Las unidades de cuidados intensivos (UCI) en España vuelven a temblar. La historia se repite. Como en primavera, cuando asistieron atónitas a una avalancha de enfermos de un virus desconocido que no sabían ni cómo tratar. El personal de las UCI se ha vuelto a poner en guardia —si es que algún día dejó de estarlo— para afrontar la segunda ola de la pandemia. Quizás más seguros de sí mismos; también más cansados.
Con una curva de contagios disparada y casi 2.500 camas de UCI ocupadas con pacientes covid, EL PAÍS entra en dos unidades de críticos en puntos distintos de la epidemia. En la UCI del hospital Sant Pau de Barcelona todavía conviven pacientes covid y no covid; la unidad da abasto, pero asiste impotente al goteo constante que amenaza con volver a saturar el servicio. En Madrid, la UCI del hospital de Torrejón cristaliza lo que Sant Pau augura para dentro de tres semanas: camas repletas de pacientes con coronavirus, servicios saturados y otras unidades invadidas por la UCI para atender una demanda imparable. Dos momentos de la misma amenaza: el colapso de las UCI. Otra vez.
Un ligero pitido del monitor de constantes vitales se cuela fuera de un box de la UCI del hospital Sant Pau. Desde la mesa de control de la unidad, en el centro de un cuadrilátero armado por estancias traslúcidas de puertas correderas, una enfermera levanta la vista. Falsa alarma. Todo en orden. La paciente sigue estable, dormida, batallando en silencio contra la covid-19 y ajena al vaivén que dibujan sus líneas de la vida en una pantalla.
La UCI está más tranquila que en primavera. Al menos, aparentemente. El trajín es el propio de una unidad de críticos, pero la situación sigue bajo control. Hay tiempo para discutir con calma un caso, comentar el estado de un paciente, incluso hablar o reír. En la UCI del Sant Pau hay 30 camas, pero ya han abierto cuatro más, por si acaso. El goteo de entradas por la covid-19 es incesante y ya hay una veintena de ingresados en el servicio. “Ha sido una primavera de infierno. En verano ha habido tres semanas de calma y desde mediados de julio la cosa se ha empezado a complicar. Ahora no es el infierno, pero estamos en el purgatorio”, resume el doctor Jordi Mancebo, jefe de la UCI del Sant Pau. La Generalitat confirmó este viernes que, según sus datos —que difieren de los del Ministerio de Sanidad porque los recogen del sistema informático, no de los hospitales directamente—, por primera vez desde la segunda ola, hay más pacientes covid que no covid ingresados en sus UCI: 447, el 52%.
El Ministerio de Sanidad reportó este viernes que el 26,59% de las camas de UCI en España están ocupadas por pacientes con covid-19. Pero este porcentaje podría ser mayor porque Sanidad mide los ingresos sobre las camas habilitadas por los hospitales en ese momento. Y la situación epidemiológica en España —485 casos por 100.000 habitantes— ha obligado ya a ampliar las camas de críticos más allá de las UCI.
38,44%. Ese es el porcentaje que marca Sanidad para la ocupación de las UCI de Madrid. Pero no es real. Calculada sobre la “elasticidad” de los hospitales, esa cifra no refleja la saturación a la que ya han llegado estas unidades de los hospitales madrileños. Ahí cuentan no solo las zonas de críticos, sino las de reanimación, las de recuperación tras la anestesia, los quirófanos habilitados para atender pacientes graves. La realidad es que hay 484 pacientes ocupando estas camas, el 96,8% de todas las que tiene la comunidad, el 75,5% si se suma la capacidad de los privados.
A Elena González, intensivista del hospital de Torrejón, un “¿cómo estáis?” le hace arrancar un llanto silencioso pero ininterrumpido que se alarga durante todo el relato. Solo hay una cosa que le da algo de tranquilidad: “Que por el momento podamos seguir atendiendo pacientes no covid”. Aunque no sabe durante cuánto tiempo. Tienen 26 enfermos con covid-19 en planta y 11 graves en un servicio de 16 camas que, en esta segunda ola, ya ha visto 61 enfermos. Hace un mes que activaron el plan de elasticidad y dos semanas atrás tuvieron que pedir el traslado de un paciente crítico a otro centro: no cabía.
En la UCI de Torrejón un dispositivo en la pared marca el nivel de ruido mientras los pitidos de las decenas de aparatos que hay conectados a los pacientes se alternan en una especie de soniquete arrítmico que va y viene según se abren las correderas de cristal de los boxes. Dentro, un paciente despierto con ventilación no invasiva; otro pronado, bocabajo, al que solo se le distinguen las plantas de los pies; uno más parpadea confuso e inmóvil; otro totalmente dormido, ajeno al mundo. Este viernes, en esta unidad solo había pacientes de coronavirus. Los críticos de otras patologías habían pasado a ocupar la unidad de recuperación postanestésica.
De puertas adentro del box, poco o nada ha cambiado respecto a la primavera: pacientes con covid-19 muy graves descansan sobre la cama en silencio, dormidos e intubados mientras un ventilador respira por ellos. Misma edad, mismo cuadro clínico, mismo tiempo ingresados. Sí hay una diferencia en la mortalidad. Mucho menor, dicen los sanitarios. “En primavera estábamos trabajando en situaciones de guerra y ahora podemos ofrecer una calidad asistencial netamente mejor: hay muchos pacientes, pero todavía tenemos tiempo para ocuparnos de ellos con profesionales entrenados y esto hace que los resultados, al final, sean mejores”, señala Mancebo.
“Pero siguen llegando a veces muy malos. Nadie sabe lo que es ver aparecer a la gente sin poder respirar, boqueando”, describe la intensivista de Torrejón. Para. Se quita las lágrimas casi a puñados. Cabecea porque está enfadada. Respira y sigue: “Luego salgo a la calle y siento que lo que hacemos no vale para nada. Veo que cada uno hace lo que le da la gana y pienso ‘¿estáis tontos o qué?’ Aquí sigue llegando gente joven, de veintitantos años, ahogándose, y por ahí hay quien está sin mascarilla, 20 en una casa, de fiesta… Luego yo, aquí, veo morir a una persona y a otra y a otra”. La impotencia es compartida en todas las UCI. “Cuando ves que alguien no cumple las normas en la calle, te da un poco de rabia. Yo llevo desde marzo sin ir a comer con mis padres o con mis suegros porque nos tendríamos que quitar la mascarilla. Es un riesgo”, explica Mar Vega, supervisora de enfermería de la UCI del Sant Pau.
El miedo de los sanitarios al contagio es el mismo, pero la experiencia es un grado. Y eso se nota en las UCI de otoño. Los equipos de protección individual ya no son todos trajes de buzo cerrados a cal y canto. En el Sant Pau son batas verdes impermeables que combinan con gorros de flores y colores, doble guante e imponentes gafas de plástico. “El miedo más grande en la primera ola era contagiarte tú o los tuyos. Que vengan más pacientes y no tener personal suficiente para atenderlos a todos porque nosotros, por desgracia, también enfermamos”, apunta Vega.
Luis ingresó en la UCI del Sant Pau el martes, fatigado y con sensación de ahogo. Todas las enfermedades crónicas que arrastra lo llevaron directamente a la UCI, por precaución. “El cambio ha sido radical. Ya estoy mucho mejor”, dice 18 horas después, mientras agarra con fuerza su zumo de melocotón. Al otro lado de la sala, una señora, aún intubada, abre los ojos en cuanto escucha la voz de la fisioterapeuta. En la UCI pierden mucha movilidad y fuerza. Hay que ejercitar los músculos. Ella sola levanta la mano, luego el brazo. La fisioterapeuta sonríe detrás de la mascarilla: está mejorando. En el box de al lado hay una cama libre. “Había una señora, la trasladaron a semicríticos. No sabes cómo lloraba cuando se fue. ¡Qué alegría!”, relata una enfermera. No saben cuánto tardará en ocuparse, pero auguran que poco.
La amenaza de colapso se cierne cada día sobre las UCI. Ariana González, enfermera de esas unidades, lleva 12 años trabajando en ellas, ahora lo hace en Torrejón. Nunca imaginó que pudiese llegar a vivir algo así. Ni la primera vez ni en esta segunda ola, porque le cuesta entender, como al resto de sanitarios, cómo se ha vuelto a este punto en el que han de hacer malabares cada día para dar la atención “que necesitan y que merecen los pacientes”. Sabían que el virus volvería, pero no en verano. “Llegó otra vez, de repente. Y llevamos así desde agosto. Apenas pudimos respirar un poco un mes o mes y medio. Estamos muy cansados”, dice esta especialista. Coincide la enfermera del Sant Pau: “Desde julio ha habido pacientes. Se abrieron las puertas, bienvenidas vacaciones, pero el virus no se ha ido. Lo más difícil es pensar que vas a volver a vivir lo mismo. Físicamente hemos descansado algo, pero emocionalmente no”.
El hartazgo de los sanitarios gana peso en la segunda ola. “Solo pedimos seguir teniendo camas para poder acogerlos a todos, a los covid y a los no covid, no podemos volver a dejar fuera a nadie. Tenemos que convivir con este virus. Que la gente lo entienda, que deje de comprar papeletas para acabar aquí”, reclama la intensivista de Torrejón.
A 600 kilómetros, el temor es el mismo. “El 80% de nuestras camas están ocupadas. La intención de todos los hospitales es mantener cohabitación entre pacientes covid y las patologías habituales. La convivencia de estas dos realidades hace que el sistema esté extremadamente tensionado”, avisa Mancebo.
Esta vez no hay problema de camas o respiradores, pero todos temen por la falta de personal. “El riesgo que tenemos es que el personal, duramente castigado en el infierno de la primera ola, enferme y no pueda aguantar lo que llegue en los próximos meses”, agrega el intensivista. El cansancio emocional de los sanitarios pesa demasiado: “Somos personas, no superhéroes”, zanja Vega.
Información sobre el coronavirus
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