Hubo un tiempo en el que Roman Abramóvich ejerció de director deportivo del Chelsea de facto. Su operación más personal, aquella que le acarreó más disputas con los asesores que componían la secretaría técnica, fue el fichaje de Fernando Torres en 2011. Los empleados del club le recuerdan inquieto por las oficinas persiguiendo a todos aquellos que le advertían de que gastarse 60 millones de euros en Torres era una pésima idea. Armado de un ordenador portátil, iba en busca de los detractores para mostrarles los vídeos del último gol del entonces delantero del Liverpool. Cierto día, uno de los técnicos más críticos con Torres se quedó pasmado cuando el ruso —por entonces el hombre con más liquidez del planeta— le miró sin pestañear y serio como un rabino le hizo una confesión: “Yo empecé mis negocios comprando una fábrica de juguetes; si con eso me he hecho rico, ¿cómo no voy a saber si un futbolista es bueno?”.
Abramóvich nunca se aburrió de ser el dueño del Chelsea pero se hartó pronto de los devaneos de la dirección deportiva y de las estrecheces de la vida cotidiana en la sede de Stamford Bridge. No tardó en nombrar a una delegada con poderes plenipotenciarios: Marina Granovskaia, su primera socia en el emprendimiento de fabricación y venta de muñecas de plástico en el Moscú de la Perestroika.
Los directores deportivos de media Europa la conocían como Danko, por analogía con el personaje de la película homónima, el policía ruso que interpretó Shwarzenegger. Más que inflexible, los empleados la evocan como alguien con un carácter intempestivo cuyo criterio siempre resultaba tan concluyente como indescifrable. Un día se mostraba lisonjera con un peñista, y al siguiente actuaba como si no reconociera a sus interlocutores más venerables.
“El organigrama era ella”, dice un agente que trabaja para el Chelsea, que como todas las fuentes internas prefieren el anonimato, y que indica que la mano derecha de Abramovich fue la encargada de tomar las decisiones y ejecutar las obras estratégicas en la última década. Desde el fichaje de Thomas Tuchel a la construcción de la ciudad deportiva de Cobham.
Alrededor de Granovskaia se acomodaba un enjambre de dirigentes, ejecutivos, comisionistas y empleados —Guy Lawrence, Ray Wilkins o Michael Emenalo entre otros— que fingían grandes labores pero que en realidad se dedicaban a la vida muelle, prestando consejo de vez en cuando, y cobrando grandes salarios sin la mitad de la presión que sufren los funcionarios de clubes como el Manchester United o el Liverpool. Con una masa social moderada para la Premier, no más de 35.000 abonados, el Chelsea es el tercer club de Londres por aportación de internacionales a Inglaterra (52). Lo preceden Tottenham (78) y Arsenal (64). Sin presión mediática ni entorno acuciante, ni una gran historia que sobrellevar, era un destino cómodo. El dinero del petróleo siberiano fluía inagotable y las crisis, si se producían, se superaban rápidamente gracias al clima de tranquilidad que se respiraba en torno al mandato de Granovskaia, soberana suprema del rincón más somnoliento de un distrito ajardinado y burgués que ha tenido entre sus vecinos a Virginia Woolf, Margaret Thatcher, Bob Marley o Tomás Moro.
Diecinueve años, cinco Premiers y dos Champions después de la llegada de Abramóvich, coincidiendo con el despliegue de tropas rusas en la frontera oriental de Ucrania, a comienzos de febrero los empleados más próximos al dueño comenzaron a observar alteraciones extrañas en el ecosistema provinciano de The Bridge.
Los que tenían amigos en el Ministerio de Defensa recibieron las llamadas más alarmantes. Les advertían de la conveniencia de que se alejaran del club y no utilizaran sus teléfonos para ponerse en contacto con nadie, mucho menos con las personas de confianza de Abramóvich. El miedo se extendió pronto entre todos aquellos que habían mantenido un trato con el ruso, convertido para el Estado en sospechoso de crear una red de espionaje al servicio del Kremlin. Cuando el 24 de febrero Vladimir Putin ordenó la invasión, Marina Granovskaia y sus paisanos desaparecieron de Stamford Bridge sin dejar rastro. Desde entonces, las oficinas están intervenidas por funcionarios del Gobierno británico cuya misión reconocida consiste en congelar los activos de Abramóvich. Algunos de estos agentes responden directamente a comisiones de Boris Johnson, como cuando desde Downing Street ordenaron levantar la prohibición de vender entradas a los aficionados o como cuando se amplió el presupuesto de viajes del primer equipo, porque las 20.000 libras previstas no alcanzaban para contratar un vuelo chárter, según Financial Times.
3.000 millones de libras
El 12 de marzo la Premier, presionada por el Gobierno, empujó a Abramóvich a poner el club en venta. El empresario dispuso que el banco comercial estadounidense Raine se hiciera cargo de la organización de la subasta. Según los expertos, el valor de mercado del Chelsea no supera los 1.500 millones de euros. Pero la subasta es inflacionaria. Encabezadas por Todd Boehly, Josh Harris y Tom Ricketts al frente de tres grupos de inversores milmillonarios estadounidenses, las pujas rozan los 3.000 millones de libras.
Ahora el Gobierno afronta una contradicción que no puede resolver fácilmente. Su intervención del club es fronteriza de la expropiación en un regimen legal cuya prioridad sigue siendo el estímulo del libre mercado para atraer capital extranjero. Fuentes próximas al Chelsea indican que la Administración camina en el alambre. Por un lado, pretende demostrar que castiga a los oligarcas rusos privándoles de su patrimonio. Por otro, promete seguridad jurídica —Abramóvich debe cobrar, al menos, un justiprecio— y rigor moral en el control de la subasta, no sea que los nuevos dueños proyecten peor imagen que la del ruso, muy querido hasta ahora por la hinchada.
Respecto a la sucesión, el asunto más difundido por los diarios de Inglaterra ha sido el rechazo de la puja de Ricketts por parte de las organizaciones de aficionados. Les imputan unos supuestos comentarios xenófobos del patriarca Joe, causa de incompatibilidad, al parecer, con la propiedad de un club tan integrador. The Guardian, The Times y The Daily Telegraph, anunciaron que este sábado en Stanford Bridge se produciría una manifestación contra el racismo de los Ricketts, y esto preocupaba al Gobierno. El hecho es que los manifestantes fueron un grupo minoritario —por no decir insignificante— entre la multitud de 40.000 hinchas que abarrotaron el estadio para ver al Chelsea perder 1-4 contra el Brentford. Dentro del campo no colgaron ni una pancarta alusiva a la subasta. Tampoco se percibió repudio alguno a Abramóvich, autor indiscutible de una inversión a fondo perdido de más de 1.000 millones de euros en futbolistas cuando a nadie le importaba que de vez en cuando visitara el Kremlin. La gente acudió al partido, bebió sus pintas, cantó a coro sin mencionar conflicto alguno y se retiró temprano a casa. Sobre las siete de la tarde Ifield Road era un desierto. Solo se advertían viandantes paseando al perro entre las tumbas del cementerio de Brompton.
Ni Hyundai, ni la empresa de telecomunicaciones Three, dos de los patrocinadores, retiraron sus logos, como anunciaron. Los jugadores tampoco dejaron de cobrar sus salarios, como se rumoreó. Faltaría más. “Ahora el club está protegido por el Estado”, observa un empresario próximo al equipo. No solo es propiedad bajo custodia del Reino Unido. El Chelsea es, más que nunca, un vehículo propagandístico en sí mismo.
Ansiedad de Tuchel y riesgo de desbandada de jugadores
Si el Chelsea sucumbió aparatosamente (1-4) ante el modesto Brentford, este sábado, no fue porque los jugadores teman no cobrar sus salarios, tras la intervención gubernamental del club en pos de la congelación del patrimonio de Abramóvich. Los jugadores no han dejado de cobrar ni un céntimo y tienen la garantía del Gobierno británico de que sus contratos serán respetados. Si el Chelsea se hundió no fue porque exista una huelga encubierta sino porque la plantilla da muestras desde hace meses de haber perdido la confianza en Thomas Tuchel. El conflicto comenzó cuando nada más ganar la Champions el técnico solicitó al club el fichaje de Lukaku, sin temor a exhibir su desprecio por atacantes como Werner, Havertz o Ziyech, a los que calificó de inmaduros. Desde entonces, las brechas no han dejado de agrandarse sin que esto prive al entrenador de su vocación experimental en alineaciones como la de Loftus-Cheek, un mediapunta, al que dio la manija del mediocampo en detrimento de Jorginho.
La crisis institucional del Chelsea no ha inhibido a los futbolistas. Al contrario. Les ha impulsado a exhibirse, persuadidos como están la mayoría de que el nuevo dueño del club hará su propia plantilla y mandará al entrenador que venga —Tuchel sabe que lo más probable es que le despidan— a dar prioridad a los jugadores que estén por venir. Según un empresario que trabaja con el Chelsea, los agentes de Jorginho, Werner y Havertz han advertido a sus clientes de que el cambio de propiedad amenaza su cotización. Los futbolistas fichados por Abramóvich creen que de seguir la próxima temporada se arriesgarán a ir al banquillo. Con el lastre que eso supone ante las renovaciones contractuales futuras, muchos jugadores buscan destino para ir traspasados y así conservar intacto el prestigio profesional.
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