Es fácil pensar que algún capricho de la creación o la humanidad ha moldeado este paisaje cántabro. Lo insinúan los lagos cobrizos, los racimos de agujas de piedra caliza y las estrechas carreteras entre cañones del parque de la Naturaleza de Cabárceno, aunque tras deambular por sus 750 hectáreas la sugerencia se vuelve certeza: la zona se asienta en una enorme mina de hierro. La explotación a cielo abierto cerró a finales de los años ochenta del siglo pasado, y estas tierras rojizas en las faldas de Peña Cabarga se fueron convirtieron en el hogar de más de cien especies animales de todo el planeta.
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Rinocerontes pastando en un prado de Cabárceno. Alamy
Hace 2.000 años que Plinio el Viejo observó, en su Historia natural, que Peña Cabarga era un “altísimo monte que parece increíble”. La suave dentadura que envuelve la bahía de Santander apenas roza los 600 metros de altura, pero el cronista romano no andaba desencaminado: “Todo él es de metal”. Tres décadas después del fin de la minería, en un rincón del parque de Cabárceno sigue en pie, como una reliquia oxidada, la planta de concentración de mineral. La huella minera, sin embargo, se derrama por los cuatro costados de la montaña.
Esta industria empezó a modificar con fuerza el territorio a finales del siglo XIX, cuando llegaron las primeras compañías extranjeras. Un siglo de intensa actividad que ha dejado un mapa de infraestructuras y arañazos que las Rutas del Macizo de Cabarga devuelven al presente. Son cinco itinerarios que rodean y cruzan Peña Cabarga, acarician el arroyo Cubón o llegan a las minas Complemento, la Cabrita y la Valtriguera. A cambio, los senderistas y ciclistas tendrán que inflar su imaginación para saber que los senderos que recorren siguen el trazado de antiguos ferrocarriles mineros.
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Un buitre leonado vuela sobre las cabezas de los visitantes del parque de la Naturaleza de Cabárceno. Joaquín Gomez Sastre GETTY IMAGES
Porque ese era el panorama de mediados del siglo XX en lugares en los que ahora se despliegan tapices de encinas, eucaliptus turquesas, helechos, castaños y robles: otro bosque de trenes, vagonetas y tranvías aéreos que llevaban el hierro al otro lado de la montaña. En su cara sur, más alejada de las autovías que la abrazan, aún se puede respirar un silencio salpicado del canto de pájaros y vestigios mineros. Entre el lago del Acebo, en la entrada este de Cabárceno, y los pozos de Valcaba, por ejemplo, hay apenas cinco kilómetros que primero surcan un camino de asfalto y luego una pista boscosa que atraviesa una garganta de piedra. Durante el paseo se ven algunos de los signos —cimientos, túneles, pilares— que transformaron la zona desde que José MacLennan empezó a hurgar en la tierra. Lo que aquel ingeniero de origen escocés, que acumuló minas, cargaderos y ferrocarriles a finales del siglo XIX, no sospechó es que, más de cien años después, los arqueólogos hallarían un castro levantado por los antiguos cántabros. El poblado defensivo de Castilnegro, ubicado en la vertiente oeste de Peña Cabarga, fue datado, claro, en la Edad del Hierro.
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Antiguas infraestructuras para minas. Parque de la Naturaleza de Cabárceno
Entre el mar y la montaña
Las minas de hierro se concentraron a espaldas del macizo mientras que los lugares de embarque, como el vistoso puente de los Ingleses —la lengua metálica sobre la ría de Astillero—, se encontraban al otro lado. Y eso suponía un problema logístico cuya solución añadió más infraestructuras, ya que después de arrancar bocados de hierro se requerían grandes cantidades de agua para separarlo de la arcilla. Los pozos junto a las minas, sin embargo, se construyeron décadas después de usar las marismas como lavaderos, por lo que el lodo empachó los últimos confines de la bahía, cambió las corrientes e impidió la navegación en la ría de Solía, “un brazo de mar que viene de Santander” según el diccionario geográfico de Pascual Madoz (1845). La arcillosa ría está tocada por un centenario puente de hierro y aún hoy sigue enseñando los restos de canales del fango en cada bajamar.
Al testimonio de más de un siglo de actividad que abrió las vísceras de la comarca y transformó la vida rural le ha sucedido el proyecto Anillo Verde de la Bahía de Santander, que en la vertiente sur ha protegido los bosques y ha colgado nidos de pájaro en las copas de los árboles y, al norte, donde la bahía da sus últimos sorbos, ha intervenido en el ecosistema del Solía. En su breve cauce se aglutina una explosión de milanos negros, gavilanes o chotacabras que los aficionados contemplan desde las casetas de avistamiento. Su margen derecha, además, ha sido reconvertida en un bonito camino escoltado de vegetación por el que discurría el Ferrocarril Minero de Obregón, Solía y Astillero, paralelo a la desaparecida línea entre Astillero y Ontaneda. La vía verde del Pas comienza en una central térmica y subestación eléctrica de ladrillo, hierro y cristal que bombeaba energía durante el auge industrial, y serpentea hasta la localidad de Ontaneda entre arboledas y praderas con vacas. Pero son los restos de tuberías, lavaderos y vertiginosas chimeneas esparcidos en los ocho kilómetros hasta Cabárceno los que acaban confesando, y por si había alguna duda, que el pasado de este lugar latió con corazón de hierro.
Visitas que saben a miel y arándanos
A la herencia minera de los cuatro municipios tocados por Peña Cabarga se une su riqueza natural. Impulsado por los encantos locales, en los últimos años han surgido varios proyectos que proponen una nueva manera de relacionarse con la naturaleza y el mundo rural. La Mina de Heras, en Medio Cudeyo, ofrece a los niños actividades educativas en su granja de animales al borde del embalse de Heras. El acogedor pueblo de Liérganes, despensa de productos artesanos de la fábrica de la cerveza DouGall’s (cuyas instalaciones se pueden visitar), celebra todos los años el Mercado de Otoño. En Villaescusa, además de elaborarse la miel Cabárceno, han proliferado plantaciones de arándanos, al igual que en la cercana finca El Valle del Machucón, en Penagos. En esta bonita finca ecológica de tres hectáreas el visitante puede recoger arándanos, celebrar su cumpleaños o adquirir directamente productos de la huerta. Unas propuestas, en fin, que promueven un íntimo vínculo con la tierra.
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