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Carrera contra reloj para juzgar a los cómplices del Holocausto

Imagen de la entrada al campo de concentración nazi de Sachsenhausen, al norte de Berlín, en 2020.TOBIAS SCHWARZ / AFP

El tiempo ha sido el mejor aliado de los cómplices del Holocausto. Pasados 76 años del final de la Segunda Guerra Mundial, miles de participantes en las atrocidades o colaboradores necesarios de quienes las ejecutaban han fallecido sin tener que responder ante la justicia. Pero algunos de ellos aún están vivos, y las autoridades alemanas siguen intentando que se sienten en el banquillo y asuman su culpa. No se trata solo de perseguir a quienes ordenaron las ejecuciones masivas, apretaron el gatillo o escoltaron a culetazos de fusil a quienes murieron en las cámaras de gas. Una oficina con sede en la ciudad alemana de Luisburgo lleva una década rastreando archivos y tomando declaración a testigos para poder enjuiciar a los cómplices: guardias sin rango, personal de administración, secretarias. Personas que sabían, y aceptaron, que trabajaban en campos de concentración donde a diario morían personas, unas veces asesinadas a sangre fría y otras por enfermedades e inanición.

Es una carrera contra el reloj, reconocen todos los entrevistados para este reportaje. Esta semana la Fiscalía de Neuruppin ha presentado formalmente su acusación contra un hombre de 100 años, antiguo guardia del campo de concentración de Sachsenhausen, 35 kilómetros al norte de Berlín. Le considera cómplice del asesinato de 3.518 personas entre 1942 y 1945, los años en que trabajó allí. También hace unos días otra Fiscalía, la de Itzehoe, presentó su escrito de acusación contra Irmgard F., una mujer de 95 años que fue secretaria del comandante del campo de concentración Stutthof, cerca de Gdansk, en la Polonia ocupada por los nazis. Su caso es insólito, por tratarse de una mujer —muy pocas han sido juzgadas— y porque era menor. Peter Müller-Rakow, fiscal jefe de Itzehoe, explica que el caso lleva abierto cinco años y ha requerido “investigaciones extremadamente complejas”, como tomar declaración a testigos en Estados Unidos y en Israel.

Ambas investigaciones han contado con la ayuda de historiadores, confirma Cyrill Klement, fiscal jefe de Neuruppin, para determinar con exactitud, con la ayuda de documentación, en qué fecha trabajaron los acusados en los campos y a qué información tenían acceso. Una evaluación médica ha concluido que el hombre de 100 años está en condiciones físicas y mentales de aguantar un proceso judicial, aunque si llega ese momento las sesiones en sala serán más cortas de lo habitual. En el caso de Irmgard F. será un tribunal de menores el que decida si se abre juicio contra ella. Está acusada, explica Müller-Rakow, de “ayudar a los responsables del campo en la matanza sistemática de prisioneros judíos, partisanos polacos y prisioneros de guerra rusos soviéticos en su función de taquígrafa y secretaria del comandante entre junio de 1943 y abril de 1945”.

La historiadora Astrid Ley, adjunta a la dirección del Memorial y Museo de Sachsenhausen, no recuerda ningún otro caso de mujeres procesadas como cómplices de asesinato en las últimas décadas —tras la guerra sí fueron juzgadas por crímenes de guerra decenas de guardianas de campos femeninos como Ravensbrück— y lo atribuye al hecho de que había poco personal femenino. De las tareas administrativas, por ejemplo, solían encargarse hombres, militares de las SS, igual que de la vigilancia. Ley explica que, del mismo modo que los hombres se prestaban voluntarios a trabajar en los campos para evitar ser enviados al frente, las mujeres preferían estos trabajos a las fábricas. Estaban mejor pagados, no había escasez y ofrecían una vida en el campo, lejos de los bombardeos de ciudades como Berlín o Hamburgo. “Antes de ir no sabían lo que iban a encontrar”, admite Ley, “pero cuando lo veían muchas se quedaban, y no es cierto que estuvieran forzadas, que fueran a acabar ellas internadas si se rebelaban, como alegaron en los juicios; conocemos numerosos ejemplos de jóvenes que se marcharon y no fueron represaliadas”.

La Oficina Central para el Esclarecimiento de los Crímenes del Nacionalsocialismo de Luisburgo ha investigado más de 7.000 casos desde su creación, en 1958. Pero no había puesto el foco en los cómplices hasta hace relativamente poco. “Un error”, asegura el abogado Cornelius Nestler, que ha representado a víctimas del Holocausto en varios procesos. Durante décadas, explica, la oficina no investigó a los colaboradores, a quienes formaron parte de la maquinaria del horror nazi. Hasta 2011 no se había condenado a nadie por complicidad. Pero entonces llegó a juicio el caso de John Demjanjuk, de 91 años, antiguo guardia en el campo nazi de Sobibor, en la Polonia ocupada. Era un simple vigilante voluntario, sin rango. Fue extraditado desde Estados Unidos, donde se había exiliado, y condenado a cinco años de cárcel como cómplice de 28.000 asesinatos, los ocurridos mientras trabajó allí. No se probó su relación directa con ningún crimen concreto, pero no hizo falta: bastó probar que conocía el horror diario del campo.

La sentencia lo cambió todo. Fue como una prórroga para seguir buscando a los culpables, a todos. La oficina de Luisburgo tiene una docena de investigaciones abiertas que enviará a las Fiscalías del lugar de residencia de los acusados cuando estén concluidas. “Los guardias de las SS se aseguraban de que los prisioneros no escaparan. Por tanto, si tenían conocimiento de que se producían asesinatos en masa organizados, cometieron un delito de complicidad”, explica Nestler sobre el caso del hombre de 100 años. El mismo argumento valdría para la secretaria de Stutthof: “Si ayudó al comandante a organizar los asesinatos, fue cómplice”. El asesinato no prescribe y ya era punible, como la complicidad, cuando ocurrieron los hechos, añade.

Nestler ve complicado que la mujer llegue a ser condenada a una pena de prisión. Primero, porque se trata de un juzgado de menores, y segundo, porque “a menos que los acusados estén en una forma extraordinaria para su edad, es complicado que lleguen siquiera a ser juzgados”. El abogado Christoph Rückel, que participó el año pasado en el juicio de un hombre de 93 años, Bruno Dey, no lo descarta. Un juzgado de menores condenó a Dey, que fue guardia en Stutthof con 17 y 18 años, a cinco años como cómplice del asesinato de más de 5.000 personas. Se calcula que en aquel campo, el primero que establecieron los nazis fuera de Alemania, en 1939, murieron alrededor de 65.000 personas, casi la mitad judíos. “Usted sigue considerándose un observador, pero fue un apoyo de ese infierno creado por los hombres”, le dijo la juez. Rückel, que representó a las víctimas, asegura que estos esfuerzos, aunque tardíos, son importantes para los supervivientes y sus familias. “Agradecen enormemente que se siga investigando lo sucedido durante el periodo nazi”. También la sociedad en su conjunto: “Demuestran que Alemania no se rinde a la hora de aclarar su pasado”.


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