Un joven que sueña con no oír hablar nunca más de muertos cercanos. Una maestra que confía en poder volver a casa algún día. Una dramaturga que no se explica cómo ha podido soportar tanto dolor. Un profesor que dice estar feliz de aportar su granito de arena para contribuir a la victoria de Ucrania. Una mujer que aún recuerda el escalofrío que sintió cuando Vladímir Putin declaró la guerra. Ocho hombres y mujeres ucranios comparten con sus recuerdos del 24 de febrero de 2022, día del inicio de la invasión rusa, y su álbum de fotografías del antes y después de esa fecha que recordarán siempre. Son imágenes que muestran cómo la guerra ha paralizado —en el mejor de los casos— la vida de millones de ucranios.
Oleksandr Ananich (26 años) Kiev, trabaja en atención al cliente y enseña inglésPor Luis DoncelOleksandr Ananich, antes de la guerra, en Kiev.Año Nuevo de 2022, en Kiev. Ananich, con una amiga, durante el verano de 2021, en Kiev. Ananich, en su bar favorito de Kiev, con el dueño, unas semanas antes de la guerra. Viaje de Kiev a Lviv, a donde huyó antes de que empezara la guerra ante las noticias de un inminente ataque ruso. Ananich, en Lviv la noche del 23 de febrero. Es la última foto que tiene de antes de la guerra. Ananich, con un grupo de estadounidenses y canadienses a los que ayudó en tareas de interpretación con el ejército ucranio. Piso de Ananich, sin electricidad por los ataques rusos. Vista de la ventana de Ananich después de que un misil ruso impactara en un edificio de viviendas cercano. Prácticas de tiro con el ejército ucranio en un edificio abandonado en Kiev. Tienda de Kiev sin electricidad. “Es difícil ver cómo te sienta la ropa sin luz”, asegura, irónico, Ananich.
¿Qué sentí cuando empezó la guerra? Mucha rabia. Veía que el mundo que había conocido, las cosas en las que creía, habían dejado de existir. Parecía el final del mundo. Ha pasado un año y, en cierto modo, todavía es difícil creer que esto esté pasando.
Pocos días antes, veía imposible que estallara la guerra. Pero la sensación de peligro crecía. Así que unos amigos y yo decidimos el 22 de febrero marcharnos de Kiev a Lviv, donde creíamos que estaríamos más seguros. Mi amiga me dijo algo que siempre recordaré: “Alex, los rusos ya han venido. Han mandado sus tropas y no se van a ir de aquí”.
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Esa noche, salimos por los bares de Lviv. Intentamos pasarlo bien, y lo hicimos. Me fui a la cama del hostal donde me alojaba y me desperté a las ocho. Lo que pasó a partir de entonces parecía demasiado loco para ser verdad: los ataques en Kiev, Bucha, Irpin… En Lviv también había explosiones y sirenas. Pero nadie entró en pánico. Todo el mundo estaba centrado en lo que tenía que hacer. Nadie gritaba, nadie corría. Nadie decía nada. Lo podías ver en los ojos de la gente. Era todo muy raro. Estábamos cerca de la frontera y pensamos en huir del país, pero no sabíamos qué nos íbamos a encontrar en las carreteras.
¿En qué ha cambiado mi vida en este año? Intento no pensar demasiado en mí. Me acuerdo de la gente de Bucha, de Irpin, de los muertos, de los que están en el frente… todos han sufrido más que yo.
Para mí, los inconvenientes más grandes probablemente son los cortes de electricidad y los toques de queda, que han hecho la vida muy difícil para todos. Pero es insignificante en comparación con lo que han vivido otras personas. Esto es una tragedia de una escala inimaginable.
Lo que más extraño de mi vida anterior al 24 de febrero es no ver morir a la gente, no tener miedo a ser bombardeado. En general, echo de menos el sentimiento de seguridad.
Olga Dzyhunska (45 años) Residente en Jersón trasladada a Kiev por la guerra, maestraPor María R. Sahuquillo
Los invasores rusos aparecieron en Jersón al principio de la guerra. Toda la familia nos refugiamos en los sótanos casi dos meses. Solo salíamos para preparar algo de comer. Llevábamos una vida casi clandestina. Más tarde, retomamos el trabajo y las clases online. Los bombardeos eran constantes, había problemas de comunicación con internet.
La vida en Jersón se volvió cada vez más peligrosa. Para preservar la vida, la salud y nuestro estado mental decidimos dejar nuestro hogar. Ocurrió en pleno verano, el 16 de julio, el día de mi cumpleaños. Tardamos cuatro días en llegar a Zaporiyia, un trayecto que normalmente dura unas horas. De allí, nos fuimos a Kiev. Y vuelta a empezar.
La vida me ha cambiado radicalmente. Y lo ha hecho dos veces: primero está mi vida antes de la guerra, la vida en Jersón bajo ocupación rusa y la vida en Kiev. Estoy malhumorada bastante a menudo, con ganas de volver a casa. Mi hija pequeña también estudia online; la mayor, que trabajaba en un hotel, ha perdido su puesto: el hotel ya ni siquiera existe, fue bombardeado. Mi yerno decidió alistarse. Estamos muy preocupadas, esperando que vuelva, pero apoyamos que defienda nuestro país.
En noviembre supimos que Jersón había sido liberada. Probablemente fue el mejor día de nuestra estancia en Kiev. Hubo muchas lágrimas, mucha alegría. Lloramos, estábamos tristes, estábamos felices. Pero no todo sucedió como esperábamos. Estábamos seguros de que en un mes podríamos regresar, pero no fue así. La ciudad empezó a ser bombardeada, se convirtió en primera línea del frente.
Es tremendamente difícil escuchar por teléfono que ha muerto alguien que conoces, que los niños se quejan de que perdieron su casa en la noche. Los niños aguantan, los padres aguantan, los maestros aguantamos. Todos estamos unidos. No tenemos más remedio que aguantar. Nunca esperamos vivir un momento así, en el que nuestros hijos se convertirían en hijos de la guerra.
Es el primer aniversario de la guerra, y seguimos esperando y esperando. Espero que el sol primaveral nos traiga la victoria. Pronto volveré a ver al resto de mi familia, a los maestros, colegas, parientes, a la rutina, ir de vacaciones, a mi escuela, al pizarrón con tiza. Solo quiero ser la maestra que sostiene la tiza en la mano, ver la cara de mis estudiantes. Llorar con ellos, pero de felicidad.
Alla Oleshko (37 años) Odesa, dramaturgaPor Cristian Segura
El 24 de febrero me desperté con el sonido de una explosión. Fuera todavía estaba oscuro, mi hija dormía y confiaba en que solo hubiera sido un sueño. Cuando llegó una segunda explosión, di por hecho que algo serio estaba sucediendo. El día pasó con un sinfín de noticias. Todo el mundo se llamaba y se escribía mensajes. Mi familiar en Crimea [península anexionada por Rusia en 2014] me escribió para decirme que ellos no nos estaban bombardeando, que todo eran mentiras y que debía informarme a través de otras noticias. Mi cabeza y mis manos me dolían de la excitación. Jamás se me había ocurrido que una guerra pudiera empezar tan fácilmente. Estudié Filología ucrania y sé por la historia de la literatura que los rusos siempre nos consideraron su gente, pero que por alguna razón no les queríamos servir. ¿Todo se repite, como cuentan nuestros escritores?
Ha pasado un año y yo misma no entiendo cómo he podido sobrevivir hasta hoy. Los primeros meses fueron los más difíciles. No quería hacer nada y constantemente me fallaban las fuerzas. Mi hija tenía ataques de pánico y lloró durante una semana entera. La intentábamos calmar y fingíamos que las cosas no estaban tan mal. Nos mudamos durante unos meses a un pueblo de unos familiares cerca de Odesa, allí nos sentíamos más tranquilos. No oíamos las sirenas y los misiles pasaban de largo. Era un alivio saber que allí no había objetivos importantes.
Las clases de la escuela eran por internet, los amigos también por internet, y mi vida entera era ahora a distancia por internet. Y al mismo tiempo no lo era… Ahora intento trabajar. Trabajar ayuda. Hay amigos que están combatiendo, otros que fueron heridos y asesinados. Nunca hemos llorado tanto. Y me parece que nunca volveremos a llorar tanto.
Serhii Fokin (44 años) Kiev, profesor de traducción e interpretaciónPor Óscar GutiérrezSerhii Fokin, antes de la guerra, en el centro de Kiev, junto al edificio del Ayuntamiento de la capital.Fokin, en una fotografía tomada en un bosque de Kiev en el otoño de 2019.La cama en la que duerme Fokin, situada entre dos paredes para evitar los daños de fragmentos o esquirlas de misiles interceptados por los sistemas antiaéreos. Junto a la cabecera de la cama, un perro que adoptó de un refugio destruido por un misil.Fokin ha reforzado las ventanas para evitar que los cristales salgan disparados por la onda expansiva que puede provocar el impacto de una bomba cerca de su domicilio.
Este año hemos aprendido que la guerra no es una foto en blanco y negro, sino que está teñida de muchos colores. Que puedes perder la vida, la salud, la vivienda, tu trabajo o tu tiempo, lo más valioso de todo. Pero también te sientes más unido, comprendido, realizado en pequeñas y grandes cosas, muy necesario en cada momento o muy desesperado por no poder dar marcha atrás a muchos horrores, contento de escapar a la sombra de la muerte por enésima vez, feliz de poder contribuir a la victoria con tu granito de arena.
El 24 de febrero me desperté a las dos de la madrugada. Tenía covid, me sentía molesto, no podía conciliar el sueño. Sobre las 4.50 oí la primera explosión: el sonido de la guerra, que me pareció extrañamente familiar. Sentí irritación mezclada con desesperación. No me lo creía, empecé a hurgar en las páginas de noticias, pero no comentaban nada. Pasado un cuarto de hora aparecieron las primeras menciones de explosiones en Mikolaiv, Dnipró y Kiev sin explicar la razón.
Otra noticia informaba de que Putin había anunciado una operación especial en Ucrania, otra comunicaba que Rusia había declarado la guerra a Ucrania, pero pensaba que era una patraña. Y sí, me lo creí todo cuando vi a mi vecino bajar al coche con su bebé y dos mochilas de emergencia.
En los días siguientes aprendimos a distinguir entre disparos y caídas de misiles al estrellarse contra un muro, silbidos de proyectiles; diferencié un misil de una lanzadera Grad. Aprendimos la regla “de las dos paredes” (si no estás en un refugio, el lugar más seguro de la casa es entre dos paredes) y a dormir en los pasillos, a proteger los cristales de las ventanas con cinta adhesiva, como en los noticiarios de los años cuarenta del siglo XX, a compartir comida, fármacos, colas, problemas, sueños, pesadillas e insomnios, la vida y las muertes con los vecinos; a sintonizar la radio para no estar incomunicado, a calcular muy bien el tiempo que dura la batería del móvil y del portátil, a predecir los intervalos entre los ataques por el ritmo que llevaban.
Te dabas cuenta de que ya no vivías en tu casa, sino que emergías de pronto en una plaza abierta. Los bombardeos abrían tu espacio personal al mundo, lo más íntimo de tu alma: tus sueños, gustos, temores y vicios, tu fuerza y tu flaqueza. Te dabas cuenta de que lo mejor que podías hacer era unirte a los que se mantendrían fieles a sus valores.
Anelia Pilkevich (31 años) Lviv, directora regional en una tecnológica de EE UUPor Luis de VegaAnelia Pilkevich, a la izquierda, celebra en Kiev el Año Nuevo de 2022, unas semanas antes de la invasión rusa. Pilkevich, a la derecha, en la estación de buses de Lviv, en marzo de 2022, cuando acompañó y ayudó a salir del país hacia Alemania a unos familiares. Foto: Luis de Vega
Pilkevich, a la derecha, en la estación de buses de Lviv, en marzo de 2022. Foto: Luis de Vega
Pilkevich, a la derecha, ya durante la guerra, en la Navidad de 2022, en Lviv. Baterías con las que Pilkevich sobrevive en su casa pese a los cortes de luz provocados por los ataques rusos. Fotografía tomada por Pilkevich de un edificio residencial atacado por el ejército del Kremlin en Borodianka, al noroeste de Kiev.
Recuerdo el comienzo de la guerra como si fuera ayer. La noche del 23 al 24 de febrero me pilló en Kiev. Ante el deterioro de la situación, había decidido pasar un par de semanas en Lviv, en el oeste de Ucrania, una ciudad en la que ya había vivido y en la que me sentía cómoda.
Así que la noche del 23 tenía las maletas preparadas para salir a la mañana siguiente. Estaba muy nerviosa y no me podía dormir. Desde las dos de la madrugada los canales de Telegram informaban de que se estaban intensificando los disparos. Me enganché al teléfono hasta que a las cuatro de la madrugada apareció Putin dando un discurso. Me acuerdo del escalofrío que sentí cuando le escuché ordenar a las Fuerzas Armadas ucranias rendirse. Estábamos en el peor de los escenarios posibles.
Desperté a mi marido y a los cinco minutos ya estábamos bajando las maletas al coche. Al abrir el maletero escuchamos explosiones. No sabíamos qué eran, si bombas o misiles. Me quedé paralizada sin poder pensar qué hacer: si era mejor buscar un refugio o intentar salir de la ciudad. Decidimos salir. No tenía mucha idea de cómo empiezan las guerras. Entonces pensaba que los rusos tenían aviones y misiles ilimitados y que los iban a usar para arrasar el país aquella noche.
Fuimos de los primeros en salir de la ciudad. Íbamos saltando los semáforos en rojo mientras nos adelantaban coches a toda velocidad. No sabía si la autovía a Lviv seguiría operativa, o si era seguro salir del coche para echar gasolina. Desperté a mi madre por teléfono para decirle que había empezado la guerra. Le pedí a ella y mi padre que se vinieran con nosotros, pero no quisieron.
A diferencia de muchos ucranios, tengo un lugar donde volver. Pero sigo viviendo en Lviv, porque allí me siento más segura, pese a que los rusos bombardeen sus infraestructuras. Siento que estoy relativamente lejos de la línea del frente para poder respirar, aunque a veces cuesta.
Como muchos ucranios, vivo en la incertidumbre, día a día, sin hacer muchos planes, pero con fe y esperanza de que llegue un mañana mejor.
Caterina Jólod (21 años) Kremenchuk, estudiante de Filología hispánicaPor Luis DoncelCaterina Jólod, el 12 de febrero de 2022, en el cumpleaños de una compañera. Faltan pocos días para que estalle la guerra, pero ella no sospecha nada. En enero de 2022, en un viaje a Kiev con su madre.Jólod, el 31 de marzo con su perra, en su ciudad, Kremenchuk. La única foto de Jólod del 24 de febrero, el día que empezó la guerra. Una gata de la residencia de estudiantes de Odesa se acercó a su cama cuando preparaba las maletas para huir a la ciudad donde viven sus padres, Kremenchuk. Jólod, en el verano de 2022, cuando daba muchos paseos por la playa con su perra para alejar los malos pensamientos. Foto del 9 de abril de su perra en un parque de Kremenchuk. “Doy paseos por la ciudad sola porque mis amigos se han ido”, asegura. Foto de Kremenchuk del pasado 21 de octubre. La ciudad está sin luz, solo funcionan los semáforos. Kremenchuk sin alumbrado, el 13 de agosto de 2022.Cafetería de Kremenchuk en la que se refugia Jólod cuando su casa no tiene luz. Foto del pasado 9 de noviembre.
La noche del 23 de febrero la pasé en mi residencia de estudiantes, en Odesa, la ciudad donde estudio. Sobre las cuatro de la madrugada oí el sonido de un helicóptero, pero me volví a dormir. A las siete me desperté y vi un mensaje de Telegram de una compañera que me alertaba de que la guerra acababa de empezar. Me quedé en shock. Llamé a mis padres y me dijeron que me comprara corriendo un billete para volver a casa, en la ciudad de Kremenchuk.
La gente corría por toda Odesa para sacar dinero del banco. La estación de tren estaba llena. Mis padres tenían mucho miedo de que me pasara algo por el camino, que los rusos atacaran mi tren. Llegué a Kremenchuk el 25. Entonces oí por primera vez una alarma. Yo no entendía nada, pero mi hermana pequeña me llamó y me dijo que estaba en un refugio. Pasé mucho miedo.
Estoy agotada, como todos los ucranios. Pero, aunque suene extraño, ahora estoy más tranquila tras tantas alarmas y tantos ataques. Ahora entiendo que planificar es imposible. Todos mis planes han desaparecido. Me he acostumbrado a estas situaciones: primero pasó con la pandemia de covid y ahora con la guerra.
Mi vida ahora es bastante aburrida. Paso todo el día en casa. No hay emociones. Mi mejor amiga se ha ido a Polonia y aquí estoy sola, sin amigos. Hablamos casi cada día, pero no es lo mismo. Es muy difícil comunicarse solo por teléfono.
He perdido muchas ilusiones. Estoy triste a menudo. La guerra deja muchas marcas. En verano estuve en España en un viaje de estudios. Allí estaba muy tranquila y alegre. Entonces pensé en huir a España, pero he cambiado de opinión. Por ahora no quiero abandonar Ucrania. No sé cómo evolucionará la situación, pero por ahora quiero estar aquí.
Christian Borys Canadiense-ucranio, fundador de la iniciativa benéfica Saint JavelinPor Luis de Vega
El 24 de febrero trabajaba entre 16 y 18 horas al día en Saint Javelin, [iniciativa benéfica para recaudar fondos para Ucrania]. Eran las 22.00 en Canadá cuando me senté para ver el discurso de Putin en el que anunciaba la invasión. Esos días hablaba con viejos amigos en Ucrania y veía las noticias al minuto, así que estaba seguro de que Rusia iba a empezar la guerra. La única pregunta era cuándo y dónde.
El discurso de Putin fue uno de los momentos más desgarradores de mi vida: pensé que muchos amigos iban a ser asesinados por el ejército ruso. Cuando le oí decir las palabras “desmilitarizar y desnazificar Ucrania” rompí a llorar, por primera vez en muchos años. Luego me enfadé mucho. Y cogí fuerzas para trabajar más en Saint Javelin.
Inmediatamente cambiamos nuestras donaciones para apoyar a las víctimas de la violencia rusa en Ucrania. A principios de marzo, ya habíamos donado medio millón de dólares, destinados a la compra de botiquines, cascos, chalecos antibalas y otros equipos médicos.
A principios de marzo, me pidieron que ayudara a desarrollar una cadena logística y de suministro desde Polonia a Ucrania. Volé a Polonia a principios de marzo. Desde entonces, el Congreso Mundial de Ucrania ha entregado al país más de 50 millones de dólares. Durante ese tiempo me quedé con mi padre, que vive en Polonia. Acogió en su casa a varios refugiados y conducía cada día a sus dos hijas a la estación de tren en Przemysl, donde ayudaban como traductoras.
Este año mi vida se ha centrado en la guerra, lo que ha tenido un duro efecto en mi familia. Mi madre estaba preocupada por mí y mi prometida estaba embarazada. Desde que comenzó la guerra, he pasado la mitad del embarazo lejos de ella: en Ucrania, en Polonia o con mi trabajo para Saint Javelin.
En este año, el mundo ha despertado de una manera que nunca imaginé, brindando a Ucrania la ayuda que necesita para derrotar la invasión rusa. Estoy agradecido por todos los que hicieron algo, ya sean los voluntarios que luchan en Ucrania o trabajan como médicos, dan comida a los refugiados o donan aunque sea un dólar. Cualquier gesto es importante.
Stanislav Shostak (32 años) Lviv, soldado y diseñador de videojuegosPor Cristian Segura
La mañana del 24 de febrero me llamó mi madre llorando para anunciarme que la guerra había empezado. Entonces oí las sirenas antiaéreas en la calle. Fui a recoger a mi madre, y un viaje que en condiciones normales requiere siete minutos en coche duró una hora. Vivimos en Lviv y la mitad de la población estaba saliendo de la ciudad en dirección a Polonia. Fue una gran sorpresa constatar que la gente se comportaba mejor que en un día normal, sin incumplir las normas, cediendo el paso, como si todo el mundo entendiera que todos estábamos en la misma situación. Aquello me dio esperanza sobre mi gente desde las primeras horas de la invasión.
Teniendo en cuenta que nuestro apartamento está en una 13ª planta en un edificio al lado de una base militar, estábamos convencidos de que recibiríamos el impacto de un misil. Por eso, cada alarma antiaérea nos la tomamos muy en serio al menos durante los seis primeros meses de la guerra.
Pasados los primeros días, nos relajamos y nos pusimos a trabajar como voluntarios: mi madre tejía redes de camuflaje para el ejército, mi mujer empezó a recaudar dinero de sus amigos europeos, a colaborar en la logística para refugiados y en la cadena de suministros desde Europa. Yo empecé a conducir por el país transportando ayuda militar y a refugiados. También hice de conductor para un equipo británico especializado en desminar.
Antes de la invasión yo era diseñador de videojuegos y director de cine, también de videoclips. Mi trabajo como voluntario finalizó el pasado agosto, cuando fui movilizado por las Fuerzas Armadas. Llevo seis meses en el ejército. Tuve la suerte de ser entrenado en el Reino Unido. A diferencia de mis compañeros de formación, no fui destinado al frente, sino a una base en el centro del país. Allí me dedicaba al papeleo. Quiero pensar que aquí soy útil, haciendo la vida de los soldados más fácil, evitándoles tener que ocuparse de tanta burocracia absurda.
Créditos
Formato: Guiomar del Ser y Brenda Valverde
Dirección de arte: Fernando Hernández
Diseño: Ana Fernández
Desarrollo: Alejandro Gallardo
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