Carlos Velázquez (nacido en 1978 en Torreón, de la comarca de La Laguna, en el norte de México, epicentro de la violencia que retrata en sus libros) cuenta en El karma de vivir al norte (Sexto Piso, 2013) la vez que vio una ejecución a quemarropa. Fue el 7 de octubre de 2010. Nunca se le va de la cabeza: ese día había ido a Torreón, a hablar de su literatura, uno de sus ídolos, el colombiano Fernando Vallejo.
Ese espanto que la guerra de la droga intensificó en esa zona (y en otras) de México es como un martillo que golpea su cabeza. En un tiempo el sonido de las armas largas y de las armas cortas marcó sus viajes, aunque estos se produjeran lejos de aquellas masacres y solo hubiera silencio. Aquel 7 de octubre escuchó el traqueteo y él y sus amigos se fueron entre la sangre, brincando por encima del cadáver. “Brincar muertos”, escribe, “no era ninguna novedad”.
A los cinco años su padre lo abandonó. Durante esas escenas que huelen a pólvora y a sangre él no dejaba de pensar en su hija que entonces también tenía cinco años: cómo iba ella a sobrevivir esa guerra entre el ejército de Calderón, entonces presidente de su país, y los narcos que se acribillaban entre ellos con una saña diabólica. En la paz de Madrid, ante un té verde, a este joven que desde los 14 años conoció el alcohol, la droga y los sucesivos peligros que sustancian su literatura, se le ensombreció el rostro evocando a su hija. ¿Qué peligros acechan ahora a una niña de doce años?
Fue un momento intenso, como un silencio en el que parecía transparentarse el horror que su cerebro almacena. Antes de esta guerra las armas estaban en otra parte, en Siria, en Oriente Medio… “Y ahora tenemos armas largas, automáticas y semiautomáticas, metralletas que producen un pavor terrible. Estás dormido y te recorre una especie de electricidad cuando escuchas todos estos estallidos”.
Es imposible recuperarse de ese terror. “Ahora que Sinaloa estuvo tomada durante unas horas por este poder fáctico de los cárteles, con motivo de la captura del hijo del Chapo Guzmán, me volvieron aquellos flases: el sonido y la sensación de terror me acompaña”.
Vino al Festival Eñe a hablar de su experiencia de contar el sueño terrible que habita esta memoria. “Ahora aquí escucho el ruido de una patrulla o de un cohete y ya no me sobresalto, pero hace tres o cuatro años me ponía alerta. Volvía a sentir la misma sensación de indefensión y pensaba que iba a ocurrir otro suceso violento”.
A su comarca “llegó el brazo de la ley para tratar de combatir la violencia y lo que pasó fue que se incrementó el crimen”. Hubo un tiempo, en la niñez, cuando vivía con abuela María, en que no hacía falta cerrar las puertas. “Luego tuvimos miedo a salir, seis años de miedo; piensas que eso nunca va a cambiar, que así vas a vivir siempre”.
Y no ha acabado: está en la vida y está en la cabeza. Drogas nuevas, cárteles nuevos. “En una tierra sin ley todo es posible”. El miedo, el olor de la droga, de la pólvora. En los libros de Carlos Velázquez el miedo es el rastro mudo de un cadáver en el suelo.
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