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Cenizas con sentido

La ópera nació como un género trascendente, plagado de héroes mitológicos, dioses y personajes alegóricos. El destino de los primeros estaba siempre en manos de los segundos, pero las óperas cómicas, inicialmente en forma de modestos intermedios, subvirtieron este esquema, algo que agradeció mucho la Ilustración, más amiga de dejar en manos de los deseos, voluntades, capacidades e interacciones de los seres humanos su propio futuro, mejor en este mundo que con personajes llegados de otros que nadie es capaz de ver. Gioachino Rossini cultivó ambos géneros, el serio y el cómico, con igual fortuna y un derroche de talento juvenil. Los dos son objeto de análisis en el primer libro de ensayos, inédito en nuestro país, que un jovencísimo Alessandro Baricco, flamante treintañero entonces, publicó en una pequeña editorial de Génova en 1988. El título, Il genio in fuga, deja clara desde el principio la admiración incondicional que siente por su compatriota y su construcción gramatical recuerda inevitablemente al subtítulo de La Cenerentola: La bontà in trionfo. El genio huye y la bondad triunfa. El título elegido para el primero —y más pertinente ahora— de los dos ensayos que contiene el libro, Morir de risa. Ensayo sobre el carácter trascendental del teatro cómico rossiniano, apunta a que, además de hacernos reír, el humor de Rossini también debería invitarnos a pensar.

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Afirma Baricco que la música de Rossini dejó ya de componerse a imagen de los seres humanos que la cantan. Son ellos más bien los que se transforman “en un puro hecho musical”. En sus óperas cómicas, y de manera muy especial en sus finales de acto, “los personajes no son ya quienes dominan las situaciones, sino que se hallan más bien poseídos por ellas”. Abandonan su subjetividad lógica o racional y, como comprobamos cuando se embarcan en esas andanadas de canto sillabato, en las que las palabras salen despedidas como ráfagas de ametralladora, casi imposibles de articular para el emisor y de asimilar para el receptor, cantan “como máquinas o como dementes”. La ópera se convierte, por tanto, en una “locura organizada y completa”, en expresión esta vez de Stendhal, otro rossiniano incondicional de primera hora, referida a L’italiana in Algeri. Los personajes del compositor de Pésaro alcanzan la dicha tras disolverse en la locura, correteando arriba y abajo con sus coloraturas imposibles (y antaño patrimonio exclusivo de la ópera seria) por la escalera de la felicidad. Al final de su ensayo, Baricco afirma convencido que “Cenerentola es la última heroína que se vuelve loca de alegría. Tras ella, todas las demás, cuando eso les sea permitido, perderán la razón abatidas por el dolor”.

Renato Girolami (Don Magnifico, caracterizado como Gioachino Rossini), Carol García (Tisbe), Karine Deshayes (Cenerentola) y Rocío Pérez (Clorinda) en el primer acto de la ópera.Javier del Real

No deja de ser sintomático de las intenciones de Stefan Herheim, el director de escena del montaje de La Cenerentola que inaugura la nueva temporada del Teatro Real, que el propio Gioachino Rossini aparezca no como un deus ex machina (el recurso que posibilita in extremis el desenlace de muchas óperas serias), sino como un deus ex nubilo, felizmente instalado sobre una nube, alas en la espalda y pluma en mano, que le sirve tanto para componer como para dirigir, durante la interpretación de la sinfonía inicial. Del truco por arte de birlibirloque final pasamos a la chanza e inversión o confusión de géneros inicial, reforzada aún más cuando, poco después, descubrimos que ese Rossini presentado como factótum, como urdidor sobre la marcha de todo cuanto oímos y vemos sobre el escenario, se encarna en Don Magnifico, el fatuo y pomposo padre de la protagonista: otra vuelta de tuerca para revolver aún más las arenas movedizas entre comicidad y seriedad, verdad y artificio. Ya desde la sinfonía instrumental, este Rossini se multiplica en forma de 16 réplicas perfectas en todos los hombres del coro (y los tramoyistas), esta vez estrictamente masculino, un gesto que recuerda inevitablemente al reciente montaje del propio Herheim de La dama de picas de Chaikovski, en el que también se acumulan en escena hombres vestidos igual, y con idénticos barba y semblante, que el compositor ruso. Asimismo, el carro con los productos y útiles de limpieza que empieza a moverse solo, lanzando pompas de jabón y convertido finalmente en un carroza tirada por caballos antes del final del Acto I, trae a la memoria el tren en miniatura del famoso montaje de Los maestros cantores del director noruego.

La escenografía, una de las más eficaces e inteligentes vistas en los últimos años en el Teatro Real, firmada al alimón por Daniel Unger y el propio Herheim, también guarda relación con la multiplicación. La ópera arranca en una pequeña chimenea, depositaria natural de las cenizas que dan el sobrenombre de Cenerentola (Cenicienta, Cendrillon, Cinderella, Aschenputtel) a la protagonista, Angelina en el libreto de Jacopo Ferretti. Por allí emergen inicialmente todos los personajes. Pero, como las muñecas rusas, aunque esta vez de dentro afuera, de menor a mayor, acaba por sextuplicarse en los últimos compases de la obertura, conformando un escenario paralelo cuyos elementos se transformarán para devenir en la decrépita casa de Don Magnifico, cantos de libros, escondites o, al final del primer acto, palcos de un teatro, ocupados por Rossinis reales o —los más pequeños— siluetas de cartón. Los vídeos proyectados al fondo (un cielo lleno de rosas, un corazón rojo atravesado por una pluma, fuegos artificiales al final del Quinteto “Signor, una parola”, rayos y lluvia durante la tormenta o siete Rossinis a modo de sombras chinescas tocando diversos instrumentos que producen una nube de corcheas y semicorcheas durante el aria de Don Magnifico del segundo acto, “Sai qualunque delle figlie”), magníficamente realizados y sincronizados, completan la ilusión óptica de que, junto con los laterales, conforman un todo unitario.

Don Magnifico, en su aria del Acto II, junto a sus dos hijas y con figuras proyectadas de Rossini tocando diversos instrumentos.Javier del Real

La puesta en escena funciona como una coreografía de movimientos casi constantes, vinculados directamente a la música o el texto. Las abigarradas coloraturas de Angelina en “Sprezzo quei don che versa fortuna capricciosa”, cuando aparece al final del primer acto, o en “Nacqui all’affano, e al pianto” en el segundo, escritas minuciosamente por Rossini en la partitura y desplegadas con lo que Baricco califica de una “imprudencia irracional”, provocan cómicas convulsiones en los demás personajes y en todos los Rossinis, observadores siempre atentos de cuanto sucede en escena. A Don Magnifico se le encasquilla la espalda durante la Cavatina de Dandini (en la extensa ornamentación descendente sobre la palabra “sembiante”) y se le endereza progresivamente al tiempo que suena una secuencia de escalas en semicorcheas (“un boccone squisito per me”). Las referencias al cielo en el aria de Alidoro del primer acto (“Là del ciel nell’arcano profundo”, que Rossini incorporó en 1820 para sustituir a la que se cantó en el estreno, compuesta por Luca Agolini, al igual que la ahora aria suprimida de Clorinda en el segundo acto), o al “regazo de Júpiter” en el aria de Don Magnifico del segundo (“Sì, ritrovarla io giuro”), sirven para a llevar a Rossini de vuelta a su nube, en este último caso con un rayo en su mano y un águila a sus pies. El texto manda al final del Quinteto del primer acto, cuando los cinco cantan “Nel volto estatico di questo e quello si legge il vortice de lor cervello”. Entonces la sala se ilumina y se produce un efecto de doble espejo que transporta a todo el público al escenario: “este y aquel” no son solo los cinco cantantes, sino que la estupefacción que provoca la muerte de Cenerentola inventada por su propio padre es, también, la que prende en todos y cada uno de nosotros, que quedamos literalmente absorbidos por la ópera. La sala se sube al escenario y este se expande hasta invadir todas las butacas.

El público se sube simbólicamente al escenario durante el Quinteto del Acto I de ‘La Cenerentola’.Javier del Real

Musicalmente, Riccardo Frizza, desde el foso, demuestra ser un experto rossiniano, aunque no siempre la orquesta suena como ese mecanismo suave, ligero, aireado, sobrado de caballos para afrontar adelantamientos y subidas, con émbolos y engranajes perfectamente engrasados, que demanda la escritura del italiano. Es comprensible que limite los riesgos al mínimo, porque una puesta en escena en la que hay tantas acciones milimetradas exige que el foso sea una red de seguridad, no una cama elástica. Pero cuando apenas existe esa dependencia de la escena (la sinfonía introductoria, la tormenta, con Alidoro agitando la gran plancha metálica para simular los truenos y Rossini en su nube componiendo a un ritmo febril), tampoco hubo chispazos de fantasía o arranques de brío y espontaneidad. Herheim hace subir al escenario al director musical al comienzo del segundo acto, interrumpir el beso de Angelina y Ramiro en el primero e incluso suplantar a Alidoro en la respuesta a una pregunta que le hace el príncipe: “¿Qué debo hacer?”. Y Frizza, ya de vuelta en el foso, replica: “Lo que el corazón te aconseje”. Gran conocedor del estilo como sin duda lo es, buen músico y concertador como demuestra ser, y buen artífice de un sonido inequívocamente rossiniano, es una pena que haya tantos altibajos y que no todas las escenas despidan la frescura de los momentos más logrados, que fueron varios pasajes del final del primer acto, el aria de Ramiro y el dúo de Dandini y Don Magnifico en el segundo.

El cantante que mejor encarna los valores de la producción es el barítono francés Florian Sempey, que nos regala una extraordinaria composición de Dandini, el criado que se hace pasar por su amo, llena de humor inteligente y con segundas. Vocal y escénicamente, es el gran motor de la representación, cuyo interés crece varios enteros con su presencia. En el extremo casi opuesto, la Cenerentola de su compatriota Karine Deshayes es apocada, tímida, falta de volumen vocal y con muy limitados recursos actorales. Inaudible en los concertantes, sus coloraturas parecen a veces cantadas hacia dentro, en vez de proyectadas hacia fuera, y no transmite dominio ni poderío en ningún momento, sino más bien muchas limitaciones. Renato Girolami, que estrenó la producción en Oslo en 2017, se las sabe todas y, aunque actúa mejor que canta, saca adelante su doble papel con momentos de gran brillantez y la mejor dicción del reparto. Dmitri Korchak posee unas dotes y una voz que le permitirían ser la estrella de cualquier función, pero deja que asomen en fogonazos contados y se mueve por el escenario con una cierta apatía un tanto burocrática, sin implicarse más que lo justo, a excepción de su gran aria. Un ejemplo de todo lo contrario son Carol García y Rocío Pérez, magníficas y sometidas a un trajín escénico constante en sus apariciones, frecuentes caídas al suelo incluidas, lo que tiene especial mérito en el caso de la segunda, que está embarazada. La primera ya brilló fugazmente en su pequeño papel en Viva la Mamma! y aquí lo hace aún más, mientras que Pérez confirma que es una soprano segura, dúctil y con gran personalidad. Aunque les toca ser las malas y tontas de la ópera, no incurren en el histrionismo fácil y aciertan con el nivel justo de caricatura. De tantas veces como ha aparecido en los últimos años, Roberto Tagliavini es casi el bajo residente del Teatro Real, donde siempre deja muestras de musicalidad y entrega sin fisuras, en cualesquiera repertorios. Por sus características, brilla más en los papeles trágicos, pero aquí sabe llenar a su plural Alidoro de empaque y credibilidad, sobre todo en la ya citada y exigentísima aria del primer acto.

El público del estreno aplaudió con mucha mesura, nada que ver con el preestreno del pasado lunes, al que asistieron más de un millar de jóvenes, que mostraron sonoramente su entusiasmo y aprovecharon para hacerse selfies y grabarse vídeos durante el intermedio en todos los rincones del teatro (en el estreno, las cámaras de los móviles iban todas dirigidas al palco real, donde estaba la Reina Sofía). Ellos son los futuros espectadores y hace muy bien el Real en animarles a familiarizarse con el género, especialmente con óperas de digestión fácil, comicidad inteligente y duración razonable. Como es habitual en la Plaza de Oriente, habrá un segundo reparto que se reviste de atractivos adicionales, fundamentalmente ver cómo Aigul Ajmetshina —un valor al alza— encarna al personaje protagonista, además de que permitirá escuchar a otros jóvenes cantantes españoles (Borja Quiza y Natalia Labourdette). Hay mucho que admirar y que disfrutar en esta producción, “un cuento de Charles Perrault leído por Lewis Carroll”, en la gráfica definición de Joan Matabosch en el programa de mano. Para quien guarde aún recuerdo, lo visto ahora se sitúa en el extremo opuesto de la comicidad banal y simplona de la versión semiescenificada que llevó Cecilia Bartoli al Auditorio Nacional en 2018.

A la izquierda, Karine Deshayes (Cenerentola) vestida de novia, en el feliz desenlace de la ópera al final del Acto II.Javier del Real

Despojada de los elementos sobrenaturales del cuento original, La Cenerentola, como tantas óperas cómicas, se mueve a caballo entre el artificio y la verdad. En la propuesta de Stefan Herheim hay mucho de ambas, aunque el golpe de efecto final (Angelina pierde súbitamente su traje blanco de novia y una mopa caída del mismo cielo del que se había descolgado Rossini al comienzo la devuelve a su condición inicial, con su bata azul de limpiadora anónima y solitaria) nos deja, de alguna manera, en tierra de nadie. Por eso, más importante que el desenlace, es cómo se ha llegado hasta él y cuáles han sido a lo largo del proceso las actitudes de unos y otros personajes. Las cenizas, como concepto, tienen una fuerte carga simbólica, acrecentada estos días por la tragedia de La Palma. Angelina debe a ellas su sobrenombre y Herheim ha decidido, sin mostrarlas casi expresamente, imprimirles un sentido, revestirlas de ese “carácter trascendental” que identificaba Alessandro Baricco en las óperas cómicas de Rossini. De ahí la referencia al soneto de Quevedo que encabeza estas líneas. Como todas las ocurrencias felices, la idea motriz del noruego permite que al final se invierta el curso precedente, con lo cual la escenografía se repliega sobre sí misma, las chimeneas telescópicas realizan el camino inverso y, como la Alicia de Lewis Carroll, quedan reducidas a la diminuta, casi de juguete, en la que nació todo. Al mismo tiempo, el omnipotente Rossini, concluido su doble trabajo, y tras ver —bíblicamente— que sus frutos son buenos en gran manera, hace mutis y regresa a su nube. A descansar.


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