Carmen Posadas recibe por videoconferencia instalada en una habitación de su casa, próxima al Congreso de los Diputados, en la que los libros y el equilibrio de los objetos son los protagonistas. El mismo tono del entorno es el que transmite esta mujer reposada, de origen uruguayo, educación inglesa y viajera impenitente que ahora solo se asoma a los medios cuando lo requiere la promoción de sus libros, pero que hubo un tiempo, en la década de los años ochenta, en el que los fotógrafos se apostaban en la puerta de su casa para captar el más insustancial de sus movimientos.
Su historia refleja la de una época de España en la que los banqueros se mezclaban con la llamada beautiful people, señoras ansiosas de portadas de revistas y políticos fascinados por ellas. Carmen Posadas se casó en 1988 con Mariano Rubio, entonces gobernador del Banco de España, pero ni en sus peores sueños imaginó que eso significara ser carne de paparazis. “Mariano no era una estrella del rock. Entonces yo había ganado ya un premio de Literatura, habían traducido mi obra a cuatro o cinco idiomas [ahora lo está a más de 25] y todo quedó eclipsado por mi matrimonio. Pero siempre tuve muy claro que si tenía talento y perseveraba, tarde o temprano me lo iban a reconocer”.
Su unión –la segunda porque se casó por primera vez a los 19 años con Rafael Ruiz de Cueto, un joven financiero que es el padre de sus dos hijas, Sofía y Jimena– valió la pena en cualquier caso porque la califica de “muy feliz”, pero la persecución de los fotógrafos le hizo sentir tan mal que le produjo un insomnio que aún dura. La decisión de salir del ojo público, cuando su esposo falleció de cáncer en 1999 tras años duros y acusaciones que acabaron con su destitución y con una estancia corta en la cárcel, fue la más fácil y consciente que ha tomado en su vida.
Ahora una nueva novela, La leyenda de la Peregrina (Espasa), vuelve a hacer que hable de literatura y que acepte, como parte que es de su vida, hacerlo también de aquella época de luces y sombras que la marcó para siempre pero no parece haber dejado heridas abiertas. Probablemente si los objetos hablaran y especialmente las joyas, como ella misma señala recordando el porqué de la génesis de su libro, a lo mejor habría momentos de la historia que podrían cambiar según el relato que ellos transmitieran. Por eso eligió una perla real, la Peregrina, como hilo conductor de su libro: para recorrer y fabular con su particular historia que comenzó en el siglo XVI, cuando un esclavo la liberó de su ostra y ganó por ello su libertad, hasta que llegó a Hollywood en el siglo XX cuando el actor Richard Burton se la regaló como prueba de amor a Elizabeth Taylor. Entremedias reyes, asesinos, aventureros, pintores e incluso espías. 500 años de historia concentrados en un objeto que de tan deseado, tuvo una perla casi gemela, bautizada Pelegrina, que Felipe II regaló a María Tudor por su boda y que ella llevó hasta su muerte como amuleto de fecundidad.
El patito feo que Carmen Posadas creyó ser de niña, sus inseguridades de adolescente y sus fantasmas de juventud encontraron en la literatura el mejor de los exorcistas. Huyendo de ser esa madre gallina clueca que detesta y esa esposa muerta en vida dedicada al bridge y a las tartas, halló en la escritura su válvula de escape. Aunque el tiempo ha hecho que sus libros hayan sido objeto de críticas en The New York Times, The Washington Post o Le Monde, y que entre sus galardones figure haber ganado el Planeta en 1998, su premio gordo fue otro. “Yo cada vez que escribía algo se lo enviaba a mi padre que vivía en Uruguay y no recibía de él ni una palabra. Cuando publique Cinco moscas azules (Alfaguara) volví a hacerlo y pensé: ‘Es la última que le mando’. Estaba en esta misma habitación, era la época de los faxes y de repente empezó a salir uno muy, muy largo. Era la crítica de mi padre poniendo por las nubes la novela. Nada en la vida ha significado tanto para mí como ese fax”, recuerda ahora la escritora.
De él recibió su gusto por la lectura, una educación inglesa que le ha hecho no saber concebir la literatura sin sentido del humor y esa pasión por los viajes que le viene de su vida nómada de hija de diplomático, cambios que ella siempre se tomó como “una oportunidad para reprogramarse en un nuevo lugar”.
Uruguaya de nacimiento y española por doble nacionalidad y decisión propia, afirma que “este es un gran país, al que le debo todo” pero aclara que siempre dice que es “sudaca porque procedo de un país minúsculo y es una forma de hacerle un pequeño homenaje”. De su época como parte de la jet set lo que más le gustó fue conocer a personajes como Margaret Thatcher, Isabel II, Fidel Castro, Bill Clinton o Henry Kissinger, de quien dice que era “brillante, muy inteligente y también muy ligón”.
De su marido, Mariano Rubio, solo tiene buenos recuerdos en la intimidad del hogar y algunas cicatrices de su vida pública. “Estoy convencida que murió a causa de la terrible etapa que pasó [se refiere a cuando le implicaron en el caso Ibercorp]. Está comprobado que cuando se tiene un trauma grande en la vida puede aparecer un cáncer. Yo siempre tuve muy claro que el tiempo lo iba a poner en su sitio. Fue terrible porque eras culpable hasta que pudieras demostrar lo contrario, cuando lo que debe ocurrir en un país democrático es precisamente que quien te acusa es quien debe demostrar tu culpabilidad”, afirma ahora reivindicando la figura de uno de los artífices de la modernización del sistema bancario español. “La paradoja”, continúa, “es que a Mariano le metieron en la cárcel por no declarar a Hacienda cuatro millones de pesetas, 24.000 euros de ahora. Eso comparado con lo que hemos visto de Mario Conde, Rato, Bárcenas…”.
A algunos de ellos se los ha encontrado más tarde, incluso varios de los que señalaron a su marido entonces acabaron ellos mismos en la cárcel, pero Carmen Posadas lleva años centrada en su gente, sus libros y su propio taller online de escritura. “Cuando me los he encontrado, han tenido la amabilidad de mirar para otro lado”, dice con la educación no exenta de sarcasmo de quien durante 10 años aprendió del humor y temple británico.
Se lleva regular con las redes sociales: “Lo encuentro una esclavitud pero la vida va por ahí y haré un esfuerzo”. No le gusta envejecer, “pero tampoco hacerme trampas con la edad”. Nunca ha sido de fiestas ni cócteles, aunque ha vivido rodeada de ellos. Y ahora a los 67 años se aplica la misma filosofía que esgrimió en un artículo que tituló La prórroga: “Después de años en los que la frase que más repetía era ‘tengo que’, he entrado en la prórroga y puedo pensar en mí y hacer todo lo que no podía cuando estaba pendiente de los demás”. Quedan años de literatura para una escritora que afirma que “no se piensa retirar nunca”.
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