Chile inicia un salto hacia un futuro completamente desconocido. La Asamblea que elegirán los ciudadanos tendrá como misión redactar una nueva Constitución sin condiciones previas (salvo el mantenimiento de la República) y para la que no caben pronósticos: el descrédito de los viejos partidos y la fragmentación política permiten cualquier resultado. La sociedad chilena acomete el gran cambio crispada aún por las fuertes revueltas de 2019 y fatigada tras más de un año de pandemia. Los mercados financieros, embelesados durante décadas con el modelo ultraliberal heredado del pinochetismo, miran con temor hacia Chile.
En noviembre de 2019, cuando las calles hervían de rabia y en torno al Palacio de la Moneda no había más que devastación urbana, el presidente conservador Sebastián Piñera declaró a EL PAÍS que Chile sufría “el malestar del éxito”. Hasta cierto punto, tenía razón. Pero el éxito macroeconómico (elevado crecimiento, cuentas públicas saneadas y enorme energía exportadora) se había conseguido bajo las condiciones ultraliberales impuestas por el dictador Augusto Pinochet. La repetida cantinela del “éxito chileno” acabó por agudizar la percepción de que las desigualdades eran excesivas y que la presunta meritocracia no había alterado el dominio de una pequeña casta rica y poderosa.
Más información
Aquel estallido llevó a esto, a la actual situación de “hoja en blanco”. El confinamiento por la pandemia sofocó la revuelta, que los muy impopulares Carabineros habían reprimido día tras día con extraordinaria violencia, pero el descontento permaneció. Y cuando Piñera, inicialmente contrario a cambiar de Constitución, convocó un plebiscito sobre el proceso constituyente, el 80% de los votantes dijo “sí”. Pese a la trascendencia de la convocatoria, el pasado 25 de octubre votó solamente la mitad del censo. El contexto de pandemia no fue la causa de la alta abstención, similar o incluso inferior a la de anteriores convocatorias. La causa fundamental de esa endémica participación escasa es el descrédito de las instituciones, desde el Congreso a la presidencia pasando por la Corte Suprema y las fuerzas policiales.
La primera gran incógnita en el proceso que se abre este fin de semana radica en la participación. Será probablemente baja para un envite de tanta importancia. La votación, además, resulta compleja. Los aplazamientos por la pandemia han concentrado en esta votación de jornada doble, sábado y domingo, la elección de los 155 miembros de la Asamblea Constituyente, la de 345 alcaldes y 2.240 concejales y la de 16 gobernadores (hasta ahora designados por el poder central).
La Asamblea Constituyente, a la que concurren 1.178 candidatos en listas de partido o como independientes, será por primera vez casi paritaria (dado que se trata de 155 miembros, hombres o mujeres tendrán mayoría de uno) y, también por primera vez, incluirá formalmente una representación de los pueblos originarios, como mapuches o aymaras: contarán con 17 congresistas.
La ausencia de condiciones previas (salvo el mantenimiento de la República, el respeto a las sentencias judiciales y a los tratados internacionales y la exigencia de que cada artículo constitucional se apruebe por una mayoría de dos tercios) abre un inmenso abanico de posibilidades. Los pueblos originarios, por ejemplo, piden que Chile se defina como Estado plurinacional. Lo que más inquieta a la oligarquía económica y a los mercados financieros, entusiastas del modelo ultraliberal consagrado en la Constitución pinochetista de 1990, es sin embargo la probable desintegración de un modelo en el que casi todo, desde el sistema de pensiones hasta la sanidad o la educación, se cedió a la empresa privada.
Presionado por el daño económico de la pandemia y por un Congreso en el que estaba en minoría, el presidente Sebastián Piñera tuvo que autorizar por tres veces, muy a su pesar, la retirada de dinero de los fondos de pensiones. Eso alivió a la población, pero redujo de forma sustancial la cuantía de las futuras jubilaciones. Desde el Frente Amplio (socialdemócrata) y desde otros sectores se propugna que el Estado recupere el deber de garantizar, con recursos públicos, los derechos a la pensión, la sanidad y la educación.
Al margen de la gran incógnita sobre qué tipo de Chile se constituirá durante los próximos nueve meses (ampliables a otros tres si el texto no está ultimado), se abre la incógnita del exceso de expectativas. Una nueva Constitución, sea del tipo que sea, no va a resolver automáticamente los problemas de fondo de la sociedad: la insatisfacción general reflejada en la revuelta de 2019, la falta de integración de los pueblos originarios, la desconfianza hacia los cuerpos policiales o el enorme poder de las familias oligárquicas.
Chile está emergiendo de la pandemia, el primer país latinoamericano en hacerlo. Más de la mitad de los ciudadanos han recibido la primera dosis de la vacuna y más de un tercio están completamente vacunados. No es posible saber si la redacción constitucional se realizará en un ambiente más o menos tranquilo o si la voluntad de presionar a los constituyentes volverá a llenar la calle de protestas.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS América y reciba todas las claves informativas de la actualidad de la región.
Source link