este martes y ante la ONU su silencio para proponer abrir “un diálogo con el Gobierno de Nicaragua”, según el embajador ante la sede de este organismo en Ginebra (Suiza).

El foro elegido por Brasil para detallar su postura sobre el país centroamericano ha sido el consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, en Ginebra. El embajador Tovar Nunes ha aprovechado una reunión dedicada a Nicaragua para leer la breve declaración. En ella, el diplomático brasileño ha pedido “un abordaje constructivo” que incluiría abrir el diálogo con Ortega “y todos los protagonistas relevantes”. Brasil expresa además su preocupación por “las informaciones de graves violaciones de derechos humanos y restricciones al espacio democrático, en concreto, ejecuciones sumarias, detenciones arbitrarias y torturas”.

El Ejecutivo que encabeza Lula también se ofrece a acoger a los disidentes nicaragüenses a los que el presidente Ortega ha convertido, por decreto, en apátridas. Es una oferta en la que se le han adelantado en las últimas semanas España y los principales Gobiernos latinoamericanos.

Chile, con el presidente Gabiel Boric a la cabeza, fue la primera potencia latinoamericana que condenó abiertamente y con mayor dureza la última ola de represión. Con el paso de los días, México y Colombia fueron endureciendo su tibieza inicial. Y Argentina abrió los brazos a los apátridas hace dos semanas. Mientras, Lula y su ministro de Exteriores, Mauro Vieira, mantenían silencio.

Con esa declaración ante la ONU, el Brasil de Lula fija su posición tras haberse desmarcado hace unos días de la declaración de condena al régimen y de adhesión al informe de un grupo de expertos que acusa de crímenes de lesa humanidad a diversas instituciones nicaragüenses incluidos el presidente Ortega y su vicepresidenta y esposa, Rosario Murillo. “Brasil considera que se debe intentar el camino del diálogo, y no lo vio contemplado en los textos a los cuales no se sumó”, explican fuentes del Ministerio de Exteriores.

En la presentación del informe, el líder de los expertos, Jan-Michel Simon, comparó el régimen nicaraguense con el nazismo al decir que “el uso del sistema de justicia contra los opositores política de la manera en la que en Nicaragua es exactamente lo que hacía el régimen nazi”.

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La diplomacia brasileña parece empeñada en marcar bien un perfil independiente, fiel a su tradicional neutralidad. Dos navíos de la Marina iraní han atracado estos días en Río de Janeiro pese a las presiones de Estados Unidos. Y en la guerra de Ucrania, la potencia latinoamericana ha condenado la invasión pero se ha negado a armar a los ucranios, a sumarse a las sanciones y busca la ayuda de China y otros países para impulsar una salida negociada.

En estos primeros meses de su tercer mandato, Lula prefiere pasar de puntillas, al menos públicamente, sobre la represión y la falta de libertades de Nicaragua, Venezuela y Cuba, que son fuente de fuertes críticas internas dentro de Brasil. Y, además, Nicaragua tuvo protagonismo en la campaña electoral brasileña de la mano del expresidente Jair Bolsonaro, que convirtió los ataques de Ortega contra la curas católicos y monjas en uno de sus argumentos de campaña, advirtiendo que Lula seguiría esa senda.

Casi un mes ha transcurrido desde que aquellos 222 opositores fueron despertados en sus celdas, colocados en un avión, expulsados a Washington y despojados de su nacionalidad. España inmediatamente les ofreció convertirse en españoles. Las autoridades nicaragüenses no pararon ahí. Arrebataron la nacionalidad a otro centenar de compatriotas, incluidos el escritor Sergio Ramírez y la poeta Gioconda Belli, y expropiaron viviendas a otros exiliados.

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