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Calais, frente de todas las batallas

Un grupo de inmigrantes cocina y se calienta junto a un fuego en el campamento en el que aguardan para cruzar desde Calais, en Francia, hasta el Reino Unido

Los muchachos juegan al fútbol en un descampado situado entre un bosque, una vía de tren y un barrio residencial. Se pasan en círculo el balón, ensayan malabarismos, se ríen. Podría ser la imagen de un grupo de amigos que han quedado un sábado a mediodía y disfrutan del día de ocio.

No es lo que parece. En el descampado y en el bosque hay precarias tiendas de campaña. Son las viviendas de estos inmigrantes africanos que, en una tierra de nadie en la periferia de la ciudad portuaria de Calais, esperan la oportunidad para cruzar los 40 kilómetros que separan, en este punto del canal de la Mancha, la costa francesa de la británica.

Calais, y toda la costa en el nordeste de Francia, es el frente donde se libran —sin armas reales, pero con un coste humano catastrófico y alta tensión diplomática— las nuevas batallas en la tercera década del siglo XXI.

Es la batalla de la soberanía. Con el Brexit y el reinado de Donald Trump en Estados Unidos entre 2017 y 2021, la soberanía y el nacionalismo volvieron al núcleo del vocabulario político occidental tras décadas de retórica sobre la mundialización y los valores liberales y universales.

El pulso por el derecho de los pescadores europeos —principalmente franceses— para faenar en aguas británicas de La Mancha, que esta semana ha vivido un nuevo episodio con el bloqueo de varios puertos franceses, es consecuencia directa de la salida del Reino Unido de la Unión Europea.

Lo que se hace visible en Calais —ciudad atravesada por vallas con alambres de espinos y muros— es un retorno de las fronteras. Ya habían empezado a volver desde años atrás, pero con la pandemia que confinó al mundo en 2020 han reaparecido sin complejos, incluso entre aliados de la Unión Europea.

Los jóvenes que peloteaban en el descampado de Calais eran también, quizá sin saberlo, soldados involuntarios, o víctimas colaterales de la tercera de estas batallas: la de la inmigración. El miércoles, 27 personas —17 hombres, siete mujeres, tres adolescentes— murieron al naufragar mientras intentaban cruzar el estrecho. 20 siguen desaparecidos.

El mayor naufragio en años recientes —y en un mar que, en comparación con el Mediterráneo, era relativamente tranquilo— no ha disuadido a muchos de quienes esperan en Calais —Pierre Roques, de la ONG Auberge des migrants (“Albergue de los migrantes”), calcula que son unos 1.500 en Calais y unos 1.000 más al norte, en Grande Synthe— para subirse a una barca e intentarlo ellos también.

“No tenemos miedo: lo que queremos es ir a Inglaterra”, declara un muchacho de Chad que habla francés, ha intentado varias veces cruzar sin éxito y asegura, como muchos de quienes viven en este descampado, tener 17 años: todavía son menores, lo que dificulta su expulsión.

Mientras, a unos metros del corrillo de futbolistas, otro grupo se protege del frío y la humedad con un precario fuego con leña. Un sudanés de 20 años afirma: “Sé que es peligroso, pero mi sueño es Gran Bretaña”.

Un grupo de inmigrantes cocina y se calienta junto a un fuego en el campamento en el que aguardan para cruzar desde Calais, en Francia, hasta el Reino UnidoÓSCAR CORRAL (EL PAÍS)

Desde la kilométrica playa al sur de Calais —punto de partida, el pasado verano, de varias embarcaciones— se vislumbra a lo lejos el anhelado objetivo: los acantilados de Dover, en el condado de Kent. Los ferris de pasajeros y camiones desfilan como en procesión delante de la playa vacía: el viento sopla y el mar está demasiado agitado para que las lanchas o las embarcaciones más grandes se aventuren.

En un primer momento, tras el último naufragio, los investigadores sopesaron la hipótesis de que otra embarcación hubiese podido golpear la patera y hundirla: este es uno de los estrechos con más tráfico del mundo, una auténtica autopista marítima, y aventurarse en él con una barca pequeña y sin radar es una lotería.

Más al sur de la playa, se encuentra la rampa flanqueada de vallas que lleva al Eurotúnel. La inauguración de este conducto en los años noventa fue uno de los símbolos, propios de aquellos años, del nuevo mundo posterior a la caída del Muro de Berlín, democrático y sin fronteras. ¡Hasta las islas británicas y Europa iban a estar unidas para siempre!

Nada salió como preveían los más optimistas. O ilusos. Y pronto Calais —una ciudad de 75.000 habitantes en una región francesa azotada por el declive industrial— se convirtió en el punto de llegada de inmigrantes y refugiados que huían de la guerra o la miseria y querían entrar en el Reino Unido. El veterano periodista británico John Lichfield recordaba hace unos días en un artículo que en los noventa fueron los refugiados de los Balcanes, más tarde los iraquíes y los kurdos, a los que se sumaron paquistaníes, afganos, eritreos, sirios, somalíes, “pecios de sucesivas crisis y guerras (…) arrastrados en el canal Inglés [nombre que los británicos dan a La Mancha]”.

La llamada Jungla —un campamento donde llegaron a vivir 10.000 personas, una ciudad dentro de la ciudad que las autoridades francesas desmantelaron en 2016— colocó a Calais bajo los focos de los medios y la política globales. Desde entonces no ha vuelto a haber un campamento de tales dimensiones, pero sí concentraciones de tiendas de campaña como las del descampado junto a la vía del tren.

Los inmigrantes seguían llegando e intentando colarse en camiones o ferris, pero algo sustancial ha cambiado en los últimos tres o cuatro años. Lo explica Pierre Roques en un almacén donde varias organizaciones de ayuda a los inmigrantes y refugiados preparan comida, que después repartirán o almacenan ropa para distribuirla: “Cada vez resultaba más difícil pasar en camión, porque existen muchos medios de detección, como detectores con rayos X, ocaptadores de CO2, que detectan si alguien respira. En el invierno de 2018 llegó mucha gente de la comunidad iraní y coincidió con el desarrollo de las pequeñas embarcaciones. Cuando nos decían que iban a cruzar en barco, nos sorprendió”.

Entre 2018 y 2020, 20 personas murieron intentando cruzar La Mancha; desde el pasado enero, ya son 30, contando los del naufragio del miércoles. Es casi anecdótico comparado con el Mediterráneo, donde han muerto más de 1.600 en los que va año, según los cálculos del proyecto Missing Migrants, pero refleja la voluntad de los migrantes de sortear cualquier nuevo obstáculo que se les presente, y el riesgo de que La Mancha acabe siendo la tumba de muchos más.

Karl Maquinguen es un veterano pescador en Boulogne-sur-Mer, principal puerto pesquero de la región. Fue él quien dio la alerta a los equipos de rescate cuando, mientras faenaba con el barco Saint-Jacques II frente a la costa francesa, vio cadáveres flotando.

“Si hubiésemos llegado cinco minutos antes, quizá los habríamos podido salvar”, declaró al diario regional La Voix du Nord “Teníamos miedo de remontar las redes por si había alguien atrapado”, añadió.

El drama humano ha degenerado en una crisis diplomática —otra más— y un cruce de reproches entre el Reino Unido de Boris Johnson y la Francia de Emmanuel Macron que ha desembocado en la decisión del Gobierno francés de retirar la invitación a la ministra británica del Interior, Priti Patel, a la reunión de urgencia de ministros europeos del ramo convocada para hoy en Calais.

Un espectáculo en Twitter

Johnson señala que los franceses fallan en control de las fronteras y propone que Francia readmita a los inmigrantes que alcanzan la costa britanica y que policías británicos patrullen en las playas de Calais y los municipios vecinos. A Macron le irrita que Johnson convierta este asunto en un espectáculo de mensajes en la red social Twitter y en alimento de titulares patrioteros y antifranceses en los tabloides londinenses.

“[El canal de la Mancha] es una frontera, pero para que una frontera funcione como forma de control hay que ser dos; y los ingleses dicen que somos nosotros los que debemos hacer el trabajo”, dice el geógrafo y diplomático Michel Foucher, autor de Le retour des frontières (“El retorno de las fronteras”). “Esta crisis de los inmigrantes, esta tragedia, ocurre en una relación general completamente degradada”.

La relación franco-británica, caldeada en las últimas semanas por el contencioso pesquero, se envenena ahora por una crisis que mezcla política y migración y que es una réplica de las tensiones en la frontera sur y la frontera oriental de la UE. Hay una extraña hermandad entre Calais y ciudades como Ceuta, donde en mayo Marruecos permitió la entrada de miles de inmigrantes sin documentación, y la frontera entre Polonia y Bielorrusia.

Calais, un sábado y bajo la lluvia, se parece a cualquiera de esas ciudades francesas desangeladas y en lenta decadencia. Se parecería si no fuera porque uno va a poner gasolina al coche, y la estación de servicio está rodeada de un muro de tres metros. A dos manzanas del muro, en una zona industrial cerca del puerto, hay varias tiendas de vino para los ingleses que, antes del Brexit y la pandemia, venían en ferri a comprar alcohol más barato. Una de ellas señala en un cartel: “Queridos clientes, Calais Wine Superstore reabrirá cuando se levanten las restricciones a los viajes”,

Son las 14.00 y, un kilómetro más allá, medio centenar de hombres aguardan disciplinadamente al reparto de comida de las ONG. Varios policías antidisturbios vigilan de cerca. De repente, sucede algo —algunos hablan de que alguien se ha intentado colar, pero no queda claro— y el reparto se interrumpe.

La fila de dispersa. Se queda un grupo de afganos. Uno quiere estudiar ingeniería en Inglaterra; otro explica que tiene familia ahí, que en Afganistán empezó a estudiar medicina y que quiere proseguir los estudios.

Un inmigrante afgano come junto a la cola de gente que recibe comida de las asociaciones de ayuda a los inmigrantes de Calais
ÓSCAR CORRAL (EL PAÍS)

Todos están decididos a cruzar, sea como sea: no han recorrido miles de kilómetros y puesto en riesgo su vida para ceder ante el último obstáculo. Ni los naufragios ni los controles más estrechos son un argumento suficiente. “Sabemos que es peligroso”, dice uno ellos, Arbaz Momand, de 21 años, “pero el riesgo es el precio que tenemos que pagar por esta oportunidad: aquí no tenemos futuro”.

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