Cuando alguien dice que ha sido vetado en este o aquel sitio, me pongo en guardia. Los vetos existen y son un tema espinoso. Y algo que también existe es el ego incontrolado de gente que no sabe, o no quiere saber, que lo que hace no le interesa a nadie. En el fantástico libro sobre el Señor Wences que escribió Jorge San Román se recogen las dudas razonables que el artista tenía sobre el veto que su sobrino José Luis Moreno le había impuesto en TVE. Es más que creíble, habida cuenta de que este ventrílocuo (Wences) ha sido grande entre los grandes, pero aquí apenas ha sido reivindicado.
Hay una farándula del esperpento que habita en afters y locales nocturnos. Una raza nocturna como la que el cineasta y escritor Clive Barker ubicó en Midian. Y de Midian o de cualquiera de los Libros de la sangre sale el programa que presenta un verdadero proscrito: El show DDT. El Matamoros proscrito, llamado José Antonio en honor al fundador de Falange, es un hampón con una cámara de vídeo. Es el auténtico coronel Kurtz. Coto Matamoros es como Pedro Páramo, un rencor vivo, y parece que solo quiere ver el mundo arder. Salió del infierno con el cráneo tatuado como los maoríes, y en YouTube sentencia, por minuto, unas cinco acusaciones denunciables. Hablo desde el estupor, no desde la admiración.
No entiendo cómo las plataformas le dedican tiempo y dinero a elaborar documentales sobre personajes absolutamente neutros como Sergio Ramos (con sus dos temporadas de documental) o Georgina cuando hay gente como los Matamoros. Quizás el momento de beatificar personajes trash se haya quedado en Veneno. Qué gran serie hay en la tremebunda periferia de la televisión. En esos personajes a los que no llaman ni para el tramo final del Deluxe. Todos ellos habitan la cara oculta de nuestros instintos inconfesables. Los que escondemos. Los que nos piden ser crueles, salvajes y hedonistas. Los impulsos que la urbanidad elemental trata de esconder. Por más veto que le pongan a los Cotos Matamoros del mundo, ellos están ahí, haciéndonos recordar el abismo, el horror cósmico.
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