Ícono del sitio La Neta Neta

Conservadores revolucionarios y revolucionarios conservadores


Hace setecientos años —la cifra da vértigo— Dante ponía punto final a dos de los libros más determinantes en la historia de la literatura y de la relación que los seres humanos tenemos con ésta.

La divina comedia —que Dante llamó Comedia y que Bocaccio, tiempo después, rebautizó con el título con el que hoy se sigue publicando— es, obviamente, el primero de estos libros. El otro, la segunda de las obras fundamentales del autor florentino, es el ensayo De vulgari eloquentia.

Consulte otros textos del autor

Mucho menos conocido que los cantos del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, el pequeño tratado —compuesto durante los años de exilio de su autor— es tan importante como la Comedia porque prefigura la mayoría de las innovaciones que en aquella serían arte y que dejarían impuesta, para siempre, la plantilla que siguen utilizando casi todos los escritores del mundo.

Aunque fue redactada en latín, De vulgari eloquentia tenía un objetivo primordial: defender las lenguas vernáculas, enaltecer el habla del pueblo como se hacía con el de los señores, convencer al mundo de la necesidad de escribir en idiomas diferentes al hegemónico, que era la lengua con la que hablaban los libros y las autoridades —admirador declarado de quien recuperara a Virgilio, no sorprende que Juan José Saer convirtiera en bandera esta idea: escribir, siempre, cada texto, con un lenguaje diferente al del poder—.

Por supuesto, además del señalado, en su ensayo —que debería ser considerado la pieza más importante del género—, Dante tenía otros objetivos, todos los cuales, aunque entonces parecían secundarios, terminarían siendo igual de revolucionarios: dinamitar las barreras que separaban, desde hacía cientos de años, la épica y la lírica; acabar con la idea de que los textos se debían a una sola temporalidad: el pasado o el presente; derrumbar la frontera entre el autor y sus personajes, y dejar que los hombres comunes entraran en los recintos de la literatura.

Obviamente, esto queda mucho más claro y es más accesible para el lector cuando lo ve llevado a la práctica, es decir, cuando lo lee en La divina comedia, escrita en toscano —ni siquiera en francés, como originalmente se había propuesto su autor—: ahí están esos versos en los que es tan importante la musicalidad y la rima como lo son las anécdotas, los sentimientos y la narración; ahí están los personajes del pasado clásico, deambulando en los mismos planos y cargando sus despojos tal y como los cargan los contemporáneos del autor florentino, y ahí está el narrador, convertido en personaje principal y preocupado, como le dice Francesca, la adúltera, “por los normales”.

Ahora bien, en su Comedia, Dante es aún más revolucionario que en su ensayo: además de las rupturas mencionadas, en el viaje por el que lo conducen Virgilio y Beatriz, el genio que será la bisagra entre la Edad Media y el Renacimiento, sin ser un autor de la Edad Media ni tampoco uno del Renacimiento, porque no es pasado ni tampoco futuro, porque es, pues, presente, un presente continuo, también resucita dos diálogos que parecían sepultados por el olvido: aquel que sucede entre lo terrenal y lo divino y aquel otro, aún más complicado en un mundo que se destruía a sí mismo a cruzadas, que acontece entre la cristiandad y las demás religiones: en la obra de Dante, tan importante es la mezcla de misticismo y realismo como la de los textos bíblicos y la escatología musulmana.

Como si todo lo anterior no fuera suficiente para ser el mayor revolucionario de la literatura, el autor florentino —me niego a decirle poeta, a reducirlo, pues, a poeta, pues él fue quien desterró la idea de que, para escribir, era menester ser aquello— también fue el encargado de dividir las aguas de la ficción y de la no ficción, que es lo mismo que dividir las aguas de la literatura que mana de la verdad y esa otra que mana de la veracidad y que es, además y estirando la liga hasta casi romperla, lo mismo, también, que decir: con Dante, de su mano, nace aquello que después llamaremos periodismo. ¿O no es La divina comedia el primer texto que recolecta información, la sintetiza y se enfrenta a la corrupción del poder?

Dante: el gran revolucionario. Así debería ser recordado siempre y así debería escribirse su nombre cada vez que alguien lo redacte: Dante, el gran revolucionario. Aunque claro, para él, ésta sería una afrenta imperdonable. Quizá, incluso, la mayor de todas las desgracias que el destino le podría imponer a su memoria: peor incluso que el Cocito, el noveno de sus círculos infernales, aquel lago congelado donde yacen para siempre los traidores. Y es que Dante no sólo era conservador sino que todo aquello que lo terminó convirtiendo en el mayor revolucionario de la literatura estaba motivado por su conservadurismo.

Como el cristiano devoto que era, Dante fue un conservador recalcitrante: lo último que quería era convertirse en todos esos puentes en los que se convirtió, porque lo único que en realidad deseaba era que todos los seres humanos, pecadores potenciales, según su forma de entender el mundo, conocieran el destino al que los podían condenar sus actos: por eso pugna por escribir en lengua vernácula y por eso muestra terrenalmente los horrores divinos.

Y, por lo mismo: por su afán aleccionador, por su deseo de que todos los hombres comprendieran sin duda alguna los peligros de faltar a Dios, es que vuelve narrativo lo que había sido, únicamente y por no encontrar otra palabra mejor, simbolista; que equipara la culpa que cargan los clásicos con las de sus contemporáneos, y que muestra a éstos, sus contemporáneos, que el peligro lo corren por igual los seres importantes y los normales.

Y es por eso, también, que utiliza el mayor de los horrores que podía imaginar: el destino que el islam le da a los cuerpos, para incrementar el miedo a los pecados, como es también por eso que denuncia a los pecadores de su entorno. Motivado por su conservadurismo, Dante revolucionó la literatura y el mundo.

El caso de Dante, es decir, el del conservador que termina siendo un revolucionario, obviamente, no es el único: mucho antes que a él, le sucedió a San Agustín y, mucho después, le pasó a Joyce.

Y esto, obviamente, no es algo que suceda en un sólo sentido: también, sin darse cuenta, los revolucionarios pueden terminar convertidos en conservadores: es lo que le pasó a Tolstoi, antes a Víctor Hugo y mucho antes a Tomás Moro.

Por supuesto, este fenómeno también sucede en el resto de los ámbitos de la vida humana, especialmente el político: ahí están Robespierre y Fidel Castro, Felipe Ángeles y Bolívar.

Así que sí: este artículo, estirando otra liga, también es un saco: que se lo ponga aquel a quien le quede mejor, sobre todo si piensa que la austeridad o la militarización son revolucionarias.

Y lo mismo si piensa que el orden está antes que la justicia y que un cristal es más importante que un cuerpo. O si cree que denostar a la sociedad civil y señalar a los periodistas, hijos inesperados del autor florentino que, en México, viven desamparados, es un quehacer liberal.

Hacia el final de la Edad Media, los espejos habían desparecido casi por completo, por lo que Dante nunca pudo observar su reflejo. Hoy, en cambio, basta con entrar en un baño para observarse a uno mismo.

Lo extraño, sin embargo, es que aún así no todos parecen saber que, a veces, nuestra imagen yace invertida.

Puedes seguir EL PAÍS Opinión en Facebook, Twitter o suscribirte aquí a la Newsletter.




Source link

Salir de la versión móvil