Imagino a Carmen Laforet con una maleta en la mano, su figura menuda dispuesta a la aventura, frágil pero determinada, con la misma expectación siempre que cuando a punto de cumplir los 18 años tomó el barco en Las Palmas, ciudad de la que siempre conservó la cadencia y el acento, y se fue a Barcelona con el propósito no tanto de estudiar Filosofía y Letras, que no concluyó, como de cumplir el sueño de ser una mujer libre. Es posible que esa primera novela, Nada, que sacudió el raquítico y diezmado mundo de las letras españolas, naciera del impacto que produjo en aquella muchacha una ciudad devastada por la guerra como era Barcelona. No habiendo vivido en su isla el terror físico a los bombardeos ni la devastación que produjeron, la joven que desembarcó nada menos que en septiembre de 1939 en la Península abrió sus ojos a un paisaje de ruinas y al influjo inmediato que el triunfo de Franco, con el férreo apoyo de la religión católica, tuvo sobre las vidas cotidianas de la gente, incluida aquella familia suya de la calle de Aribau.
Un misterio llamado Carmen Laforet
Mañana, lunes 6 de septiembre, se cumple el centenario de su nacimiento y habría que esforzarse por mirar a Laforet con otros ojos. El primer acto conmemorativo tendrá lugar en el Instituto Cervantes, donde sus hijos, Agustín y Cristina Cerezales, harán entrega de unos objetos de su legado, algunas cartas y libros dedicados, que atestiguan la importancia que la escritora concedió a la amistad. Fue tan primordial en su vida el cultivo del amor fraterno hacia sus amigas y la devoción por algunos escritores, como Galdós y Fortún, que cuando Laforet describe a su madre, fallecida a los 33 años, parece uno de esos retratos delegados, un autorretrato inconsciente: “Mi madre al casarse tenía 18 años; 20 al nacer yo —fui el primer hijo del matrimonio—, y 33 el día en que murió en Canarias. Yo la recuerdo como una mujer menuda, de enorme energía espiritual, de agudísima inteligencia y un sentido castellano, inflexible, del deber. Era una mujer de una elegancia espiritual enorme. Recuerdo también su bondad. Tenía el don de la amistad”.
Es comprensible que en torno a su figura se concentre siempre un aura de misterio. Su actitud reacia hacia la prensa, que mostró un inusitado interés por esta inesperada impulsora de una nueva literatura, generó una presión insoportable sobre su creatividad. Hay personas que se activan cuando provocan una atención desmedida y otras, como Laforet, se aturden e incluso se paralizan. La historia es, sin duda, asombrosa: una joven desconocida ganó limpiamente el primer Premio Nadal, que arrebató al turbio César González-Ruano, que lo daba por hecho, dejándolo para siempre traumatizado. La pregunta que despertaba Nada, y que a día de hoy sigue sin responderse, es de dónde sale esa voz narrativa tan dueña de sí misma, original, poderosa, con momentos de cierta negligencia, que denotan un estilo juvenil, y otros muchos brutales en su observación descarnada de la realidad. Hay frases en Laforet que son versos, pura poesía, que se pueden leer una vez y otra y su belleza aumenta.
Pero ese misterio que late en su vida no puede apartarnos del verdadero objetivo del centenario de una escritora: que se lea. Y leer a Laforet no significa solamente leer Nada, que por otra parte sigue siendo una novela prescrita en la educación secundaria y presente en los departamentos de español de todo el mundo, sino dar visibilidad a otras novelas, como La insolación o La isla y los demonios, que se encuentran, con toda justicia, entre las favoritas de los rendidos admiradores de la novelista. También La mujer nueva, que con un fascinante arranque ve malogrado su desarrollo por una deriva moralista producto de sus años de obsesión religiosa.
Con razón tuvo tanta conexión con la autora Elena Fortún, a la que admiraba desde niña y con la que entabló una profunda amistad: las dos son mujeres discordantes con la época que les tocó en suerte y buscaron respuestas en ciertos refugios espirituales, que a la larga no añadían más que insatisfacción a lo que ya eran vidas heridas por la estrechez de su país. Aunque Laforet siempre fue ajena al posicionamiento político, su propio comportamiento revela una necesidad imperiosa de disfrutar de una libertad íntima que se expresara más allá del núcleo familiar, más allá de sus obligaciones domésticas y maternales.
A menudo me pregunto cómo hubiera sido Carmen Laforet de ser una joven de esta España. La actriz Asunción Balaguer, que tanto la trató en sus años romanos, la definía como “una mujer libre, bohemia”. Bohemia y vagabunda, escasamente preocupada por lo material, una de esas mezclas raras de un carácter donde confluyen la perspicacia y el candor.
La pregunta que despertaba ‘Nada’, y que a días de hoy sigue sin responderse, es de dónde sale esa voz narrativa tan dueña de sí misma, original, poderosa
No fue Laforet una frecuentadora de ambientes literarios, era una mujer tan ajena a la pedantería que no sabía muy bien cómo comportarse en ambientes sociales, pero cultivó una gran relación epistolar con Ramón J. Sender y con Elena Fortún. De Laforet escribió una semblanza maravillosa Juan Eduardo Zúñiga, que la conoció brevemente en el Madrid de los cuarenta y luego siguió los pasos de la escritora desde la distancia. Habla Zúñiga del indecible secreto de la autora: “No era su reserva o su discreción: era igual a una invisible capa mágica con que protegía quién sabe qué, acaso su elaboración creadora, los rastros de experiencias, la honda herida incurable que, según escribió Elías Canetti, es condición imprescindible de todo gran y auténtico escritor”.
Celebrar a Laforet será leerla y seguir sus pasos en los propios términos que ella dejó por escrito, también las versiones que se han ido tejiendo sobre una personalidad gatuna, que necesitaba con ansia de sus escapadas para sentirse plenamente ella. Sentía la felicidad preparando su pequeña maleta y echando a andar. Sin saber idiomas disfrutó deambulando por Roma y París, Nueva York y Los Ángeles; se atormentó ante el papel en blanco, que llenaba para luego romper. Fue perdiendo no el don de la poesía que estuvo hasta el último día en sus gestos, sino que además padeció de una creciente grafofobia que finalmente también se convirtió en una imposibilidad para hablar.
Esta mujer de rasgos angulosos que le conferían una gravedad excesiva cuando estaba seria y se dulcifican e iluminaban poderosamente con la sonrisa, fue siempre la “chica rara”, como la definió Carmen Martín Gaite. A veces sus contemporáneos apreciaban en ella cierto descuido en el peinado o en la indumentaria. Es curioso, nosotros vemos a una atractiva mujer de melena corta y pelo rebelde, con una elegancia singular que emanaba de su interior y no del vestido elegido. Esa imagen es la que nos hace pensar que nació fuera de la época que le hubiera correspondido a temperamento tan poco domesticable, tan tozudamente libre.
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