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Bryce Echenique en números rojos: desaparece el dinero de su jubilación de un banco francés


Alfredo Bryce Echenique (Lima, 1939) se retiró de la escritura hace tres años. Desde entonces pasa la vida en lo que sus amigos conocen como El Rincón de Bryce, una mesa para cuatro al fondo de La Bonbonniere, un restaurante de Lima. El novelista peruano, de 83 años, bebe vodka con tónica y almuerza ligero, apenas un steak tartar. En el postre se deja ir como un niño y pide cuatro copas de café glasé. La placidez con la que vive su jubilación, sin embargo, se ha visto rota últimamente por un hallazgo sorprendente: la cuenta del banco francés donde guarda el dinero de su pensión está vacía.

El autor de Un Mundo para Julius, la novela con la que debutó y se dio a conocer hace 50 años, fue durante 20 profesor de cuatro universidades francesas (La Sorbonne, Nanterre, Vincennes y la Paul Valery de Montpellier). Esa trayectoria como docente le hizo acreedor de una pensión de la seguridad social francesa y de una cantidad complementaria de la mutua de los maestros, Ircantec. Una amiga querida, la también peruana Cecilia Hare, lingüista de la Universidad de Versailles, se encargaba de transferir cada cierto tiempo ese dinero a las cuentas de Bryce en Barcelona o en Lima, según la necesidad.

Hare enfermó y murió en 2017. Ese mismo año Bryce viajó a Francia acompañado de su editor peruano, Germán Coronado, director de la editorial Peisa. Se presentaron en el Banque Populaire Rives de París para retirar 20.000 euros. La idea era que el editor y el escritor volvieran cada uno con 10.000 euros, la cantidad máxima permitida para cruzar la aduana. Se quedaron mudos cuando el cajero, tras comprobar la documentación de Bryce, les dijo que no tenía saldo suficiente, apenas le quedaban 2.000.

Desde entonces empezó una operación para tratar de recuperar el dinero que bien merece ser una historia del propio Bryce, con dosis de humor y giros inesperados. La entidad financiera ha reconocido el dinero sustraído, según la documentación a la que ha tenido acceso EL PAÍS. Aunque se ha demorado cinco años en devolverlo por una serie de trámites legales que se han ido alargando para desesperación de su legítimo dueño. La imposibilidad de que el escritor pudiera viajar a París por una fibrosis pulmonar y la rotura de dos vértebras fruto de una caída retrasó todo el proceso. Al comprobar los extractos bancarios del último lustro, queda al descubierto que alguien sin identificar ha estado realizando retiros semanales de 500 euros.

“No pueden robarme estos chorizos. No sé si lograremos sacarle hasta el último centavo. Cada día ponen una excusa más y exigen mucho papeleo”, se queja Bryce en su rincón, cucharilla en mano. Los camareros le guardan un respeto reverencial por tratarse de quien se trata, uno de los escritores más grandes de Perú, y seguramente porque se trate también del cliente con el gusto más sencillo del lugar: los llama única y exclusivamente para pedirles más vodka o café glasé. Para memorizarlo no se necesita libreta.

Su editor ha llevado el peso del litigio con el banco. Coronado supo por boca de sus directivos que el robo lo había efectuado un trabajador deshonesto, que hizo lo mismo con otras cuentas inmóviles de titulares extranjeros y de edad avanzada. En la documentación enviada al escritor, donde se reconoce la sustracción, la entidad se guarda mucho de dar detalles al respecto. Y se compromete a devolver el dinero en breve siempre y cuando Bryce no les denuncie por lo sucedido. “Devuélvanle su plata”, insiste Coronado. “Alfredo ha renunciado a daños y perjuicios e intereses. Es el colmo, son unos salvajes. Es su jubilación. Su plata es básica para tener un recurso de refugio”.

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Bryce hizo mucho dinero con la venta de sus libros. En su época fue un superventas. En 2002 ganó el Premio Planeta con El huerto de mi amada, dotado con 600.000 euros. Unas acusaciones de plagio que le valieron una multa del Gobierno peruano, le sacaron del circuito literario durante un tiempo y lo mantuvieron en la sombra. Su jubilación no ha sido tan holgada como se esperaría. “Todo lo he derrochado. Me lo he gastado en amigos y copas. Y en viajes, he sido muy viajero”, se sincera, y enlaza con una travesía que realizó en velero alrededor de Cuba con Fidel Castro y García Márquez.

Ha dejado de escribir, pero no ha perdido el talento para contar anécdotas. Sigue manteniendo el estilo. En 30 ó 40 segundos hila una historia con principio, desarrollo y final sorprendente. Por ejemplo, una acerca de sus amoríos, una constante en su obra de no ficción: “Me enamoré de una puertorriqueña 30 años menor que yo. Se vino conmigo al Perú. Tenía ella una enfermedad de Toc, trastorno obsesivo-compulsivo. Se metía a la ducha todo el día. Se bañaba 20 veces. Siempre estaba camino a la ducha. Me volvía loco. Eso no funcionó. Ahora se ha casado con otra mujer”.

El dinero faltante le quita el sueño, aunque el banco ya haya asegurado que le devolverá unos 18.500 euros.

—Hasta que se murió Cecilia Hare todo funcionaba perfecto. ¡Qué estupenda profesora! Hicimos grandes migas. Desgraciadamente, falleció y quedé a merced de este banco de mierda.

—Es un gran banco, Alfredo—, intercede Coronado. Es uno de los más grandes de Francia.

—¿Ah, sí?

—Sí, ahí es donde van las pensiones allá.

Los días a su edad, explica Bryce, se le hacen muy largos. Antes solía caminar por el malecón de Lima hasta el mediodía, cuando almorzaba y, sin descanso de por medio, se ponía escribir. Era un escritor en llamas a la hora en la que el resto de los mortales echa la siesta o piensa en ella. Al acabar, bajaba a algún restaurante a cenar en estado catatónico. El dueño de un lugar, cuenta él, le decía que era el único cliente que parecía entrar borracho y se marchaba sobrio después de un par de tragos. Esa vida ha quedado ahora atrás. No escribe ni lee, aunque diga que el otro día le echó un vistazo a un pasaje de Los detectives salvajes en el que Roberto Bolaño lo describe a él caminando por París junto a Julio Ramón Ribeyro (“No nos conocía, qué imaginación ese Bolaño”).

“No hago nada”, insiste y se queda un rato en silencio. Y acaba: “Así se va la vida, tan callando”.


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