Antes nos saludábamos con dos besos. Ahora no sabemos si darnos el puño, el codo o hacer una simple reverencia. La covid está cambiando nuestra forma de relacionarnos. Pero no es solo el miedo al coronavirus el que nos hace tomar distancias. La pandemia ha acelerado una tendencia previa, espoleada por la automatización digital de muchos procesos cotidianos, que nos lleva a la llamada economía sin contacto, y de ella a la sociedad sin contacto, o al menos, con mucho menos contacto humano.
Poco después de iniciarse la pandemia, en junio de 2020, Satya Nadella, directivo de Microsoft, constataba que en apenas dos meses se había dado un salto de años en digitalización. Se generalizó el teletrabajo, las clases y la mayor parte de las reuniones pasaron a ser telemáticas y el dinero se batió en retirada. Billetes y monedas fueron desplazados por las tarjetas y estas por Bizum y otros sistemas de pago sin ningún contacto, a través del móvil.
Algunas de estas formas de relación sin contacto han penetrado casi sin darnos cuenta. Que cuando entras en una tienda te reciba una dependienta —“¿en qué le puedo ayudar?”— casi te molesta. Podemos deambular por las secciones, buscar la talla, probar las prendas, pasar por la caja automática y marcharnos sin hablar con nadie. En muchos restaurantes, el código QR sustituye al camarero y pronto será un robot el que traerá la consumición. La pandemia ha disparado el comercio online y no tardaremos mucho en recoger en taquillas habilitadas en los bajos de los edificios los pedidos que habremos hecho sin hablar con nadie.
Es ya una experiencia muy común, casi siempre irritante, tener que interactuar largo rato con una máquina en un diálogo de besugos a base de números y frases cortas para poder acceder a cualquier servicio. Incluidos los servicios médicos. En algunos centros de atención primaria para conseguir una visita presencial hay que estar francamente mal. También ahí la covid está acelerando una transición tecnológica que habrá que vigilar de cerca para evitar que la sobrecarga asistencial y la falta de recursos humanos deriven peligrosamente hacia una medicina sin contacto.
No cabe duda de que muchas de estas tecnologías aportan ventajas. Nos facilitan la vida, aumentan la productividad y pueden regalarnos mucho tiempo. Incluso para ligar, es infinitamente más eficiente recurrir a una plataforma de contactos que deambular por bares y discotecas a ver si hay suerte. Pero vivir la vida de aplicación en aplicación también tiene su lado oscuro. La sociedad del distanciamiento nos conduce a una interacción social gobernada por algoritmos, autómata y despersonalizada, que unas veces acaba sorprendentemente bien y otras, fatal. Las máquinas ni sonríen ni se enfadan. No hay emoción en la inteligencia artificial.
Empezamos a notar las consecuencias de vivir permanentemente conectados a las cosas y desconectados de las personas. Si la soledad era ya una pandemia silenciosa antes de la pandemia, ¿qué ocurrirá cuando la economía del distanciamiento esté plenamente desarrollada? El filósofo Byung-Chul Han nos advierte en La expulsión de lo distinto, de que “oímos muchas cosas, pero perdemos cada vez más la capacidad de escuchar a otros y de atender su lenguaje y su sufrimiento. De alguna manera, cada uno se queda a solas con su dolor y sus miedos”. Y añade: “La voluntad política de configurar un espacio público, una comunidad de la escucha, está menguando radicalmente. La interconexión digital favorece este proceso. Internet no se manifiesta hoy como un espacio de la acción común y comunicativa. Más bien se desintegra en espacios expositivos del yo. Hoy, Internet no es otra cosa que una caja de resonancia del yo aislado. Ningún anuncio escucha”. Los cambios tecnológicos son imparables pero podemos modular su ritmo y la dirección que toman, de manera que la economía sin contacto no conduzca a la sociedad del aislamiento.
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