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Carlos Giménez, memoria, viñetas y libertad

“Un amigo me dice que inventé la memoria histórica solo que no sabía que se llamaba así”, dice Carlos Giménez. Vestido de negro, el dibujante nos recibe a mediados de enero en su casa de la calle de Atocha de Madrid, en una de las escasísimas entrevistas que ha concedido desde que decidió hace años recluirse voluntariamente en este universo interior, rodeado de libros. Un refugio acogedor a la medida de su único habitante. Padre de cinco hijos de dos matrimonios, hoy solo tiene contacto con lo que llama “sus afectos”, las personas de su círculo más cercano que le visitan. Ha notado la pandemia solo porque ha tenido que suprimir las meriendas que organizaba de vez en cuando. Pero Giménez no está enfadado con el mundo, ni se ha convertido en una especie de J. D. Salinger del cómic español. Ha encontrado una forma de ser feliz y es ante su mesa de dibujo, en sus espacios cotidianos.

Juan Marsé escribió que la serie Paracuellos, la más conocida de Giménez, ambientada en un internado en los años cuarenta, constituye una parte esencial de la memoria colectiva de la posguerra española. Gonzalo Suárez le ha comparado con Charles Dickens. Guillermo del Toro, que se inspiró en sus personajes para escribir El espinazo del diablo, dijo de él: “Un tesoro en España, un dios en Francia”. Ha ganado los principales galardones de cómic del mundo, entre ellos el Premio del Patrimonio del Festival de Angulema, e incluso ha sido candidato al Premio Cervantes por una obra que refleja todo el sufrimiento de la historia de España y del franquismo. Sin embargo, Carlos Giménez se considera solo un humilde autor de tebeos. A punto de cumplir los 80 años, dibuja más que nunca.

Ni siquiera se acuerda de cuántos tebeos ha publicado a la largo de una carrera que empezó de niño, dibujando falsos biombos chinos cuando era aprendiz en una tienda del Rastro madrileño en los años cincuenta. Se puede decir que se ha ganado el pan toda su vida con sus dibujos —los cambiaba por comida en el internado—. Sus obras autobiográficas más conocidas —los ocho tomos de Paracuellos, los cuatro de Barrio, los seis de Los profesionales— constituyen un fresco vivo de la España de Franco, a los que habría que sumar su relato de la Guerra Civil —36-39. Malos tiempos—, sus obras humorísticas sobre el tardofranquismo y la Transición —España. Una, grande y libre— o sus álbumes autobiográficos de madurez —como su peculiar versión de Canción de Navidad—. El próximo 18 de febrero publicará Mientras el mundo agoniza, una incursión en la ciencia-ficción de 232 páginas. Tanto en Reservoir Books como en Debolsillo, la inmensa mayoría de su obra se mantiene disponible, algo insólito para un autor de tebeos tan prolífico que, sin embargo, ha encontrado un público acostumbrado a tener como mínimo un ­álbum nuevo cada año.

Nacido el 16 de marzo en 1941 en el barrio madrileño de Embajadores, la muerte de su padre y la enfermedad de su madre, que tuvo que ser internada en un sanatorio, le llevaron a diferentes Auxilios Sociales, lugares siniestros destinados a menores de edad sin recursos, que describe como un microcosmos de la brutalidad del franquismo. Unas cuantas frases pronunciadas por sus personajes, niños hambrientos y helados, reflejan cómo eran aquellos lugares: “¿Quién se juega la comida a los bichos? Habría ganado yo, tengo 14”; “Me pido lo pocho”; “Mañana es domingo de visita y si no se me quitan las marcas de la paliza no me dejarán ver a mi madre”; “El instructor de la Falange Mistrol pegó 72 bofetadas al niño Antonio Sánchez. Esto ocurrió en 1948 en el hogar General Mola de Madrid. Antonio Sánchez tenía siete años y se meó de la paliza”; “Es el Misas, siempre reza así con los brazos en cruz y se queda un buen rato haciendo penitencia. Lo hace para hacer la pelotilla a la profesora, para que vean que es bueno y para que su padre salga pronto de la cárcel. Es que su padre es rojo”.

“Fui el primero en el mundo de los tebeos que empezó a contar cosas de la época del franquismo. Tenía una colaboración semanal en una revista, y no estaba seguro de que me fueran a aceptar esas historias. No me propuse hacer ninguna serie, sino simplemente narrar las cosas que yo contaba a mis amigos, las anécdotas de mi colegio. Me decían que era una pena que no pudiese llevar eso a mis historietas. Pensé que no me lo publicaría nadie. En la revista en la que colaboraba, que se llamaba Mata Ratos, me aceptaron la primera porque la llevé el último día a última hora cuando tenía que entrar en máquinas. Pusieron una cara de extrañeza porque no entendían muy bien qué era aquello. Era una revista de tetas y de risas, la clásica de la apertura de la Transición. La publicaron porque no les quedaba más remedio. La segunda, cuando también se la llevé en el último momento, me parece que también la publicaron, pero me pidieron que no hiciera más”, recuerda.

Así empezó, en 1976, el que tal vez sea el tebeo más importante de la historia del cómic español. Estuvo peregrinando de publicación en publicación, ante los rechazos de sus editores habituales. Sin embargo, uno de los grandes dibujantes franceses, Marcel Gotlib, descubrió Paracuellos a principios de los años ochenta y comenzó a editarla por entregas en la revista Fluide Glacial. El éxito en francés de aquel primer álbum fue tremendo, ganó su primer premio en Angulema y entonces todos los editores españoles comenzaron a disputársela. “Cuando me dijeron que no en Mata Ratos, tenía dibujadas seis o siete historietas, de página y media. Y las llevé a diferentes sitios y uno de ellos fue a Josep Toutain”, uno de los grandes editores de tebeos de los años sesenta y setenta, que aparece en Los profesionales como Filstrup. “Ni siquiera las miró. Las vio, pasó una página y luego otra, y me dijo: ‘¿No tienes otra cosa?’. Ni siquiera se molestó en leerlas, ni en hojearlas. No le interesó para nada. Luego, después de que se publicase en Francia, cuando hice el segundo álbum, qué curioso, todo el mundo lo quería”.

Su casa de la calle de Atocha, al lado del barrio de Embajadores donde nació y creció cuando salió del internado, está llena de recuerdos: fotos, carteles de sus años de militancia (siempre en la izquierda), figuras de sus niños de Paracuellos, una inmensa mesa de dibujo, libros para documentarse. Allí han transcurrido la mayoría de sus investigaciones, con las que ha construido su obra: porque la materia de la que están hechos sus tebeos es su propia memoria, complementada con la de sus compañeros primero del colegio, luego del barrio y posteriormente de los estudios de dibujantes en los que trabajó en la Barcelona de los años sesenta, donde se gastaban las bromas más pesadas que se puedan imaginar y que han provocado amargas carcajadas en miles de lectores. Los últimos tomos de Paracuellos —en 2022 publicará el noveno, con el que quiere cerrar la serie— son mucho menos duros, aparecen algunos personajes positivos, que ayudan a los niños en vez de maltratarlos y matarlos de hambre. “Ya se me ha acabado el rencor”, explica. Lo que no significa que no crea que recordar constituye una labor esencial.

“La gente que podía contar todo aquello con sinceridad o con conocimiento se está muriendo o se ha muerto. Ya quedamos pocos. Los que lo hemos contado ha habido un momento en que se nos ha acabado el rencor porque empiezas a ver las cosas como algo que forma parte del pasado. Pero es bueno no olvidarlo, que quede escrito, que esos álbumes míos se hayan publicado y estén impresos y queden ahí. Para los que no lo han vivido. Sería una pena que se olvidase: la memoria histórica, que es una expresión que me gusta, está muy bien. Recordemos la historia: ahora con todo este crecimiento del fascismo y del racismo es como si la gente se hubiera olvidado de la Segunda Guerra Mundial, de todo lo que supuso el franquismo, el fascismo. No olvidemos que era un lugar horrible para vivir, estos fascistas, profascistas o enamorados de la dictadura, los de Vox, hablan así porque no vivieron en la época de Franco. Si llegan a vivir el franquismo, no les votaban. Es que eso que estás diciendo, no lo podrías decir; es que esta forma de vivir, no podrías tenerla. ¿Tú te has divorciado de tu mujer? ¿Has tenido relaciones sexuales libres? ¿Eres homosexual? Eso en el fascismo, en el franquismo, no se podía, te arriesgabas a la cárcel, a morir. Por ser homosexual en la dictadura ya eras un delincuente”.

Ninguna historieta refleja de una forma tan precisa los padecimientos que sufrió en el Auxilio Social como las primeras tiras de Barrio, la serie en la que recrea su vida en el Madrid de los años cincuenta, que relatan su regreso a casa. Al bajarse del metro de Embajadores, se encuentra con la vida que desconocía: los tranvías, las castañeras, los vendedores de tabaco, el limpiabotas, las vecinas, pero, sobre todo, se encuentra con sus primeros huevos fritos. Este es el diálogo que mantiene con su madre cuando le prepara la comida por primera vez, mientras al niño le hacen los ojos chiribitas cuando se encuentran con aquellos manjares —tan humildes como un caldo o una morcilla— que no había probado en su vida: “¿Te gustan los huevos fritos, hijo? ‘Sí, claro, aunque nunca los he comido’. ¿Es que en el colegio no os daban huevos nunca? ‘No’. ¿Qué comíais ahí? ‘Garbanzos a mediodía, y por la noche, arroz’. ¿Siempre? ‘Sí”.

El Carlos Giménez del presente todavía recuerda aquello porque el hambre no se olvida. “El hambre nunca se termina de quitar del todo. Por ejemplo, tengo un aprecio muy sobrevalorado de la comida. Yo no tiro nada de comida. Se me ha quedado un trozo de filete y me dicen que lo tire. No. Lo guardo en la nevera, a lo mejor luego a la noche me lo tomo como aperitivo. Ese trozo de comida, para mí, mientras no esté podrida, sigue siendo comida válida. Mientras valga, soy incapaz de tirar comida. Si pierdo dinero, no sufro tanto como si pierdo comida. La comida tiene para mí un valor por encima del dinero que cuesta, es el valor de la persona que ha pasado hambre y que lo tiene grabado a fuego”.

Tanto en Paracuellos como en Barrio, los tebeos que se vendían por millares durante el franquismo —El guerrero del antifaz, El Jabato, El cachorro, Purk, el hombre de piedra— son, como dice el propio Giménez, “un personaje más” de su obra. Eran entonces el cine de los pobres, más baratos que una sesión doble, y se podían alquilar —15 céntimos los nuevos, 10 céntimos los antiguos— o cambiar. Y, en muchos casos, era lo único que tenían los niños de origen humilde en aquellos años. “En mis historietas, aunque sobre todo en Paracuellos, son un personaje más que está presente en todo momento. En aquellos colegios, los tebeos eran lo único que teníamos los niños para alimentar nuestra alma en un mundo en el que todo estaba dirigido por los libros de texto del colegio, que eran muy poco atractivos. En los tebeos se hablaba de amistad, de solidaridad, también de venganza, se hablaba de geografías que no eran las que conocías, de Maracaibo, del mar de los Sargazos, de la isla de la Tortuga, era un universo de fantasía, todo lo contrario del lugar terrible en el que vivíamos. Los tebeos tenían mucha importancia. En un mundo donde no teníamos nada más, eran nuestros juegos. Yo quería ser dibujante de tebeos porque era el único modelo que tenía para imitar. Eran mi lámina de dibujo, mi libro de texto. Tebeos que, por otro lado, muchas veces nos prohibían y nos quitaban y nos rompían. Las novelas estaban prohibidas y los libros de texto nos parecían absurdos. Nos preguntábamos cómo se pasa de la época de Felipe II, cuando en el imperio español no se ponía el sol, a Onésimo Redondo, al que mataron los malos, los rojos. ¿Y qué pasó en medio? Los niños éramos pequeños, pero no tontos. Lo malo que tiene el fascismo, la censura, es que esconde cosas, truca cosas, cambia, miente. Pero las mentiras al final salen a la luz, porque lo que es, es lo que es y más pronto o más tarde te enteras”.

Carlos Giménez se convirtió a partir de los años sesenta en un autor muy prolífico, que combinaba las historias basadas en su autobiografía con todo tipo de trabajos para revistas españolas y francesas. Adaptó a muchos autores, desde Jack London (su versión de Koolau el leproso es considerada una obra maestra por muchos expertos) hasta Robert Merle, Stanislaw Lem o Francisco Ayala, realizó campañas, colaboró con diarios y, en los ochenta, se lanzó a publicar Los profesionales, que transcurre en un estudio de dibujantes en Barcelona, ciudad a la que se mudó en busca de trabajo. En esta serie el humor, a veces cruel, siempre está presente. Aquel estudio era una especie de oasis de libertad en mitad del franquismo, aunque la represión, sexual y política, nunca andaba muy lejos.

Preguntado sobre el sentido del humor en su obra, Giménez responde: “El sentido del humor es tan importante como que en la historia de la censura las cosas que más se han prohibido han sido las cosas del humor, los chistes. Muy pocas historietas de aventuras se han prohibido. Pero chistes se han prohibido muchos. Recuerdo un libro pequeño que leí, que era un manual de la censura, de las cosas que se podían publicar en las revistas juveniles: no podía existir por ejemplo un rey malo, un hijo nunca debía de luchar contra su padre… Era la guía de lo que no se podía dibujar en los tebeos. Hasta con El capitán Trueno, mi amigo Víctor Mora tuvo problemas con la censura. Su personaje era un cruzado, pero le reprocharon que se hablaba poco de religión y poco de Dios. Le llamaron la atención y le dijeron que tenía que hacer una historieta en la que estuviese presente la religión. Entonces dibujó un tebeo que era una aventura alrededor de alguien que había robado una obra de arte muy valiosa, un cáliz. Al ser un cáliz, ya era una cosa religiosa. La censura ha estado presente en muchas cosas. Me acuerdo de historias del Oeste en las que no se podía matar a nadie. Luego hubo una época en que le dio a Fraga por eliminar las armas. Me acuerdo de un número de El guerrero del antifaz en que en la portada aparecían un montón de personas lanzándose al ataque, de frente al lector, con las espadas en alto, amenazantes. La censura obligó a quitar las espadas y quedó una cosa muy chocante porque lo que veías avanzar hacia ti era un montón de gente con el puño levantado. Fue peor el remedio que la enfermedad. Además de ridícula y absurda, la censura nunca ha servido para nada. A cambio de eso, sí ha conseguido que algunas publicaciones ya no tuvieran razón de ser”.

Resulta difícil encontrar muchos temas comunes en una obra tan extensa y diversa, que recorre la historia de España desde los abismos de la posguerra hasta la actualidad, por no hablar de sus numerosas incursiones en la ciencia-ficción. Sin embargo, sí se puede encontrar un hilo conductor: Carlos Giménez da voz a aquellos que no la tienen. “Es lo que he hecho toda mi vida. Aparte de algunos tebeos de aventuras, porque dibujar aventuras es más divertido que dibujar a los niños de Paracuellos, casi siempre he dibujado cosas de la gente que no tiene voz, de lo que yo soy, un chico de barrio. Yo he sido un niño de barrio, de un colegio interno de Auxilio Social, de caridad, para niños pobres. Luego he crecido en un barrio popular, en Lavapiés, en Embajadores, donde éramos todos chavales de barrio, todos pobres. Por eso es bueno que haya autores que salen del pueblo, que salen de las clases bajas, porque tienen una comprensión diferente de la de los escritores que salen de la burguesía. Está bien que exista esa gente que sale de lo popular y que hace preguntas y da respuestas hablando por la gente a la que nunca se le pide su opinión”.

En sus últimos tebeos aparecen los personajes del tío Pablo y su amigo Raúl, que tienen muchos rasgos autobiográficos. La trilogía Crisálida, Canción de Navidad y Es hoy —este último publicado el pasado mes de noviembre— representa una reflexión sobre la muerte de dos personajes cargados de recuerdos que, como el propio Giménez, beben cubatas en vaso de tubo. Son cómics muy crudos a veces, pero no necesariamente tristes. Reflejan también la historia de alguien que, según iba cumpliendo años, ha decidido reivindicar su libertad y hacer lo que le da la gana. Lo que incluye no salir nunca de casa.

“Hubo un momento en que me sentí un poco agobiado por algunas amistades que tenía, que me pesaban mucho. Además, estuve malo. Y a raíz de todo eso, decidí cambiar mi vida. Me di cuenta de que no soy una persona muy afable, tengo fama de tener mala leche. Parte de lo mal que me llevo con el mundo, está en mí. Y es cierto que el mundo no me gusta. Con mis amigos, con mis afectos, no discuto nunca, no tengo ningún problema. En cambio, con la gente que está fuera de este círculo he tenido muchas dificultades. Desde que decidí no salir, la vida cada vez me ha ido mejor. Me dedico más a mi trabajo, a mis amigos. No perdí el contacto con la gente que quiero, pero sí con los que no quiero relacionarme para nada. Creo sinceramente que esta es una buena época de mi vida. Muchas cosas que antes quería ya no las quiero. Estoy recogiendo los frutos de una larga vida profesional. ¿He sido un buen padre, un buen marido? Seguramente, no. Lo único que puedo decir es que he sido, y sigo siendo, un señor que hace tebeos. Soy un dibujante de tebeos y lo que quiero ser es un dibujante de tebeos. Lo paso bien dibujando. He cortado con los viajes, con los premios, con las presentaciones. No quiero moverme de casa: solo quiero estar aquí, con mi gente, con mis amigos. No quiero nada más”.


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