El frío le pone las cosas difíciles por la mañana a Ossama Rbib, 11 años. Saca un pie de la doble manta y le cuesta horrores ponerlo en el suelo. No quiere ir a clase. Más bien no quiere salir del único sitio caliente de su casa a las 8 de la mañana. Pero sus padres y su hermana Zakia, de 16 años, le medio obligan a salir de su cueva montada con ropa y cubrecamas para enfrentarse a un desayuno desangelado: nada caliente que llevarse a la boca. Son los efectos colaterales del día a día sin luz en un asentamiento ilegal donde lo cotidiano ya era que la humedad y el helor matinal se colaran por las grietas de las casas. Los niños de la Cañada Real Galiana ya habían empezado a dejar atrás la muesca del absentismo escolar, según Irene Pérez, una de las coordinadoras de la asociación El Fanal, que trabaja con familias en riesgo de exclusión allí mismo. Pero la ausencia de luz supone, lamentablemente, aflojar varias tuercas de una maquinaria que ya había empezado a rodar con mucho esfuerzo, aunque necesitara numerosos retoques.
—Voy al cole porque mis padres dicen que tengo que estudiar y porque ahí al menos puedo comer algo caliente.
La nevera no funciona en ninguna casa y la de la familia Rbib no es excepción. No pueden cocinar ni calentar nada. Tampoco se pueden asear por la mañana, con agua helada. Así que Ossama vive su pequeño infierno particular desde que sale de la cama hasta las nueve menos cuarto, cuando la ruta de su autobús, una de las 22 que pasan por el sector seis, le lleva a su colegio, el Blas de Otero, en Vallecas, donde estudia 6º de Primaria. Ahí se reúne con sus primos Rida, Amín y Ilías, todos vecinos y con los mismos problemas, según narran en la calle con desparpajo, robándose palabras unos a otros. Rida, el único de ellos que no ha repetido ningún curso y que no tiene 11 años —”pero sí 10 y medio, ¿eh?”—, quiere ser algo importante en el mundo, pero no sabe qué. Lo piensa un momento y, con su mascarilla del Real Madrid puesta, sonríe con los ojos: “Algo que nos dé luz. ¡Luzologista!”, responde mientras todos los demás se echan a reír y le empujan con sorna.
La broma del niño esconde zonas oscuras relacionadas con una económica precaria en un sector de la población que le cuesta salir de la exclusión. Allí las familias viven de mercados ambulantes, de la chatarra, el cartón, el empleo en negro o las ayudas y subsidios. Zakia, la hermana de Ossama, estudia en el instituto Santa Eugenia y se considera buena estudiante, aunque ahora le hayan puesto un palo más en la rueda. “Cuando me tocan clases semipresenciales lo paso mal. No tengo donde cargar el iPad y le he puesto una tarjeta de datos de 25 euros que se agota a la semana”, explica. Así que cuando no puede ir a clase, su vida se congela.
Ellos pertenecen al grupo de menores que va a clase, pese a todo. Pero la luz también se ha apagado en lo referente a lo educativo para algunas familias. “Yo a mis niños sin asear no los mando a clase”, explica Pastora Giménez, de 34 años, y madre de cuatro menores, de 2, 9, 12 y 16 años. Recalca que sin luz tampoco pueden hacer uso de la lavadora, así que lavan a mano cuanto pueden, aunque reconoce que la ropa sucia se le amontona. Su marido, Ramón Fernández, de 40, añade al tema de limpieza el del miedo que se ha generalizado por el sector, el que provoca un virus “que no entienden ni los científicos”.
—Mira que si no llevas los niños a clase pueden arremeter contigo con la Seguridad Social.
El aviso le llega de su vecino Jonathan, de 33 años, pastor evangelista que explica que su hijo de 14 se ha quedado sin ir a clase pero no porque él quisiera, sino porque en el momento de hacer la matrícula les pilló a todos enfermos por coronavirus y en el hospital. “Aquí pagamos justos por pecadores”, lamenta él, que asegura que, en su barrio, “la mayoría” son trabajadores de bien. “El sector seis tiene seis kilómetros y medio, ¿no?, pues solo medio kilómetro se dedica a la mala vida”.
A la hora de comer los menores que sí han hecho el esfuerzo de ir a clase empiezan a bajar de su autobús, que va parando en diferentes puntos de la calle principal. Pero es imposible cuantificar cuántos son y cuántos se han quedado en casa después de tres semanas sin luz. Ni el comisionado de la Comunidad de Madrid ni el del Ayuntamiento atinan a dar una estimación y se pasan la pelota uno al otro. Sí se sabe que el sector seis tiene al menos 2.000 menores que se encuentran en edad escolar obligatoria.
La asociación El Fanal, que ocupa un espacio en la antigua fábrica de muebles, en medio de un descampado, es la única, junto a Cáritas, que puede dar alguna pista de la realidad. Allí atienden a unos 150 menores de 6 a 18 años para hacer refuerzo escolar y a 24 bebés, entre 0 y 3 años. Viven dentro del problema. Conocen a niños que se hicieron adultos y los vieron perderse. O encontrarse. “El problema del absentismo de los más pequeños estaba casi solucionado, ahora peleamos para que no abandonen en secundaria”, explica Irene Pérez, unas de las coordinadoras, desde 2005, de la asociación. Para ella, es vital que solucionen el problema de la luz porque “sin medidas higienicosanitarias mínimas” es imposible sacar adelante al barrio.
Cuando comienza a anochecer, los menores que no están en la calle encienden las linternas del móvil —que han cargado en los coches— para hacer los deberes. Los que aguantan, se dejan los ojos. Salud, de 60 años, rodeada de nietos y sobrinos nietos, enseña la oscuridad de su chabola y se queja de su “malvivir” y levanta los brazos: “Ahora vemos que la luz es la niña bonita de la casa”.
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