Todos los grupos, musicales o no, son el resultado de compromisos, pactos subrepticios, debilidades no confesadas. Los Rolling Stones adquirieron su forma ideal cuando tres hedonistas criaturas del próspero cinturón verde de Londres reclutaron a dos hijos de la clase trabajadora londinense. Ni Bill Wyman ni Charlie Watts, fallecido ayer martes a los 80 años, se dejaron engañar: habían sido fichados para aportar equipo y seriedad. Mick Jagger, Brian Jones y Keith Richards necesitaban la toma a tierra que encarnaban el bajista y el batería: mayores en edad, Wyman y Watts ya habían organizado su vida con trabajos y parejas. Bill estaba casado (aunque el matrimonio no superaría las tentaciones de la vida pop) y Charlie se casaría en 1964, en una ceremonia semiclandestina, sin informar a sus compañeros: corrían tiempos en que se creía que la mera existencia de la mujer de un músico suponía un obstáculo insalvable para las fans.
Cuando llegaron las grandes cantidades de dinero, Watts y Wyman serían los primeros en echar raíces y comprarse casas en el campo. La de Watts contaba con pedigrí: fue originalmente el pabellón de caza del arzobispo de Canterbury. Durante los primeros años de los Stones, Charlie se esforzó en el proyecto común: se dejaba el pelo más largo de lo que le apetecía, aportaba sus conocimientos de diseño gráfico y respondía a cuestionarios donde confesaba su bebida favorita (el té) y su pintor preferido (Picasso).
No participaba de su entusiasmo por las drogas; no se apuntó a los viajes a Stonehenge o Joshua Tree a la espera de ovnis o revelaciones trascendentales. Tampoco se implicó en las luchas internas
Pronto marcaría distancias respecto a la deriva de sus compañeros. No participaba de su entusiasmo por las drogas; no se apuntó a los viajes a Stonehenge o Joshua Tree a la espera de ovnis o revelaciones trascendentales. Tampoco se implicó en las luchas internas por el poder que desembocarían en episodios tan poco ejemplares como la defenestración de Brian Jones. Watts aceptaba resignado vestir las coloridas ropas de boutiques de moda pero terminaría recurriendo a los ternos bien cortados, las gabardinas Burberry, las camisas hechas a medida.
Era un perro verde en una banda desaforada. Tanto que los publicistas de los Stones tuvieron que adornar sus amables excentricidades: que compraba preciosos coches que no quería conducir, que acumulaba memorabilia de la Guerra Civil estadounidense, que coleccionaba libros del siglo XVIII, que dibujaba la habitación de cada hotel en el que pernoctaba. Años después, Charlie relativizaría esas pasiones: nunca entró en el planeta de las subastas, prefería comprar en chamarilerías y anticuarios. Y prescindía de argumentos históricos: cada objeto que adquiría debía ser estéticamente agradable.
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También llevaba mal esa fama de infiltrado del jazz en un conjunto de rock. Nada de eso: tocaba exactamente lo que requería el contexto, igual que cuando era un jovencito que actuaba en bodas. Se veía como un profesional y le dolía recordar aquellas raras ocasiones cuando le fallaba el pulso y su entonces productor, el gran Jimmy Miller, le reemplazaba en la batería. En los setenta, se enfrentó concienzudamente a los retos de construir los quebrados ritmos reggae o las imperiosas bases de disco music. Le ayudaba su fino oído: a la hora de grabar el definitorio (I can’t get no) Satisfaction, recordó la cadencia seca, profunda, tribal del Pretty Woman, de Roy Orbison; zas, problema resuelto.
No, cuando Charlie quería interpretar bebop o boogie woogie, montaba grupos con veteranos o aceptaba invitaciones como la de la Danish Radio Big Band en 2010; su nombre bastaba para vender propuestas fuera de época. Lo hacía por placer personal y por sentido de la camaradería: entre las pocas cosas que le alteraban estaba el hecho de que muchos músicos de jazz tendían a morir en la pobreza. Así que se emocionó cuando el colosal Sonny Rollins tocó en las sesiones del álbum Tattoo You… y se alegró secretamente de que el saxofonista rechazara salir de gira con el grupo: no quería que el jazzman pasara por las humillaciones casuales, cuando el núcleo duro de los Stones aceptaba una invitación exclusiva y se olvidaba de avisar al baterista, no digamos ya a los músicos contratados.
A Charlie le compensaba que generalmente se llevara la mayor ovación durante los conciertos de los Stones: el personal celebraba su fidelidad taciturna, su solidez instrumental, su tozuda independencia. Se agradecía que estuviera allí, cuando se había ganado la jubilación con creces. Se le admiraba por haber plantado cara a Mick Jagger, durante una noche alcohólica en Ámsterdam, cuando este le convocó con malos modos. No obstante, corregía la versión más difundida: empujó al cantante, no le soltó un puñetazo en los morros (¡no se juega con las cosas de comer!). Tampoco se le oía protestar cuando, con demasiada frecuencia, un Keith Richards caótico descuadraba a toda la banda. Sabía que la chispa del guitarrista era esencial para los Stones, igual que la capacidad organizativa de Jagger.
Uno iba a ver a los Rolling Stones para, salvando las distancias, compararse con los cabecillas. Y uno podía comprobar que, efectivamente, Jagger y Richards lucían imperiales pero no, no eran inmunes a la lija de los años. Entonces, aumentaba la admiración por Charlie. Por su energía concentrada, su estoicismo, su discreción. Pasaron años antes de que confesara que, al principio de los ochenta, cayó brevemente en el abismo de las drogas duras. Se decidió a dejarlo cuando se observó en el espejo y comprobó que, con la ingesta de alcohol, estaba engordando. Y eso, amigo, era contrario a las exigencias físicas de su papel en los Stones.
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