“En la base de la mirada neurótica del Kremlin sobre los asuntos internacionales se halla el tradicional e instintivo sentido de inseguridad ruso […] Esta fuerza política tiene un completo poder de disposición sobre las energías de uno de los más grandes pueblos del mundo y sobre los recursos del territorio nacional más rico del mundo, y se propaga a través de profundas y potentes corrientes de nacionalismo ruso […] es impermeable a la lógica de la razón, y altamente sensible a la lógica de la fuerza […] su éxito dependerá realmente del nivel de cohesión, firmeza y vigor que el mundo occidental logre reunir”.
Estas frases entrecomilladas no proceden de un reciente análisis sobre la Rusia de Putin tras el ataque a Ucrania, sino del célebre ‘Telegrama largo’ con el que el diplomático estadounidense George F. Kennan ofreció a Washington su análisis sobre la URSS en el febrero de 1946. Casi todo en ese texto suena extraordinariamente vigente hoy día. Otro pasaje, en concreto, merece atención. “Mucho depende de la salud y el vigor de nuestra propia sociedad […] si no podemos abandonar la resignación e indiferencia ante las deficiencias de nuestra propia sociedad, Moscú se aprovechará”. Moscú, o Pekín. En esas estamos.
En su nefando discurso de esta semana, lleno de insidias y de incitación al odio, Vladímir Putin apuntó a problemas reales que minan “la salud y el vigor” de las sociedades occidentales de los que escribía Kennan. “Datos registrados por organizaciones internacionales […] claramente muestran que problemas sociales, incluso en los países occidentales más avanzados, se han exacerbado en los últimos años, que la desigualdad y la brecha entre ricos y pobres se ensancha, y que conflictos raciales y étnicos se hacen notar”, dijo Putin. La afirmación debe matizarse, señalando que hay países occidentales que capean mucho mejor que otros esas dos cuestiones, y que la desigualdad bajo el régimen de Putin tiene rasgos obscenos de enriquecimientos sin talento y pura corrupción. Pero sería estúpido desconocer la seriedad de esos problemas, no observar el deterioro de la confianza de tantos ciudadanos en la eficacia y equidad de las democracias liberales.
Ahí están, pues, las dos patas sobre las que tendrá que andar el nuevo gran contrato social europeo. Cuidar a fondo de “la salud y el vigor” de nuestras sociedades, con un decidido esfuerzo para asegurar la cohesión social. Prepararse a conciencia para disuadir a ciertos adversarios con la lógica de la fuerza cuando la lógica de la razón no basta.
Todo esto no puede, no tiene por qué, hacerse a costa de otros objetivos fundamentales. La desconexión de la dependencia de la energía rusa debe lograrse redoblando el impulso a las renovables. La inversión en defensa puede y debe ser motor de avance en excelencia tecnológica e industrial. El gasto militar no tiene por qué sustraerse del social. En el caso de España, cabe recordar, la recaudación fiscal es consistentemente inferior a la media de los países europeos comparable: hay claro margen para subirla.
Todo esto ya se hizo. Frente a la amenaza de la URSS que describía Kennan, Europa occidental respondió con la construcción de sistemas de protección social de considerable envergadura y con la adhesión a la Alianza Atlántica liderada por EE UU e ingente gasto en Defensa: salud de la sociedad y lógica de la fuerza por si falla la de la razón. Sin embargo, en las últimas décadas no ha habido el impulso suficiente para renovar esas apuestas, adaptarlas al tiempo actual.
Ahora, la pandemia ha despejado la mirada de muchos sobre la importancia de los servicios públicos; Putin ha sacado a otros tantos de dudas acerca de la importancia de poderse defender ante matones. La UE y los Gobiernos nacionales han acertado en la respuesta conceptual a estos retos. Queda una enormidad de trabajo por delante, pero abandonando la resignación que frena a tantos y abrazando la claridad moral que se le escapa a algunos se pueden conseguir grandes logros, como en la posguerra mundial. La propia UE es hija de esa claridad moral y del destierro de la resignación.
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