El seísmo político desencadenado por la moción de censura en Murcia constituye un nuevo y peligroso paso en la dinámica de degradación de la política española, un fenómeno que afecta gravemente a su prestigio y a la confianza ciudadana en las instituciones. Múltiples elementos han alimentado este fenómeno a lo largo de los últimos años, pudiéndose destacar entre ellos la persistente corrupción (a pesar de la honradez de la gran mayoría de los representantes públicos) o la incapacidad para llegar a acuerdos para solventar problemas endémicos como el paro —que se ensaña de forma tan inaceptablemente especial con los jóvenes—. Los episodios ocurridos a raíz de la moción murciana ponen en evidencia otro aspecto de la degradación política, uno realmente poco edificante para la vida pública del país: el transfuguismo. Esta turbia praxis tiene una tristemente larga tradición en España, pero el actual brote —con el goteo incesante de bajas que está quebrando a Ciudadanos— tiene la peculiaridad de representar una maniobra con potencial para alterar radicalmente el escenario político nacional.
Conviene empezar desde el principio: Murcia. La moción de censura planteada por PSOE y Ciudadanos es sin duda cuestionable en su justificación política. Puede considerarse que no había motivos suficientes para que Cs rompiera su pacto de gobierno con el PP. Pero no puede negarse que no solo era una acción formalmente legal: se trata de una herramienta que es parte de pleno derecho del juego democrático. No puede decirse lo mismo de la acción de los tres tránsfugas de Ciudadanos que, tras apoyar con su firma la iniciativa, renegaron de su palabra y de la voluntad del partido al que representaban, gracias al cual obtuvieron sus escaños. Su decisión hizo fracasar la moción y les valió el regalo por parte del PP de unas consejerías. Toda esa acción es legal, pero no es parte digna del juego político. Así lo establece el Pacto Antitransfuguismo revalidado por 11 partidos estatales —entre ellos el PP y Cs— en noviembre del año pasado; y así lo afirma un simple análisis de lógica y moral política.
El goteo de bajas de representantes de Ciudadanos que, a partir del episodio murciano, se marchan incrustados a su acta —alentados por el PP con cantos de sirena y bendición urbi et orbi de su líder desde la cátedra de Murcia— constituye un fraude democrático. Un sistema parlamentario de listas cerradas como el español indica que son los partidos políticos quienes administran el mandato representativo. Ellos son los depositarios esenciales del voto ciudadano. El transfuguismo implica en cambio que sean los diputados quienes se arroguen la interpretación soberana de la ciudadanía, y no los partidos políticos. El resultado del transfuguismo es, pues, el quebrantamiento del mecanismo central de representación y rendición de cuentas, el fundamento mismo de nuestro modelo democrático. Quienes no estén de acuerdo con la línea del partido que representan son bienvenidos a manifestarlo abandonándolo: pero entregando su acta (como correctamente ha hecho una representante de Ciudadanos).
El conjunto de la actual situación política evidencia otros elementos preocupantes. Por un lado, la extrema dificultad para consolidar nuevos partidos como Ciudadanos o Podemos. Se trata de experiencias políticas bienvenidas para regenerar el panorama político, pero que sufren para afirmar una cultura de partido cohesionada y una sólida implantación territorial. Por otro, las dudas que genera una reconfiguración del espectro conservador-liberal que tenga sus cimientos en este lodazal.
En conjunto, inquieta mucho este nuevo aldabonazo a la credibilidad del sistema, que como es notorio sufre fallos múltiples y no solo por las vicisitudes del centroderecha. Conviene recordar que el paso de una política tradicional litigiosa, estéril y turbia a la antipolítica más brutal es muy breve. Memento Donald Trump. De repente puede ser demasiado tarde.
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