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Carlos Pérez Siquier, siempre anclado en su Mediterráneo


Me esfuerzo en comprender la constante permanencia de Carlos Pérez Siquier en Almería y entiendo que aquel “hombre apostado a una pared de cal” en realidad estaba anclado a la orilla de su mar, por amor a lo visible. Su placer era esa luz del Mediterráneo. Por ello se hizo fotógrafo y permaneció para siempre en su costa, sin echar de menos las metrópolis modernas ni los viajes exóticos. Tanta fue su pasión por la fotografía y la fidelidad a su mar, que llevó la montaña a Mahoma, haciendo de la nada el grupo Afal, un colectivo de la mejor fotografía en el peor momento de la cultura española, y de Almería el eje alrededor del que hizo girar la fotografía española.

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Un fotógrafo es su realidad. Esa revelación es cegadora y no se olvida por más que dé vueltas la vida. Todo se entiende por los ojos. Un fotógrafo no es la impostura de sus temas, ni la estética que los maquilla. La obra de un fotógrafo es su vida foto a foto, como un cuaderno de notas. No se sabe de dónde le vino esa obsesión a Carlos, el porqué de esa pulsión hiperactiva por la mirada, esa afición a hacer consciente y gozoso el acto automático de ver, que todos, o la mayoría, hemos ejercido gratis y de manera inconsciente por el hecho de haber nacido. En Carlos fue sobrenatural. Hubo en él una fuerza vital que lo empujó a ser fotógrafo, por encima de todas las dificultades, más allá de su pobre contexto esquinado de una desheredada provincia de posguerra. Una fuerza ligada a la juventud, al impulso vital, a la sorpresa de los días, a estar desnudo en las playas vírgenes del Cabo de Gata, a la discusión vehemente sobre jazz y literatura con los amigos, a las tardes de ternura con las novias. Por eso nunca dejó de ser joven, ni de ser fotógrafo: hizo de eso su manera de vivir.

Esa fuerza de la luz penetraba por la vista a través de un color vivo, iluminado con vigor por el sol de mediodía, que impedía hacer dramáticas las situaciones más crudas. Siempre ligero. No había ironía ni trastienda, “las cosas, como son”. Sus objetos, explícitos, agitados por una vanguardia fuera de las corrientes de moda, nos empujaban a interpretar, a dar explicaciones sobre todo aquello que en su entorno pasaba a ser parte de su iconografía: perros de porcelana, azulejos multicolores, la gente común ataviada para la fiesta, toallas estampadas, grafitis y carteles, pósteres, anuncios de peluquerías… Su obra es la sorpresa ante lo visible, la luz. “Mi alimento: la mirada”, decía. Y así era. La conversación pausada en las tardes del cortijo se nutría de posar la vista entre la buganvilla y el horizonte de naranjos. No había actividad más lúdica que el ver. Y cuando la voluntad consentía, sacaba su fotómetro y medía una vez la luz incidente, otra vez la luz reflejada y, a partir de ese momento, lentamente, encuadraba casi siempre en contrapicado, con el cielo azul presente. Y, como quien no quiere la cosa, variaba los diafragmas, obligado por las pocas nubes, por las breves sombras del paisaje. “Una buena foto al año, que muchas no es posible”. Muchos años coleccionando. Todo un archivo para recorrer.

¡Tantas veces bromeó con su último momento! Siempre improvisando metáforas para relacionarlo con el fenómeno de la luz. “Mientras mi sombra se proyecte contra el suelo, querrá decir que estoy vivo”. No le gustaban los ocasos ni los crepúsculos trascendentes, ni la melancolía de los fundidos a negro, ni el declinar de la luz. Su final tendría que ser como fue: un corte decidido, como el límite vivo, a sangre, de una imagen contra el margen del papel.

Carlos, como el Mediterráneo de Serrat, te vas pensando en volver. Para quienes hayan aprendido a vivir la realidad visible contigo, cada parpadeo al sol será una imagen tuya. La gran lección de la vida que nos das es no rehuir la muerte, llegar hasta el final con los ojos bien abiertos, no importa si llevamos una cámara al cuello o no. Solo por el placer de mirar.

Laura Terré es historiadora de la fotografía.


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