¿Cómo sobrevive el tendero de mi barrio?

Resaltan en el paisaje de cualquier ciudad. Son presencias inquebrantables que llevan años proveyendo de productos y servicios, aconsejando al cliente y tejiendo relaciones en el vecindario. Son los comercios de barrio, esas tiendas de toda la vida que suman en España cerca de medio millón, según la Confederación Española de Comercio (CEC). Establecimientos que además contribuyen a que las ciudades no sean un calco de bajos deshabitados, homogéneos y cerrados. “Sin esta clase de negocios nos encontraríamos locales tapiados, calles iguales, guetos”, incide Pedro Campo, presidente de la CEC. “Aportan seguridad, iluminación, actividad. Y fomentan las relaciones sociales”.

Según las asociaciones gremiales, el comercio minorista en España atraviesa un momento de transición y, sobre todo, de supervivencia. La pandemia ha dejado tiritando a muchos. “Hablamos de las tiendas autóctonas. Establecimientos con una media de cuatro o cinco trabajadores y cuyos locales casi siempre son de alquiler”, incide Campo, que estima que 1,3 millones de personas trabajan en los 450.000 comercios asociados a la Confederación. El 20% podría suspender su actividad tras el verano si la situación no mejora.

Por encima de la media europea

La historia de este tipo de comercios es de resistencia tozuda y fidelidad al oficio. En tiempo de franquicias y grandes superficies, perduran a base de cercanía, buen trato y productos y precios competitivos. En lo más crudo de la pandemia, entiende Campo, ejercieron de bálsamo social: “Tenemos una media de establecimientos por mil habitantes cuatro puntos superior a la media europea. Esa configuración nos ha permitido que casi ningún ámbito se haya visto desabastecido. Sin salir del barrio hemos comprado lo que necesitábamos”.

¿Quién está detrás de esas tiendas que aguantan a capa y espada y, en muchos casos, ganan éxito y reconocimiento con el paso del tiempo? ¿Por qué sus clientes acuden una y otra vez? ¿Cuál es el secreto de su supervivencia?

Pilar Subirà es la propietaria de la tienda más antigua de Barcelona, una emblemática cerería que pasó de vender a las iglesias a fabricar velas decorativas y perfumadas

Lámparas de gas con forma de estatuas, escalinatas de mármol y un suelo ajedrezado que podría ser el sueño de David Lynch. Pilar Subirà está al frente de Cereria Subirà, una tienda de velas en pleno centro histórico de Barcelona que, desde 1939, ha superado las más pintorescas vicisitudes: incendios, cambios culturales, restricciones en la liturgia religiosa, ¡la llegada de la electricidad! “El oficio de cerero está documentado desde el siglo XV”, explica Subirà, de 55 años y, tras su padre Jordi y su abuelo Paulí, tercera generación de los ceristas. “Las velas eran lo que hoy son las eléctricas. Un bien de primera necesidad para Barcelona”.

En 2014, Subirà se encontró con una encrucijada. Su padre se retiraba por motivos de salud. Ella podía continuar con su carrera profesional en la música o asumir la dirección de la cerería. “Lo hice un poco por conciencia histórica y por responsabilidad familiar para con su obra”, explica entre risas. “Hoy tratamos de actualizarnos, de pensar qué valores puede aportar una tienda, cómo hacer que esto sea viable en el siglo XXI sin renunciar al peso histórico”.

Una de las especialidades del comercio son las velas decorativas. Las tienen de todas clases: perfumadas, relajantes, figurativas… “Durante la pandemia, la gente ha encendido velas en casa. Compran más los jóvenes que los mayores”, incide Subirà. Quizá se debe a que en España, hace unas décadas, se encendían velas para velar a un difunto o lidiar con un apagón doméstico. “El uso cultural varió cuando empezamos a ver en revistas y películas que en los países nórdicos, que tienen menos luz, se ponían para dar calidez al hogar, o en una cena íntima”, explica Subirà.

El negocio con las iglesias, el cliente por excelencia del gremio, sufrió dos reveses con la electrificación y el cambio en las liturgias que dictó el Concilio Vaticano II. “Se redujo el número de procesiones y se eliminó la obligatoriedad de que las velas tuvieran un porcentaje determinado de cera”, explica Subirà, que incluso recuerda una furibunda carta de los cereros a la Iglesia cuando esta electrificó algunas de sus parroquias. “Hoy seguimos vendiendo a la Iglesia, pero no solo a la católica. También a la ortodoxa. Y también hay un filón en la meditación y el yoga”, añade.

En 1958, Paulí y Jordi, abuelo y padre de Pilar Subirà, fabricaban cirios con la técnica tradicional de inmersión. “En Cataluña, el oficio de cerero está documentado desde finales del siglo XV. Había unas reglas estrictas para ser maestro cerero”, ilustra la propietaria. En 1761, cuando el emprendedor Justí Galí fundó el negocio (que luego pasaría a los Prat, y luego a los Subirà), la cerería era el sitio donde se fabricaban las velas. Así se mantuvo hasta 1969, cuando se incendió el local y el abuelo Paulí decidió externalizar la producción.

Una estampa del local en 1848, cuando en él, además de la producción cerera, se vendían tejidos.

“La decoración lujosa, con modernas lámparas de gas en forma de estatuas de la compañía francesa Lebon flanqueando la escalera teatral, se ha mantenido intacta. También los mostradores y estantes”, detalla Subirà. Hoy se puede comprar por internet, pero la dueña recomienda acudir al local, que mantiene esos elementos preciosistas. “Te transportas en el tiempo. Es una inmersión. Vienes a la tienda porque es sugerente”, señala.

El futuro de este tipo de tiendas, reflexiona Subirà, pasa por conocer al dedillo lo que se vende. A su tienda, que imparte talleres divulgativos, acuden jóvenes y mayores interesados en esta artesanía. “Para mí lo primordial es el asesoramiento. Si estás especializado en algo tienes que ser capaz de transmitir la cultura del producto, sus usos y características. Tanto a aquel que quiere una simple vela como a ese que quiere cera para hacerse algo en su casa”, termina.

Una de las especialidades del comercio son las velas decorativas. Las tienen de todas clases: perfumadas, relajantes, figurativas… “Durante la pandemia, la gente ha encendido velas en casa. Compran más los jóvenes que los mayores”, incide Subirà. Quizá se debe a que en España, hace unas décadas, se encendían velas para velar a un difunto o lidiar con un apagón doméstico. “El uso cultural varió cuando empezamos a ver en revistas y películas que en los países nórdicos, que tienen menos luz, se ponían para dar calidez al hogar, o en una cena íntima”, explica Subirà.

El negocio con las iglesias, el cliente por excelencia del gremio, sufrió dos reveses con la electrificación y el cambio en las liturgias que dictó el Concilio Vaticano II. “Se redujo el número de procesiones y se eliminó la obligatoriedad de que las velas tuvieran un porcentaje determinado de cera”, explica Subirà, que incluso recuerda una furibunda carta de los cereros a la Iglesia cuando esta electrificó algunas de sus parroquias. “Hoy seguimos vendiendo a la Iglesia, pero no solo a la católica. También a la ortodoxa. Y también hay un filón en la meditación y el yoga”, añade.

En 1958, Paulí y Jordi, abuelo y padre de Pilar Subirà, fabricaban cirios con la técnica tradicional de inmersión. “En Cataluña, el oficio de cerero está documentado desde finales del siglo XV. Había unas reglas estrictas para ser maestro cerero”, ilustra la propietaria. En 1761, cuando el emprendedor Justí Galí fundó el negocio (que luego pasaría a los Prat, y luego a los Subirà), la cerería era el sitio donde se fabricaban las velas. Así se mantuvo hasta 1969, cuando se incendió el local y el abuelo Paulí decidió externalizar la producción.

Una estampa del local en 1848, cuando en él, además de la producción cerera, se vendían tejidos.

“La decoración lujosa, con modernas lámparas de gas en forma de estatuas de la compañía francesa Lebon flanqueando la escalera teatral, se ha mantenido intacta. También los mostradores y estantes”, detalla Subirà. Hoy se puede comprar por internet, pero la dueña recomienda acudir al local, que mantiene esos elementos preciosistas. “Te transportas en el tiempo. Es una inmersión. Vienes a la tienda porque es sugerente”, señala.

El futuro de este tipo de tiendas, reflexiona Subirà, pasa por conocer al dedillo lo que se vende. A su tienda, que imparte talleres divulgativos, acuden jóvenes y mayores interesados en esta artesanía. “Para mí lo primordial es el asesoramiento. Si estás especializado en algo tienes que ser capaz de transmitir la cultura del producto, sus usos y características. Tanto a aquel que quiere una simple vela como a ese que quiere cera para hacerse algo en su casa”, termina.

Ubicada en el corazón de Barcelona, el comercio de Subirà, como muchos otros tocados por la pandemia, hoy se afana por mantenerse en pie. Lo cierto es que muchos de estas tiendas de siempre han cerrado, han traspasado el negocio o se han desplazado del centro. “Es un espacio que nosotros entendemos como de conciencia e identidad de la ciudad. Hay un sustrato comercial pero también cultural, de historia, de sentimiento de pertenencia”, tercia Isabel Rodríguez, presidenta de Barna Centre, la asociación de comerciantes del centro histórico.

Rodríguez alerta de la importancia de acometer los problemas que sufre el centro y sus comerciantes. Equilibrar el peso de la demanda turística con la vida autóctona. “Hay que hacer un plan de choque que apueste por el casco histórico no solo como un barrio más, o solo como un espacio turístico. Tiene que ser atractivo para el propio ciudadano de Barcelona”, analiza. Y reivindica el valor de la diversidad comercial: “Lo interesante de este lugar es que puedes encontrar muchos formatos comerciales conviviendo juntos: desde una tiendecita familiar especializada a un bar de gente joven”.

“Tener tienda o negocio con todo el peso que comporta es más difícil en estos momentos”, retoma Subirà. “No soy como mi padre o abuelo, que habían elegido esto como su vocación y su forma de vivir. Yo lo asumo de otra manera”.

Si la historia te ha hecho pensar y tú también quieres ayudar a esta causa para cambiar el mundo

ACTÚA

Los hermanos De las Heras regentan Mantequería Andrés, un colmado madrileño que en 150 años ha pasado de tienda de alimentación a proveedor de artículos ‘gourmet’

En Mantequería Andrés no para de entrar gente. Incluso con las restricciones de aforo y la distancia de seguridad, en la puerta de este colmado madrileño se forma una paciente cola de clientes que esperan a acceder al diminuto local. Minutos antes de que empiece el horario comercial también hay trasiego. No dejan de llegar repartidores. Andrés y José de las Heras, hermanos e hijos de Andrés padre, que faena por gusto detrás del mostrador, saludan a todo el mundo por su nombre. “Son como de la familia ya”, sentencia Andrés, de 55 años, responsable del comercio junto a su hermano y el que hoy lleva la voz cantante.

El establecimiento de los De las Heras cumple 150 años. Cuando Andrés Villar, el padre de los hermanos, llegó hace más de 60 años a Madrid, comenzó a trabajar como aprendiz en lo que entonces era una tienda de alimentación al uso. Con el paso del tiempo, ascendió a maestro y el antiguo propietario le traspasó la tienda. Hoy ofrecen productos gourmet, según cuentan. La oferta es deliciosa: verduras navarras, conservas gallegas, anchoas cántabras, destilados de licorerías familiares, cervezas artesanas (“¡si las teníamos ya cuando se pusieron de moda!”)…

Ellos se publicitan mediante el boca a oreja. Los que prueban, repiten. “No tenemos intermediarios. Tratamos directamente con los proveedores, familias que cuidan tanto el producto como nosotros. Y por eso podemos ajustar los precios”, explica Andrés de las Heras. Durante la pandemia no pararon: sirvieron pedidos a domicilio o para recoger en la tienda, ubicada al lado de la madrileña Puerta de Toledo. “Incluso hicimos nueva clientela”, sonríe el responsable. “Aunque lo que nos gusta es tener la tienda a tope, como antes. Pero saldremos de esta”.

Rafael Albero ha democratizado el uso del sombrero. Su sombrerería lleva casi 200 años instalada en pleno centro de Valencia. Hoy tiene sucursales por toda España

La sombrerería Albero está presidida por un león. El símbolo tenía una utilidad: permitía a la población analfabeta distinguir qué comercio era cuál. “En Valencia se conservan muchas tiendas con signos: la cadena, el toro, el caballo….”, explica Rafael Albero, de 58 y “quinta o sexta generación” de los Albero. “Nosotros comenzamos en 1820. Al menos hasta ahí lo tenemos acreditado”.

Rafael se enorgullece de haber “democratizado el uso del sombrero”, una prenda que en Valencia, y por extensión en toda España, ha sido propia de las clases pudientes y que, se quiera o no, marca notablemente el aspecto del que lo porta. “Existe un sombrero para cada persona. Y puede ser de calidad, asequible y para toda la vida”, sentencia el comerciante.

En su tienda del barrio de Sant Francesc, en pleno centro histórico valenciano, Albero vende sombreros de fabricación semiartesanal (“industrial en cuanto a unidades”) de todo tipo de gamas. Los más caros son los de fieltro de pelo de conejo; aun así, dice Rafael, “muy por debajo de lo que te encuentras por ahí por el mismo sombrero”. La estrella del verano, sin embargo, es el panamá. “Pero viene de Ecuador, ¿eh?, que siempre crea confusión”, aclara. “De hecho, nosotros tenemos reconocido nuestro trabajo con este modelo por el Gobierno de Ecuador”.

El uso del sombrero ha cambiado mucho. Ha pasado de ser un accesorio distintivo de las clases más acomodadas a ejercer de popular prenda de estilo y protección. “La gente siempre ha querido usar sombrero pero no se ha atrevido a comprárselo”, explica Albero. “Es cierto que marca mucho la personalidad. Pero es un artículo que, aparte del diseño, sirve de protección solar en verano y del frío en invierno. ¡A veces los clientes me vienen con prescripción médica!”.

La sombrerería se ha expandido. Hoy tienen sucursales en Zaragoza, Bilbao, Burgos, Córdoba y Logroño, ciudad en la que han comprado la emblemática sombrerería Dulín, de 1986, “todo madera, art decó. “Nuestro objetivo es formar parte de la estructura de la ciudad y dar lo que el cliente busca sin que tengan que ir a Madrid o Barcelona”, afirma Albero. A finales de este año abrirán en Santander.

Rafael dice con guasa algo que piensa de verdad: aquí no se venden sombreros que sienten mal. “Es algo para toda la vida. Si vienes a por otro es solo por cambiar de color”, dice. “Tienes tan claro que el cliente se tiene que acordar de ti tanto tiempo que no hay lugar para el fallo”. Su método es simple: aconseja y domina el producto. “Se lo he visto hacer a mi padres y a mi familia. Y claro, el precio: ‘¡Si lo vi en Milán y me costaba 50 euros más!’, me dicen”.

Sombreros Albero, en una imagen que data de alrededor de 1936, según su propietario.

La sombrerería, tradicional en muchos aspectos, ha tenido que innovar en otros tantos. Hoy vende por internet, aunque digitalizaron el negocio hace ya años. Albero explora nuevas prendas y públicos. “Vienen los abuelos, los padres y los hijos. ‘Ya venía con mi abuelo antes’, me dicen algunos chavales”, explica. Pero los jóvenes compran gorras. Y Albero también las tiene: trabaja con algunas de las marcas más especializadas de Valencia. “Vendemos muchas. A chicos y chicas por igual”, detalla.

En su tienda del barrio de Sant Francesc, en pleno centro histórico valenciano, Albero vende sombreros de fabricación semiartesanal (“industrial en cuanto a unidades”) de todo tipo de gamas. Los más caros son los de fieltro de pelo de conejo; aun así, dice Rafael, “muy por debajo de lo que te encuentras por ahí por el mismo sombrero”. La estrella del verano, sin embargo, es el panamá. “Pero viene de Ecuador, ¿eh?, que siempre crea confusión”, aclara. “De hecho, nosotros tenemos reconocido nuestro trabajo con este modelo por el Gobierno de Ecuador”.

El uso del sombrero ha cambiado mucho. Ha pasado de ser un accesorio distintivo de las clases más acomodadas a ejercer de popular prenda de estilo y protección. “La gente siempre ha querido usar sombrero pero no se ha atrevido a comprárselo”, explica Albero. “Es cierto que marca mucho la personalidad. Pero es un artículo que, aparte del diseño, sirve de protección solar en verano y del frío en invierno. ¡A veces los clientes me vienen con prescripción médica!”.

La sombrerería se ha expandido. Hoy tienen sucursales en Zaragoza, Bilbao, Burgos, Córdoba y Logroño, ciudad en la que han comprado la emblemática sombrerería Dulín, de 1986, “todo madera, art decó. “Nuestro objetivo es formar parte de la estructura de la ciudad y dar lo que el cliente busca sin que tengan que ir a Madrid o Barcelona”, afirma Albero. A finales de este año abrirán en Santander.

Rafael dice con guasa algo que piensa de verdad: aquí no se venden sombreros que sienten mal. “Es algo para toda la vida. Si vienes a por otro es solo por cambiar de color”, dice. “Tienes tan claro que el cliente se tiene que acordar de ti tanto tiempo que no hay lugar para el fallo”. Su método es simple: aconseja y domina el producto. “Se lo he visto hacer a mi padres y a mi familia. Y claro, el precio: ‘¡Si lo vi en Milán y me costaba 50 euros más!’, me dicen”.

Sombreros Albero, en una imagen que data de alrededor de 1936, según su propietario.

La sombrerería, tradicional en muchos aspectos, ha tenido que innovar en otros tantos. Hoy vende por internet, aunque digitalizaron el negocio hace ya años. Albero explora nuevas prendas y públicos. “Vienen los abuelos, los padres y los hijos. ‘Ya venía con mi abuelo antes’, me dicen algunos chavales”, explica. Pero los jóvenes compran gorras. Y Albero también las tiene: trabaja con algunas de las marcas más especializadas de Valencia. “Vendemos muchas. A chicos y chicas por igual”, detalla.

Aunque Albero sigue vendiendo, lo cierto es que las zonas comerciales de Valencia han acusado el golpe de la emergencia sanitaria. La oferta supramunicipal y supraprovincial de la que gozaba la ciudad, donde compraba habitualmente gente de Castellón o de Teruel, se ha visto casi suprimida. “Es una tormenta perfecta: la accesibilidad es difícil, faltan clientes habituales (como los propios trabajadores del centro) y no hay turismo”, analiza Julia Rodríguez, gerente de la Associació de Comerciants del Centre Històric de València.

Como en el caso barcelonés, el centro de Valencia también ha sufrido con más severidad el confinamiento y las restricciones. “En los barrios no céntricos de las grandes ciudades la cosa va más o menos bien: la gente compra en tiendas de su entorno, descubre algunas nuevas y se aprovisiona cerca de su casa”, desgrana Rodríguez. “El problema es el centro. Con la emergencia sanitaria, la propia gente de la ciudad no viene a comprar”. Por ejemplo, los orfebres de indumentaria valenciana han visto cómo sus ventas se secaban. “Algunos han perdido más del 95%”, alerta la gerente.

Para que estos comercios aparentemente eternos sobrevivan no queda otra que asumir cuanto antes la nueva situación. “No es una nueva normalidad. Es una nueva realidad y hay que ser conscientes de que cambia todos nuestros parámetros”, termina Rodríguez.

Si la historia de Sombreros Albero te ha hecho pensar y tú también quieres ayudar a esta causa para cambiar el mundo

ACTÚA

Las nuevas pastoras

¿Cómo sobrevive el tendero de mi barrio?

El comercio de proximidad se ha convertido, para muchas personas, en una  alternativa con futuro. Yas, Cris, Carme y Sara son cuatro mujeres que dejaron atrás el ritmo de la gran ciudad para emprender una vida en el campo. Pertenecen a Ramaderes de Catalunya, una red de pastoras y ganaderas que trata de reivindicar la ganadería extensiva, la soberanía alimentaria y el respeto al medio y a su propio género. “Apostamos por la venta de proximidad, por el contacto directo con las personas”, afirman. Si venden un queso, el cliente sabrá de primera mano en qué prado comieron las cabras de la pieza que se llevan, una demostración de lo que es la verdadera trazabilidad. Ramaderes incita a la reflexión sobre las decisiones de consumo que tomamos, de cómo inciden en nuestro entorno social y natural. Su elección vital se aleja del misticismo: este es el proyecto de cuatro mujeres pragmáticas y comprometidas con el mundo que les rodea.

Su historia forma parte de Pienso, Luego Actúo, la plataforma de Yoigo que da voz a personas que están cambiando el mundo a mejor y que ha colaborado en la divulgación de su tarea.


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