Colecta para un altar impío al terrorífico Cthulhu

Un fotograma de 'La llamada de Chtulhu', adaptación del relato de Lovecraft.
Un fotograma de ‘La llamada de Chtulhu’, adaptación del relato de Lovecraft.

Podría empezar diciendo que escribo esto tan terrible, extraño, impío, blasfemo e innombrable bajo una considerable tensión mental que no augura nada bueno. O que el hecho más piadoso del mundo es la incapacidad de la mente humana de correlacionar todo lo que hay en él, vamos que vivimos en una plácida isla de ignorancia en medio de negros océanos infinitos (suena un pelín a Lovecraft, claro: es que es suyo). Pero en realidad mi historia tuvo un inicio más prosaico y menos adjetivado que los relatos de HPL y comenzó cuando entré en la librería Gigamesh en busca de un poco de fantasía y terror (y de cariño), y me di de bruces con un altar a Cthulhu.

Cuando mis pasos errantes me llevaron a la tienda barcelonesa, “templo del vicio y la subcultura”, acababa de terminar precisamente la lectura de un delicioso pastiche lovecraftiano (un género que me encanta), I Am Providence, de Nick Mamatas (Night Shade Books, 2016), historia de la investigación de un asesinato durante una inventada convención de fans de H. P. Lovecraft denominada Summer Tentacular (!). La novela transcurre en la ciudad natal del maestro del horror cósmico, Providence, Rhode Island (allí está enterrado HPL bajo una lápida en la que reza “Yo soy Providence”, y también, quizá, su gato, Nigger-Man, un nombre tan políticamente incorrecto como tantas cosas de Lovecraft). En la historia, Panos Panossian, autor de la celebrada y nada salingeriana The Catcher in the R’lyeh ,aparece muerto y con la cara arrancada mientras la protagonista, otra friki llamada Colleen Danzig, busca un libro encuadernado con piel humana titulado sumariamente Arkham. El ambiente de la Lovecraft-con, incluso sin crimen, es sensacional —ríete tú del festival de Sitges—, con asistentes disfrazados de criaturas lovecraftianas, camisetas impagables, merchandising cthulhuniano, charlas sobre temas como Las mujeres y los Mitos de Cthulhu, y copas.

Irredento lovecrófilo —y valga la palabra que me acabo de inventar— por culpa de Rafael Llopis, Fernando Savater y Jaime Montoliu, que me pasó en 1977, quizá como sutil gesto disuasorio para que dejara de cortejar a su hermana Lucía, un ejemplar iniciático de La tumba (en Ediciones Fantaciencia de Buenos Aires, 1976), yo también traté de socializar hace muchos años (eones diría HPL) a través de mi afición y, dado que aquí no hay convenciones lovecraftianas, adquirí en 1981 el juego de rol de Chaosium sobre el escritor titulado como su historia más célebre, La llamada de Chtulhu. Con el juego me llegaron una serie de complementos para crear ambiente como diplomas, banderines y carnets de la ficticia Universidad de Miskatonic, incluido el pase para la sección de acceso restringido de la biblioteca del centro, donde, es sabido, se encuentran libros prohibidos como el Necronomicón. Desgraciadamente, nunca encontré nadie que jugara conmigo a Lovecraft (desde luego no Lucía), así que me pasé, al menos para ligar, a Supertramp. Pero he conservado, además del carnet, plastificado, que me acredita como alumno de psicología anormal (la materia, no yo), y lleva una foto en la que estoy rematadamente raro, una querencia lovecraftiana no menos apasionada e irracional que el impulso que llevó a Randolph Carter a la ignota Kadath.

Howard Phillips Lovecraft.
Howard Phillips Lovecraft.

No me han desanimado todas las cosas feas que está de moda decir de HPL (reaccionario, supremacista, misógino, clasista y hasta filonazi, aunque se casó con una judía) y guardo un rinconcito en mi corazón para su obra. Un rinconcito en el corazón y un amplio espacio en la biblioteca, porque hay que ver lo que he llegado a acumular de HPL, desde la monumental edición anotada de Leslie S. Klinger que curva peligrosamente con su peso el estante, hasta su inefable poesía (Hongos de Yuggoth, Valdemar, 1988) con versos como los de Bestezuelas nocturnas: “No sabría decir de qué criptas salen arrastrándose, / pero cada noche veo esas criaturas viscosas / negras, cornudas y descarnadas, con alas membranosas / y colas que ostentan la barba bífida del viento”. Pasando por la indispensable Encyclopedia Cthulhiana de David Harms y el lúdico The H. P. Lovecraft Drawing Book, para dibujar sus seres pulposos, sin olvidar la biografía de Sprague de Camp en la añeja edición de Alfaguara-Nostromo de 1978.

Observo con satisfacción el actual resurgir de HPL que se manifiesta en continuas reediciones, en la nueva versión cinematográfica de El color que cayó del cielo, con Nicholas Cage; en la serie (y la novela en que está basada) Territorio Lovecraft, en la conceptualización de nuestra era como Chthuluceno (sic) por parte de Donna J. Haraway (Seguir con el problema, Consonni, 2019); en la recuperación por Anagrama del apasionado libro sobre el escritor de Michel Houellebecq, un más que inesperado fan (me gustaría ver la cara que se le hubiera puesto al mojigato de Providence de leer el tórrido pasaje de Plataforma en el que Michel y Valérie se montan un cuarteto no musical precisamente con un saxofonista negro y su mujer), en comics como la antología gráfica de Norma o en la serie de preciosos libros ilustrados de Minotauro (a destacar el impresionante En las montañas de la locura, con dibujos de Baranger, y Dagón, por Armel Gaulme).

Una imagen de la adaptación gráfica de 'El templo'.
Una imagen de la adaptación gráfica de ‘El templo’.Mihail Bila (Wikisource)

Junto a los grandes relatos clásicos —entre los que se cuentan, además de los mencionados ya, La sombra sobre Innsmouth, El que susurra en la oscuridad, La ciudad sin nombre…—, tengo una debilidad por El templo (1925), que poseo en una traducción de Javier Guerrero por amabilidad de los amigos de ¡Hjckrrh! Es la única historia que conozco que une la cosmogonía lovecraftiana con los submarinos alemanes, aparte del genial pastiche de Richard A. Lupoff El libro de Lovecraft (Valdemar, 1985), en el que el escritor aparece como personaje descubriendo las bases de U-Boots nazis en Nueva Inglaterra. En el caso de El templo (hay versión en comic en Aleta Ediciones), se trata de un sumergible de la marina del Káiser en la I Guerra Mundial (conflicto en el que se sitúa también Dagón, en el que el protagonista es capturado por un buque corsario alemán tipo el Moewe o el Wolf) que arriba a una misteriosa ciudad bajo el océano. El relato tiene la forma de larga nota póstuma escrita en 1917 y metida en una botella por el estirado, cruel y fanático capitán Karl Heinrich del U-29 (un submarino real que fue el último mando del as Otto Weddigen). El oficial relata una singladura maldita en la que los tripulantes enloquecen a causa de una extraña presencia y una estatuilla y el submarino acaba hundido junto a una ciudad sumergida colosal y su templo, un santuario primigenio en el que algo acecha más allá de su umbral.

Poster electoral polaco en el que se anima irónicamente a votar a Chtulhu: "Elija el peor mal, vote a Chtulhu".
Poster electoral polaco en el que se anima irónicamente a votar a Chtulhu: “Elija el peor mal, vote a Chtulhu”.

Pues bien, cuando llegué yo a ese otro umbral que es la entrada de Gigamesh, me encontré con una sorprendente instalación: rodeada de unos letreros lovecraftianos que invocaban el universo del autor para recordar las medidas sanitarias —”los tres mandamientos de Cthulhu”, no te mezcles con humanos, mantén tus ventosas hidratadas, usa la mascarilla para hablar con el Impronunciable—, figuraba en una especie de hornacina una estatuilla del propio Cthulhu. La talla, una imagen canónica del principal de los dioses Primigenios del panteón de HPL, llegados de las estrellas con malas pulgas, lo mostraba con cabeza similar a un pulpo, la cara como una masa de tentáculos (el Davy Jones de Piratas del caribe se inspira en él), el cuerpo corpulento cubierto de escamas, garras y unas alas membranosas a la espalda. Me pareció muy gracioso. Todo alrededor de la figurita estaba cubierto de monedas de escaso valor. Captando desde la caja mi mirada, el librero Antonio Torrubia me explicó muy serio que aquello era un pequeño santuario a Chtulhu y que el dinero eran aportaciones de los clientes (dijo “fieles”) para construirle al pulposo Primigenio un altar como se merecía. Siguiendo lo que me parecía una broma simpática, añadí veinte céntimos. Y me dediqué a pasar un rato estupendo en Gigamesh, de donde salí largo tiempo después llevando bajo el brazo las actas, publicadas por la revista Herejía y belleza (número 6, octubre 2018, 15 euros), del VI Congreso sobre Cultura Gótica Urbana de 2017 en la Complutense que conmemoró los 80 años de la muerte de Lovecraft y que incluyen cosas tan interesantes como la comparación entre los seres pisciformes del escritor y la criatura de La mujer y el monstruo, o un estudio de su relación con la que fue su esposa, Sonia Greene, que suspiraba porque la acariciara como al gato de la vecina…

El caso es que tuve una noche de mil demonios, atormentado por pesadillas espeluznantes en las que dependientes y clientes de Gigamesh, con Alejo Cuervo reencarnado en el árabe loco Abdul Alhazred a la cabeza, danzaban y cantaban horrenda, degenerada y frenéticamente en honor de Cthulhu, y este me reprochaba telepáticamente haber sido tan rácano con mi aportación a su altar en construcción. Comprendí que la cosa iba en serio, que la librería escondía un verdadero culto blasfemo al gran Primigenio y que se me conminaba a contribuir a que Chtulhu despertara de su largo sueño en su tumba pues, es sabido, “no está muerto lo que puede yacer eternamente / y con eones extraños aun morir puede la muerte”, y olé. Así que en la disyuntiva de salvar a la humanidad haciendo oídos sordos al horrendo dios y sus acólitos y seguir con las pesadillas o ser fiel a mi oscuro lado lovecraftiano y dormir tranquilo he optado por volver a Gigamesh y contribuir a la impía causa con un billete de diez euros, que dejé junto a la calderilla al pie de la estatuilla. A ver si las donaciones a la iglesia oscura desgravan. ¡Cthulhu fhtagn!, ¡Cthulhu fhtagn!

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