A Agnes Doh la secuestraron los rebeldes cuando estaba embarazada de seis meses. “Caminamos y caminamos por la selva sin descanso. Yo rezaba todo el tiempo para que mi muerte fuera rápida”, recuerda. Sin embargo, sobrevivió. Hoy, a sus 52 años, todavía echa de menos al bebé que perdió poco después. “Nadie vino a pedirnos perdón por todo aquello, pero al menos nuestros hijos ya no se matan entre sí”, dice con mirada cansada. La historia de Agnes Doh es la de Costa de Marfil, un país donde hace apenas una década el monstruo de la guerra daba dentelladas y que hoy estrena carreteras y zonas industriales, prospera y se reconcilia consigo mismo. Lo llaman “el milagro marfileño”, aunque ella sabe el precio que tuvo que pagar.
En los bordes de la carretera salpicada de baches que llega hasta la ciudad de Man, en el oeste del país, se asoman tanto puestos de fruta a reventar de mandioca y de plátanos como cementerios deslavazados con tumbas sin lápidas. Agnes Doh, vestida con un traje de wax verde y pañuelo en la cabeza, camina despreocupada entre el tráfico en busca de una sombra. “Sigo sin entender por qué usaron a niños y mujeres en esa guerra, por qué intentaron enfrentarnos a unos con otros. En Costa de Marfil hay más de 60 etnias diferentes y conviven todas las religiones, pero quisieron dividirnos”, comenta Doh, que hoy preside una asociación que combate la mutilación genital femenina y la violencia contra las mujeres.
El pasado 27 de julio, Laurent Gbagbo y Alassane Ouattara, vencido y vencedor, los dos líderes políticos cuyo enfrentamiento electoral condujo al país a la batalla de Abiyán, el último y más sangriento episodio de la guerra en 2011, se saludaban y caminaban de la mano como viejos camaradas. “Esta crisis ha creado divergencias, pero todo eso ha quedado atrás. Lo que importa es Costa de Marfil, es la paz para nuestro país”, dijo el presidente Ouattara. Días antes, Gbagbo regresaba al país absuelto de las acusaciones de crímenes contra la humanidad que pesaban contra él en la Corte Penal Internacional. Si las elecciones legislativas de marzo pasado, en las que por primera vez desde 2010 participaron los principales partidos de la oposición, fueron una catarsis, la imagen de los antiguos rivales juntos y sonrientes no dejaban lugar a dudas de que Costa de Marfil estaba pasando una página de su historia.
Hoy, Abiyán es una ciudad vibrante que cuenta con más de cinco millones de habitantes. En los últimos años, numerosas obras se han puesto en marcha para intentar mejorar la movilidad de sus grandes calles eternamente colapsadas, desde dos grandes intercambiadores de tráfico hasta un servicio de metro. Su dinámico puerto, el segundo más grande de África tras Durban, conecta a Costa de Marfil con el mundo, pero también es punto de entrada y salida de mercancías para países como Malí y Burkina Faso que no cuentan con acceso al mar. Durante la guerra, la ciudad languideció. Pero el regreso del Banco Africano de Desarrollo (BAD) y sus 1.800 funcionarios a su sede oficial de Abiyán en 2014 fue el punto de despegue de la recuperación económica y sobre todo de la confianza. Había pasado lo peor.
“No sé si se ha reducido la pobreza, pero sientes que hay más oportunidades”, asegura Wilfried Adringa, un joven empresario. Costa de Marfil lleva una década creciendo a un ritmo del 7% anual, salvo en 2020, cuando llegó el frenazo motivado por la covid-19. Para este año está previsto un incremento del 6%. El plan del Gobierno es duplicar su Producto Interior Bruto en 2025. “Es una de las economías más sólidas de la zona”, comenta Mariano Muela, responsable de la oficina comercial española en este país. Gran exportador de materias primas, principalmente cacao y algodón, Costa de Marfil ha emprendido el camino de la transformación. Zonas industriales como la de Yopougon, la más grande del país con 174 hectáreas, centros comerciales, nuevas carreteras: este es el rostro del milagro. El reto es que el desarrollo económico reduzca la desigualdad y llegue a toda la población.
Más despacio
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En el interior del país, los cambios van más despacio. Gahossou Dao, profesor de Filosofía en el instituto de Sinématiali, una ciudad del norte de 60.000 habitantes, reconoce las inversiones en salud o educación, pero se queja de un cierto desequilibrio norte-sur. “Necesitamos más profesores para combatir el analfabetismo, más empleo para los jóvenes”, asegura. Con su propio dinero ha comprado un terreno para construir un centro de investigación sobre la paz, la palabra que asoma en todas las conversaciones. “Nuestro primer presidente, Félix Hophouet Boigny, se dedicó a la misión de construir una nación y gracias a un programa de becas logró mezclar en las escuelas a todas las etnias. Fueron los políticos que vinieron después quienes quisieron enfrentarnos, sin embargo no funcionó. Entre los marfileños no hay problemas de convivencia”, añade Dao.
En Korhogo, no muy lejos de la frontera con Burkina Faso, la seguridad se ha reforzado por temor al contagio yihadista. Ataques en la zona del parque de la Comoé y en puestos avanzados de la policía como el de junio de 2020 que costó la vida a una decena de soldados, así como detenciones de presuntos terroristas venidos del norte, atestiguan que el temor es fundado. A la entrada y salida de cada ciudad, la Gendarmería marfileña controla los accesos. Sin embargo, nadie pide dinero ni busca excusas para multar, algo habitual en otros países africanos. “Se ha hecho un enorme esfuerzo en combatir la corrupción, en acabar con la impunidad. Ahora hay teléfonos donde denunciar. Hay que seguir y conseguir sanciones más duras, sobre todo en los altos niveles”, asegura el joven diputado independiente Mahamadou Kebe.
Grandes y desiertas avenidas atraviesan Yamoussoukro, la capital oficial del país. Nada que ver con la electrizante Abiyán. Hoy se celebra un seminario sobre desarrollo en el lujoso Hotel de los Parlamentarios, al que asiste Kebe. “Hay una nueva generación política que tiene que asumir la responsabilidad, dar el paso al frente. No es un problema de edad, sino de visión”, asegura. Los tres dirigentes más importantes del país en las tres últimas décadas, Gbagbo, Ouattara y Henri Konan Bedié, siguen marcando el rumbo de la vida política, pero el sentimiento general es que les toca dar un paso al lado y llegar al año electoral de 2025 sin violencia.
“Siento que hemos avanzado estos últimos años, hay mejores infraestructuras, hospitales, universidades. Pero eso hay que traducirlo en bienestar, me preocupa por ejemplo la exagerada subida de los precios, sobre todo después de la covid-19″, añade el parlamentario. En un contexto regional de retrocesos democráticos, golpes de Estado e inestabilidad por el avance del yihadismo, Costa de Marfil está en el camino de sanar las heridas de la guerra que la partió en dos durante una década y mira al futuro con optimismo. “Queda camino por recorrer, pero hemos echado a andar”, concluye Agnes Doh.
Enamorados del español
J. N.
Con 576.000 alumnos, Costa de Marfil es el país africano con más estudiantes de lengua española y el séptimo del mundo. Sus dos principales universidades, las de Bouaké y Cocody-Abiyán, cuentan con departamentos específicos, una relación que viene de lejos. Ya desde antes de la independencia, en los años 50, muchos jóvenes se inclinaban por el español como segunda lengua frente a otras como el alemán y, una vez en la universidad, toda una generación de profesores perfeccionó su castellano en Salamanca o Valladolid. La reciente creación de un Aula Cervantes en Abiyán indica que el Instituto Cervantes, recientemente instalado en Senegal, no pierde de vista a Costa de Marfil.
El interés por la música caribeña, las telenovelas latinoamericanas y ahora por La Liga de fútbol están también detrás de esta historia de amor que no deja de crecer y se expresa también en clubes de español en numerosos centros educativos o en el hecho de que Abiyán haya acogido ya tres ediciones del Coloquio Internacional Hispanoafricano de Lingüística, Literatura, Civilización y Traducción, organizado por el profesor Ekou Williams de la Universidad Félix Houaphêt-Boigny.
Sin embargo, pese a las oportunidades económicas emergentes y al inmenso potencial de hispanoparlantes, la presencia empresarial española sigue siendo discreta, unas 50 compañías, sobre todo si se compara con el peso francés en este país, donde existen unas 700 empresas galas instaladas.
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