“El gris también es un color”, leo en un aviso callejero que promociona una obra de teatro. Un color, sí, pero con él que solemos calificar lo que nos parece mediocre, anodino, triste. O neutro, desprovisto de carácter. Fue precisamente con pintura gris que un grupo de ciudadanos de Cali, que se autocalifica como “gente bien” —un término que en Colombia suele designar a la élite adinerada— cubrió los coloridos grafiti con los que los manifestantes del reciente paro nacional llenaron los muros del centro de la ciudad. Lo que proponía este escuadrón de limpieza, cuyos miembros llevaban camisetas que decían “#Yo soy seguridad” y “No al comunismo”, y en la que participó la ultraderechista María Fernanda Cabal, aspirante a la presidencia y militante del Centro Democrático —partido liderado por Álvaro Uribe— era, supuestamente, limpiar la huella vandálica, y restaurar simbólicamente el orden destrozado por el estallido social. Pero en realidad fue una provocación. Recordemos que en esa sola ciudad la brutal represión policial dejó más de 42 víctimas mortales; y que los colombianos pudimos ver vídeos en los que civiles —léase paramilitares— disparaban contra los marchantes y contra la minga indígena, que es por naturaleza pacífica. Este es tan sólo un ejemplo de la polarización que existe en Colombia, donde estudiantes y organizaciones civiles protestan contra la pobreza, la falta de oportunidades, la corrupción, los asesinatos de líderes sociales, y, en general, contra el mal gobierno de Iván Duque.
Hace unos pocos días la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en un detallado informe, condenó con vehemencia el vandalismo y las violaciones de derechos humanos cometidos a la sombra del paro por grupos violentos, pero también la brutalidad de la fuerza pública contra los manifestantes, las agresiones sexuales de algunos de sus miembros y su sospechosa pasividad frente a los ataques armados de civiles. Y expresó su profunda preocupación por los reportes de personas desaparecidas. El Gobierno respondió con hostilidad, negándose a las recomendaciones, y empecinándose, a través del ministro de Gobierno, en la versión oficial: no hubo excesos de la fuerza pública, y frente al caos “que los delincuentes y criminales pretendieron imponer (…) fue necesario ordenar la aplicación legal, proporcional, racional y necesaria de la fuerza…”.
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Tapar, borrar, negar la verdad, entorpecer su búsqueda o disfrazarla con eufemismos ha sido una constante en nuestra historia. Por tal razón, los asesinatos de muchos de nuestros líderes permanecen años después en total oscuridad. Un ejemplo de ese empecinamiento en negar la realidad encarna en Álvaro Uribe, quien durante sus mandatos se resistió a aceptar que en Colombia había un conflicto armado y sólo aceptaba hablar de terrorismo causado por la guerrilla. Y que, cuando empezaron a aparecer indicios sobre “falsos positivos”, un nombre dado a las ejecuciones extrajudiciales realizadas por el Ejército contra civiles indefensos, algunos de ellos jóvenes desempleados o campesinos inocentes —para mostrar resultados—, lo que se le ocurrió decir de las víctimas, estigmatizándolas, fue que “no estarían recogiendo café”.
García Márquez, el escritor que mejor ha representado la tragedia histórica de este continente, hizo de este afán por borrar nuestras verdades incómodas el centro de Cien años de soledad. Cuando después de la matanza de las bananeras Arcadio escapa del tren repleto de muertos y llega a una cocina donde una mujer le ofrece un café, hace una conjetura: que los muertos debieron ser como 3.000. “Todos los que estaban en la estación”. A lo que la mujer responde, mirándolo con lástima: “Aquí no ha habido muertos (…) desde los tiempos de tu tío, el coronel, no ha pasado nada en Macondo”. Páginas más adelante el narrador nos dice: “La versión oficial, mil veces repetida y machacada en todo el país por cuanto medio de divulgación encontró el gobierno a su alcance, terminó por imponerse: no hubo muertos, los trabajadores satisfechos habían vuelto con sus familias, y la compañía bananera suspendía actividades mientras pasaba la lluvia”. Se trata del olvido por decreto.
Países con una historia turbulenta de violencia como la nuestra están obligados a buscar la verdad, y a reconstruir la memoria del conflicto para lograr justicia, reparación y no repetición. En Colombia esta tarea titánica está en manos de los jueces, pero también de instituciones como la Comisión de la Verdad, Justicia y Paz, la JEP (Jurisdicción Especial para la Paz), la Unidad de búsqueda de desaparecidos y el Centro Nacional de Memoria histórica. Y ya hay logros. La JEP, por ejemplo, en una decisión sin precedentes, acaba de imputar a diez militares y a un civil por al menos 120 crímenes y desapariciones forzadas en la región del Catatumbo, dentro de los llamados falsos positivos, con la escalofriante aclaración de que se trató de una operación sistemática, con un mismo patrón, y, tal parece, siguiendo directrices de algunos altos mandos. Según su presidente, Eduardo Cifuentes, “se desarrolló una política de medición del éxito de las Fuerzas Militares por la vía de contar las bajas en combate. Para obtener los premios que ofrecía la política, quienes se asociaron en el Bisan (Batallón Santander) y en la Brigada 15, pervirtieron todo el proceso de actuación…)”. Lo aterrador es que esta es apenas una muestra de lo que fue una acción mucho más amplia. Los muertos en estas ejecuciones atroces son —atérrense— 6.402.
Es importante tener en cuenta que ya la JEP, en un esfuerzo de objetividad, había dictado ya un auto de determinación de hechos en relación con los exmiembros de la cúpula de las FARC, pues se trata de establecer violaciones de derechos humanos tanto del Estado como de la insurgencia, que incurrió también en crímenes atroces como secuestro, tortura y asesinato. Precisamente algunos miembros de esta misma cúpula, convocados por la Comisión de la Verdad, se enfrentaron hace unas semanas a algunas de sus víctimas, entre ellas Ingrid Betancourt, excandidata a la presidencia, que duró en cautiverio seis dolorosos años. Los testimonios, las lágrimas, las incriminaciones que allí se dieron, hacen parte de un proceso largo y difícil que aspira a la reconciliación, y a reconstruir una verdad esquiva a partir de fragmentos y versiones y de los olvidos inherentes a toda memoria. Sin embargo, según escribe Gonzalo Sánchez, quien durante diez años dirigió con gran criterio el Centro Nacional de Memoria Histórica, “la memoria y la verdad están amenazadas por lo que alguien ha llamado “narrativas tóxicas”, y la de las víctimas “va quedando como una sombra entre la memoria salvadora de los paramilitares y la memoria heroica de los militares” Infortunadamente, tampoco el Gobierno de Duque parece interesado en que la verdad aflore. La Fiscalía, la Controlaría, y la Procuraduría están hoy en manos de funcionarios amigos. Y como director del Centro de Memoria Histórica ha sido nombrado un negacionista, que no sólo ha minimizado la responsabilidad del Estado, de los paramilitares, y de los terceros en el conflicto armado, sino que afirma, increíblemente, que este no existió. Por todo lo anterior, si nos preguntáramos por cómo va la lucha por la verdad en este país siempre adolorido, podríamos responder como Lady Macbeth cuando su esposo le pregunta cómo va la noche: en lucha con el día, mitad y mitad.
Piedad Bonett es poeta y dramaturga
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