En abril de 1947, al celebrar su vigesimoprimer cumpleaños, la entonces princesa Isabel prometió desde Ciudad del Cabo (Sudáfrica), en una declaración retransmitida a medio mundo por la BBC, que dedicaría toda su vida “al servicio de la gran familia imperial a la que todos pertenecemos”. Cuatro meses después, su padre, Jorge VI, renunciaba solemnemente al título de Emperador de la India, y se disponía a encabezar un nuevo invento llamado la Commonwealth (Comunidad de Naciones), para preservar en lo posible los vínculos de un imperio que se desmoronaba. La muerte de Isabel II supone, en términos históricos, el punto final del siglo XX británico. Desaparece con ella el último vestigio de un pasado que ha seguido alimentando hasta hoy en el Reino Unido una nostalgia inocente, en el mejor de los casos, y un nacionalismo divisorio y aislante en el peor. Carlos III hereda un país fragmentado por tensiones territoriales, y con una influencia en el mundo notablemente reducida por culpa del Brexit.
“Su muerte ha supuesto el segundo acto de una realineación nacional. El primero fue la salida del Reino Unido de la Unión Europea. Los periodos históricos rara vez obedecen a la disciplina estricta del calendario, y, en el futuro, se dirá que el largo siglo XX británico terminó en 2022. La muerte de una monarca tan longeva deja atrás a una nación insegura sobre su lugar en el mundo”, ha escrito en New Statesman Phil Collins, un analista político brillante, autor en su día de algunos de los mejores discursos del ex primer ministro, Tony Blair.
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El establishment británico se ha dado prisa en gritar God Save The King y asegurar un proceso de sucesión rápido y suave. El éxito del nuevo reinado sería la garantía, deseada con buena voluntad por muchos, de que las cosas no funcionan tan mal como algunos críticos se empeñan en señalar. “Es un hombre muy inteligente, con una vena muy humana y un enorme sentido del deber. Su primer discurso sugiere que ha entendido los desafíos a los que se enfrenta, y confío en que los supere con éxito”, asegura Jonathan Sumption, ex magistrado del Tribunal Supremo y una voz a la que los medios británicos prestan siempre atención. “No tiene la ventaja de la juventud, que fue fundamental cuando Isabel II se convirtió en reina en 1952 [tenía entonces 25 años], y muchos no le perdonarán nunca su separación de Diana Spencer, algo injusto pero inevitable. Y desde luego va a tener que abandonar algunas de sus causas favoritas, especialmente la del cambio climático, que han pasado a suscitar más debate político recientemente”, apunta el jurista.
El problema para Carlos III es que su nueva condición de rey le obliga precisamente a hacer aquello con lo que su madre logró el respeto de todos los ciudadanos: nada. Isabel II era el punto fijo de un país al que la historia sometió a innumerables cambios. Y fueron precisamente su neutralidad y su silencio los que llevaron a muchos británicos a creer que veían en ella las mejores cualidades de su país. Ya explicó Winston Churchill, el primer ministro con el que estrenó su reinado, que cuando se pierde una batalla el pueblo grita “Abajo el Gobierno”, y cuando se vence, “Viva la Reina”.
Isabel II se hizo mayor al mismo ritmo que el país que reinaba. Vistió uniforme durante la Segunda Guerra Mundial, y compartió ―a la manera simbólica en que los miembros de las monarquías hacen estas cosas― la penuria de la población durante aquellos días. Vivió la escasez de la posguerra, el renacer del Reino Unido y de su influencia económica y cultural por todo el mundo ―Los Beatles, los Stones, también los Sex Pistols…―, el ingreso en la llamada entonces Comunidad Económica Europea, y la evolución de muchos de los países del imperio a los que no dejó de visitar durante su reinado. Nelson Mandela, con quien tuvo una relación muy especial, la llamaba motlalepula (“la que llega con la lluvia”), por aquella visita de 1995 en la que ya era presidente de Sudáfrica y el país vivió la mejor temporada lluviosa en años.
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SuscríbeteDesde la izquierda, el líder laborista Keir Starmer, los ex primeros ministros Tony Blair, Gordon Brown, Boris Johnson, David Cameron, Theresa May y John Major, este sábado en la ceremonia de proclamación de Carlos III.Kirsty O’Connor (AP)
E hizo todo eso mientras transmitía una imagen de persona muy casera, familiar, casi aburrida en sus aficiones y costumbres, en su amor al campo, los caballos y los perros. “Ser a la vez ordinaria y extraordinaria. La reina parecía como uno de nosotros, aunque, objetivamente y como resulta obvio, no era ni remotamente como nosotros”, describía en El Espejo Encantado, su magistral trabajo sobre la relación de los británicos con la monarquía, Tom Nairn, el ensayista político tan cercano al independentismo escocés.
Resulta relevante que los líderes nacionalistas de ese territorio británico, con la ministra principal, Nicola Sturgeon, a la cabeza, vieran hasta ahora perfectamente compatible su ansia de independencia con el hecho de seguir teniendo como reina a Isabel II. No está tan claro que Carlos III resulte tan aceptado por todos los jóvenes escoceses más apegados a la idea de la secesión.
Danny Dorling, el autor de uno de los libros más brillantes sobre el afán nostálgico que había detrás del Brexit, Rule Britannia, prefiere no expresar su opinión en tiempo de duelo, pero aconseja echar un vistazo a las últimas encuestas. Especialmente a la de YouGov, que señala cómo solo un 24% de los que tienen entre 18 y 24 años creen que la institución de la monarquía es buena para el país, frente al 67% de los que tienen entre 50 y 64 años.
Carlos III llega al trono con 73 años y las manos atadas para intentar cambiar la realidad de un país dividido por dentro y alejado de Europa por culpa del Brexit; amenazado con serias fracturas en la Unión, que van desde la voluntad independentista de Escocia a la tensión en Irlanda del Norte, donde cada vez se ve más cerca la reunificación con la República de Irlanda.
Isabel II en el mundo
Aunque el impacto interno es el más significativo y evidente, el fallecimiento de Isabel II también acarrea consecuencias de carácter internacional. El tiempo aclarará su intensidad.
De entrada, Londres pierde el activo del soft power encarnado por la longeva monarca. El concepto es discutido, y resulta difícil cuantificar los beneficios tangibles que puede reportar en general, o en este caso específico. Pero es razonable pensar que la estatura mundial de Isabel II permitía al Reino Unido una especial proyección de influencia gracias a las relaciones personales de la monarca. Su trayectoria histórica la situaba en una posición casi sin parangón para concitar respeto, atracción y buena disposición. Tanto es así que, en medio de una brutal confrontación entre el Reino Unido y Rusia como la que se viene exacerbando desde hace años, hasta Vladímir Putin envió una atenta carta de condolencias. Esto tiene por supuesto que ver con el papel apolítico de la monarca, pero también con la manera en la que supo interpretarlo.
Más allá de los dirigentes, en el plano de las opiniones públicas, la considerable popularidad global de Isabel II representó un activo de imagen para el Reino Unido. Su figura adquirió rasgos pop, en gran medida por factores externos a su voluntad, pero también gracias a algunas estrategias desarrolladas de comunicación muy bien diseñadas por el palacio de Buckingham. El montaje cinematográfico que permitió a James Bond llevar en helicóptero a la reina hasta el Estadio Olímpico de Londres, en 2012, y saltar con ella en paracaídas durante la ceremonia inaugural, cautivó a una audiencia global de cientos de millones de espectadores.
El crédito personal de la monarca también ha sido con toda probabilidad un factor importante en la continuidad del ejercicio de la jefatura del Estado en otros 14 países de la Commonwealth. Uno de ellos, Australia, es el escenario del mayor éxito global de Londres desde el Brexit: la instauración de la alianza Aukus, junto con EE UU, con importantes vertientes militares e industriales. No puede descartarse que el menor prestigio del heredero dé alas en algunos de esos países a movimientos que cuestionan ese estatus, por ejemplo en Canadá.
Más allá del Reino Unido y sus relaciones internacionales, el fallecimiento de Isabel II también supone una pérdida para las monarquías constitucionales, que tenían en ella su símbolo más universal. Era, en cierto sentido, la portabandera del club de los países con esa forma de Estado. Entre ellos destacan algunas de las democracias más avanzadas del mundo, como Suecia, Noruega, Dinamarca, Holanda o Japón, pero ningún monarca dispone de la proyección global con la que contaba Isabel II, y en varios casos ―como el español― se registran en las casas reales escándalos que erosionan la imagen del modelo.
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