Me piden una reflexión distanciada, como experto independiente, sobre la constitucionalidad de la declaración del estado de alarma por el coronavirus, que fue ratificada y prorrogada nada menos que seis veces por el Congreso de los Diputados, y volvió a usarse en dos ocasiones posteriores. Adelantaré que no me caben dudas —tampoco a la inmensa mayoría de los constitucionalistas— de que no se equivocaron ni el Gobierno ni el Congreso, con toda la legitimidad democrática que un Parlamento dispensa, en virtud de las siguientes razones.
Primero, es un dogma de la justicia constitucional una deferencia con el legislador democrático que lleva a detenerse con prudencia y reconocer la constitucionalidad de la ley cuando cabe al menos una, de entre las interpretaciones posibles, que salva la constitucionalidad de la misma. Así lo reconoce una consolidada jurisprudencia del Tribunal Constitucional. No sólo por respeto al principio democrático sino por evitar el vacío y los graves daños al ordenamiento jurídico y al interés general que toda nulidad provoca como sanción extrema. Si la inconstitucionalidad no es clara, no debe declararse.
Toda emergencia crea un “derecho excepcional”, distinto al normal y provisional, y no puede tener sus mismas garantías. Devienen inevitables muchas inseguridades. Podríamos prever ahora esta emergencia sanitaria, pero no la siguiente, sería una tentativa inútil. El Derecho se adecúa con flexibilidad y urgencia a la emergencia. Una perspectiva realista que no puede perderse.
Segundo, la Constitución (artículo 116) no identifica los supuestos de hecho que diferencian los tres estados de emergencia: alarma, excepción y sitio. Pero, en su apartado 1º, reenvía al legislador para regular estos estados, fijando las competencias y limitaciones. De manera que existe una habilitación constitucional a una específica ley orgánica para establecer los supuestos de hecho. Es difícil entrometerse ahí por un tribunal. El mandato se cumplió hace cuatro décadas por la Ley Orgánica 4/1981 de 1 de junio, elaborada por excelentes parlamentarios que prolongaron el consenso constituyente. Su artículo 4. b permite al Gobierno declarar el estado de alarma cuando se produzca “una crisis sanitaria, tales como epidemias”. Justo el supuesto que nos ocupa. El claro tenor de la ley no reclama mayores interpretaciones. La opción del Gobierno es una decisión política, muy libre en tiempos de emergencia, y los controles jurisdiccionales de la misma no pueden ser intensos. El propio Tribunal Europeo de Derechos Humanos no realiza escrutinios estrictos de las emergencias. La Ley Orgánica vino a poner fin a la vieja confusión entre emergencias o catástrofes (alarma) y “cualquier… aspecto del orden público” (estado de excepción, artículo 13), que sufrimos en el siglo XIX y parte del XX, introduciendo una alarma despolitizada. De ahí su modernidad. No echemos por el suelo una buena opción legislativa que es ya una tradición constitucional. Pero una emergencia sanitaria con la gravedad de la que hemos tenido no encaja plenamente en las categorías constitucionales. Las normas de excepción no pueden preverlo todo.
Tercero, la Constitución (artículo 55) permite “suspender” algunos derechos cuando se declare el estado de excepción, precisamente porque se piensa en alteraciones del orden público y del normal funcionamiento de las instituciones democráticas. Pero no puede confundirse “suspender” derechos, es decir, hacer desaparecer su eficacia al modo de una derogación transitoria de la norma, con “limitar” o “restringir” esos derechos, respetando su contenido esencial, para proteger otros derechos —no menos constitucionales— de millones de personas como son la salud y la vida ante muchos millares de muertos. Pedro Cruz Villalón expuso hace décadas que el estado de alarma permite una “intensa restricción” de los derechos, siempre y cuando las limitaciones sean necesarias y respeten el principio de proporcionalidad. Establecer limitaciones a la libertad de circulación y a otros derechos para impedir el contagio de una pandemia es un fin muy legítimo, y, si las concretas medidas adoptadas fueron proporcionadas, es algo que ha sido revisado —o lo será— por los órganos judiciales con resultados por cierto contradictorios. Si hay control de proporcionalidad no existe suspensión. De haber suspendido algunos derechos, habría sido probablemente preciso pedir también la suspensión del Convenio Europeo de Derechos Humanos. Sostener que la “alarma habilitaba para la suspensión de derechos”, como ha defendido en este periódico Manuel Aragón, sencillamente no es cierto. Los matices en derecho son todo. Arrancando de este error o malentendido, declarar la inconstitucionalidad de la alarma, es violar la Ley Orgánica que concreta las previsiones constitucionales desde el privilegiado estatuto que le da su función constitucional. Es también violar la Constitución, porque cualquier ley orgánica u ordinaria, estatal o autonómica, puede restringir derechos, y así acaba de reconocerlo la sentencia del Tribunal Supremo 219/2021, de 24 de mayo, y sería absurdo que no pudiera hacerlo el mismo estado de alarma con muchas más garantías. Estimar inconstitucional la declaración del estado de alarma al confundir “restringir” con “suspender” derechos, es poner el carro delante de los bueyes, e incumplir la Ley Orgánica que regula los estados de emergencia siguiendo una habilitación constitucional. Optar por uno u otro estado de emergencia no es un salto cuantitativo sino un cambio cualitativo de los supuestos habilitantes.
Cuarto, el Tribunal Constitucional no puede sustituir al legislador orgánico, traspasando la reserva constitucional, para identificar los supuestos de hecho habilitantes de la alarma o la excepción, aunque declarase inconstitucionales sus normas, que no se han impugnado, porque esa es una decisión política de oportunidad que corresponde al poder constituyente y subsidiariamente al legislador democrático. De nuevo, la deferencia y la prudencia del buen juzgador constitucional. Si el Tribunal Constitucional quisiera afirmar que debió declararse el estado de excepción, debería estimar la inconstitucionalidad de varios preceptos de la Ley Orgánica que no han sido recurridos.
Quinto, el equilibrio constitucional se mantiene al preservarse el control parlamentario y los controles jurisdiccionales para impedir los excesos, respetar el principio de proporcionalidad y determinar futuras responsabilidades por daños. La declaración de alarma fue autorizada por el Congreso con amplia mayoría, pasando a ser desde ese momento una decisión de la Cámara. El Congreso, después de unos momentos de desconcierto, habilitó medios de funcionamiento telemático, y se presentaron numerosos instrumentos de control. Algunas de las medidas adoptadas en aplicación del estado de alarma han sido impugnadas ante los órganos judiciales o sometidas a un procedimiento de autorización judicial. No ha habido indefensiones y el diseño se mueve dentro del Estado de Derecho.
Si los controles constitucionales han existido, el Congreso ha hecho suya la declaración de la alarma, y dista de ser evidente su inconstitucionalidad, qué ganaríamos con una sentencia estimatoria que impusiera el estado de excepción. Como dice Bruce Ackerman, al estudiar la finalidad de la división de poderes, “on behalf of what?”, para conseguir qué. Pues una grave inseguridad jurídica, inconstitucionalidades en cascada de numerosas disposiciones normativas y actos dictados en su desarrollo. Incrementar la fragmentación, la tensión y la confusión en una sociedad tan dividida no beneficia a nadie. El primer presidente del Tribunal Constitucional, Manuel García Pelayo, nos enseñó que la “función del tribunal constitucional” es integrar una comunidad política.
Javier García Roca es catedrático y director del Departamento de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense.
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