Cambio de inercia


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El Gobierno de España aprobó el martes la concesión de indultos a los líderes independentistas catalanes condenados por los hechos subversivos de 2017. La medida es un acto político previsto por el marco constitucional y no afecta a la sentencia condenatoria, sino al cumplimiento de la pena de cárcel; se justifica bajo el criterio de utilidad pública, que contempla la ley, con la intención de mejorar el deteriorado marco de convivencia en la sociedad catalana; mantiene la inhabilitación para el ejercicio de cargos públicos y está condicionada a que los beneficiados no vuelvan a cometer delitos. Se trata de una decisión trascendental y polémica, con válidos argumentos en contra. En los términos en los que se ha planteado, sin embargo, su adopción parece acertada al tener el potencial para cambiar una dinámica nefasta para Cataluña y el conjunto de España.

No hay certezas de que el gesto logre efectos positivos; la actitud de los condenados, por lo general, no facilita las cosas; pesa en el balance el interés partidista del Gobierno de coalición, que por esta vía consolida su mayoría parlamentaria. A pesar de ello, la medida representa la oportunidad para un cambio de dinámica positivo para la ciudadanía y la democracia española, sin ceder en los principios. Esa oportunidad, y no la empatía con los indultados, es el objetivo que justifica asumir el riesgo.

Para que se produzca una mejora real es necesario salir del territorio de los parámetros morales y apocalípticos, y adentrarse en el de los políticos y pragmáticos. Algunos episodios han empujado en esa dirección. Frente a las acusaciones de infamia y traición a la patria, se ha abierto paso un discurso más sosegado. El líder de la CEOE optó por una posición serena (que desató reacciones exageradas); dirigentes del PP como Juan Manuel Moreno han intentado circunscribir el rechazo en el marco de una normal dialéctica política; la acción callejera —Colón, recogida de firmas— no ha tenido recorrido; un periódico poco sospechoso de prejuicios partidistas o de desear la ruptura de España como el Financial Times ha respaldado la medida. Ojalá estas posiciones puedan inducir al PP a una oposición más sosegada. Es incoherente elogiar a la sociedad civil cuando se manifiesta en Colón y ningunearla, alegando que lo que importa es la política, cuando los pronunciamientos le son desfavorables.

El Gobierno está llamado a la misma contención. Explicará su posición en la sede oportuna, que es el Parlamento. No se puede exigir una planificación exhaustiva de lo que va a ocurrir, algo imposible al principio de un diálogo, pero el Ejecutivo debería ser claro en relación a lo que no va a hacer. Cabe notar, en paralelo, que quienes se oponen no tienen ni siquiera un esbozo de hoja de ruta para Cataluña. No aportan ninguna solución para el problema político.

Eso es lo que debe hacer la democracia española y lo que en gran medida Europa espera que ocurra: afrontar con la política la cuestión catalana. El momento tiene sentido. Acaba de tomar posesión un nuevo Govern frente al que conviene mantener un sano escepticismo, pero que tiene rasgos —cuando menos tácticos— distintos del anterior. La ciudadanía, agotada tras años de parálisis y con la crisis pandémica, desea menos ideología y más gestión.

Los indultos eliminan un elemento que complicaba el cambio de clima. Aun así, afianzarlo será arduo, y alcanzar resultados reales, más todavía. El diálogo entre el Gobierno y la Generalitat es un carril estrecho. Cambios de fondo necesitan una interlocución más amplia. Pero merece la pena explorar la oportunidad. Entre los conceptos que se han utilizado en estas semanas, han sido recurrentes los de la concordia y la magnanimidad. Esta última, con una fecunda historia intelectual en la línea que va de la ética aristotélica a santo Tomás y Dante, invita a la reflexión. No tanto aplicada a las instituciones, como se ha usado; más bien a los líderes que las encarnan y a los protagonistas del debate público, que deberían tener la grandeza de espíritu de posicionarse evitando el desprecio —cargado de prejuicios— de las ideas de los demás, el insulto y, en definitiva, arrojar más gasolina al inflamable panorama político. Por el bien de la democracia española.


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