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Costa Rica, el país sin ejército que lidera la guerra contra el cambio climático


El 1 de diciembre de 1948, poco antes de la Declaración Universal de Derechos Humanos, Costa Rica sorprendió al mundo al abolir su ejército y extirpar de un solo tajo cualquier tendencia militarista en la política. Así, sin movilizar ni un tanque de guerra, a lo largo de siete décadas ha sido protagonista de una reafirmación democrática peculiar, a la vez que revolucionaria, en el desarrollo progresivo de sus conquistas sociales y ahora ambientales.

Este acto, genuinamente disruptivo, abrió la senda para reconstruir la ética social y refundar los principios identitarios del pensamiento, la convicción de libertad y la actuación democrática del ser costarricense. Sin duda, esta ha sido la médula que aún sustenta las decisiones transformadoras en paz con la naturaleza, madre y maestra de la convivencia humana.

Al observar lo que sucede en el mundo en términos medioambientales (la insólita devastación de los bosques y las selvas, la contaminación de los océanos, la polución que envenena las sociedades, el deshielo de los glaciares y su influencia en la ralentización de las corrientes oceánicas, la escasez del agua y el riesgo de la reducción en la producción de alimentos, entre otras manifestaciones de terror), se logra inferir que otra guerra no armamentista, aunque igual de devastadora, amenaza a la humanidad.

Desde 1990, el país logró pasar del 47% al 60% de la cobertura boscosa por medio del pago por servicios ambientales. Y es ahora, efectivamente, un territorio más verde con la mayor guarda forestal en Centroamérica. Lo ha hecho sin ejército y con más educación entre el campesinado, a través de excepcionales modificaciones curriculares en el sistema educativo para asegurar una sólida conciencia ambiental entre las actuales y futuras generaciones. Así como a partir de 1950 se canjearon las armas por violines y cuarteles por escuelas, Costa Rica transformó el espacio verde al otorgarle progresión social e imponer gravámenes a los combustibles fósiles en la debida preservación de la masa forestal.

La educación en el país promueve hábitos de consumo diferenciados, fomenta la sensibilidad ecológica y lo hace por medio de prácticas inscritas en los currículos, con adecuada información científica desde la primera edad escolar

En esta obligación erga omnes (contra todos), Costa Rica vuelve a sorprender, porque en medio de la demoledora pandemia no ha dejado atrás los derechos emergentes ambientales, como lo es principalmente el del agua para la vida digna. Hasta 1990 algunos de los países vecinos les calificaron de comunistas por sus avances sociales, y ahora, con severos ajustes fiscales y en medio de la enorme crisis de salud, se empeña progresivamente en proteger más del 25% del territorio en parques nacionales y forestales, meta revolucionaria que emprendió en 1975. Tanto es así que China recién ha puesto atención a la construcción de sistemas de áreas protegidas en referencia a la experiencia costarricense.

En ese sentido, la cultura por la biodiversidad llena de vigor a la escuela. Y aquí cabe destacar el derecho a la educación como eje de sostenibilidad en la preservación de los bienes naturales, antes, durante y después de la pandemia.

Para afrontar esta crisis, Costa Rica una vez más ha puesto en perspectiva su principal bastión revolucionario: la educación como eje democrático, participativo, social, productivo y sostenible. Se han impuesto cambios en la formación integral ambientalista con equidad y en derechos, acciones que acompañamos decididamente la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI). Una muestra es el proyecto de cambio curricular y participativo orientado a la educación rural y ambiental que se realiza en la periferia del emblemático Parque Nacional del Agua Juan Castro Blanco —15 mil hectáreas bautizadas como la “montaña sagrada del agua”, única en Centroamérica—, justo cuando en este 2022 conmemoraremos el Año Internacional del Desarrollo Sostenible de las Montañas. El proyecto contribuye efectivamente al empoderamiento del aprendizaje sobre derechos humanos y el entorno sostenible de la mano de los gobiernos locales y supervisiones educativas de 45 centros escolares aledaños.

Así, cabe destacar que la educación en el país promueve hábitos de consumo diferenciados, fomenta la sensibilidad ecológica y lo hace por medio de prácticas inscritas en los currículos, con adecuada información científica desde la primera edad escolar. Y es que la misma Constitución Política señala el derrotero social, político y económico de una “Costa Rica natural”, al definir con precisión que “toda persona tiene derecho a un ambiente sano y ecológicamente equilibrado”.

Esta meta humanista muy apremiante y tan propia de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030 (en especial de los Objetivos 4º y 13º), y de la transformación educativa que proponemos, solo se logrará incluyendo en el centro del currículo una crítica a los mitos de la modernidad: el consumismo y el dinero. Asimismo, replanteando los esquemas pedagógicos sobre la base de una ética ecológica, de manera que la infancia y juventud escolar crezcan en la solidaridad, la responsabilidad y en la necesaria preservación del planeta Tierra. Hay que reeducar ante la infame prioridad del dinero, las artimañas del poder y ante la destrucción degradante a causa del cambio climático. Desde Centroamérica, la pequeña Costa Rica, con renta baja y pocos recursos, sigue impartiendo enseñanzas de vida —humana y natural— que recordaremos siempre, porque cada lección es liberadora, como aquella magistral que dictó la caducidad del ejército en diciembre de 1948.

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