Dos años y cinco millones de muertos después de su detección en la ciudad china de Wuhan, el coronavirus SARS-CoV-2 se ha propagado de tal forma por todo el planeta que los sueños políticos de eliminarlo se han revelado ilusorios. El agente infeccioso seguirá entre nosotros durante décadas, probablemente causando un catarro estacional como ya hacen los cuatro coronavirus que le han precedido en el último medio siglo. En este año recién salido del cascarón dejaremos de hablar de pandemia y empezaremos a hacerlo de endemia, una enfermedad que se mantiene constante en el tiempo en un equilibrio estable con la inmunidad de la población. En los países occidentales llamaremos a eso el fin de la pandemia, aunque no lo será realmente mientras el mundo pobre no esté vacunado, tal vez en 2023, siendo optimistas.
Hacer predicciones a un año vista, y hacerlas en un periódico de gran tirada, son ganas de patinar con balcones a la calle, pero el caso es que cada vez más científicos se apuntan a ese panorama. Lo que ocurre es que las cifras de contagio están tan disparadas que, incluso en los países más vacunados como España, la atención primaria y los hospitales van camino de la saturación. La transición a la endemia tiene que ser lo bastante lenta y gradual como para que el sistema sanitario pueda absorberla.
Las primeras vacunas para los rezagados y las dosis de recuerdo para los demás son imprescindibles para evitar ingresos en la UCI y muertes. Y por eso los países de nuestro entorno han recuperado las medidas preventivas que reducen los contagios, como las mascarillas, la distancia social, la supresión de fiestas, la limitación de comensales y la ventilación de interiores. En España, solo algunas comunidades han seguido el ejemplo europeo. Para los políticos es el ejemplo perfecto de patata caliente. Cada bar que cierras es un voto menos.
Si 2020 fue el año del miedo y 2021 ha sido el de la vacunación, 2022 será el de la resignación. No, las vacunas no han acabado con la pandemia. Sí, son el elemento esencial para gestionarla, pero no, no bastan por sí mismas. Y sí, van perdiendo eficacia con cada nueva variante del virus. Las vacunas actuales se han desarrollado contra la cepa original de Wuhan, pero luego han surgido “variantes preocupantes” (variants of concern en la nomenclatura de la OMS) como alfa (detectada primero en el Reino Unido), beta (Sudáfrica), gamma (Brasil), delta (India) y ómicron (Sudáfrica de nuevo). Micro y mega significan pequeño y grande en griego, y de ahí la o pequeña (ómicron) y la o grande (omega) del alfabeto griego. Ojalá nunca lleguemos a omega, que es la última letra.
Los anticuerpos inducidos por la cepa original de Wuhan han ido perdiendo capacidad para disminuir el contagio desde alfa hasta ómicron, siendo esta última la que mejor elude la inmunidad generada tanto por las vacunas como por la infección natural. La capacidad de las vacunas para evitar el desarrollo de la covid grave en el paciente, sin embargo, sigue siendo muy alta. Una explicación posible es que la segunda línea de defensa del sistema inmune, la inmunidad celular (por oposición a los anticuerpos sueltos por la sangre), siga funcionando bien para ese propósito, al igual que reconoce un virus de la gripe en las personas que ya habían sido infectadas por otro distinto. Las dosis de recuerdo, de todos modos, recuperan gran parte de los anticuerpos perdidos tras seis meses desde la pauta completa.
La sensación generalizada entre la población en este comienzo de año es de hartazgo. “¡Esto no se acaba nunca!” es la frase más oída en la peluquería y el dentista, en la acera y la calzada, en el metro y el taxi. Los adolescentes y los viejos coinciden por una vez en quejarse por la duración de la crisis pandémica. Ambos dicen que, a su edad, resulta muy duro perder tres años de vida y de interacción social, y es un argumento comprensible. Parte de la culpa de este estado de ánimo es la apuesta por las “vacunas y nada más” que se cocinó en los altos despachos de los gobiernos y ha abducido la mente de la mayoría de la población. Una vez creadas las vacunas y suministrados a la población sus efectos salvíficos, todo habría vuelto a la normalidad. En el otoño de 2021, la gente estaba relajada desde la óptica sanitaria y había transferido la preocupación a la recuperación de su economía.
Todo eso cambió el 9 de noviembre ―ni siquiera hace dos meses— cuando los médicos de Sudáfrica detectaron una nueva variante de alta propagación. Siguiendo el protocolo no escrito del alfabeto griego, la OMS la denominó ómicron (o pequeña, como vimos más arriba). En los 50 días que han pasado desde entonces, ómicron ha alcanzado a unos 115 países, con Australia, Reino Unido, Dinamarca, Francia, Italia y Sudáfrica en la cabeza del pelotón. Otros como España se incorporarán enseguida a esa dudosa lista de honor.
Pese a que su eficacia de propagación duplica o triplica la de la variante dominante anterior (delta), que ya era muy alta, los médicos sudafricanos percibieron desde el principio que los casos tendían a ser más leves. Pero está resultando difícil distinguir si esa levedad es una propiedad intrínseca de ómicron o una consecuencia de la inmunidad conferida ya por vacunas, ya por infección natural. Los últimos estudios del Instituto Nacional de Enfermedades Comunicables de Johannesburgo y del Imperial College de Londres demuestran al fin que ómicron es intrínsecamente más leve, una vez descontados los efectos de las vacunas, las infecciones anteriores, la edad media de la población y otros.
Riesgo
Nada de esto es un argumento para no vacunarse o no protegerse con las mascarillas y demás medidas profilácticas. En el Reino Unido, por ejemplo, 132 contagiados por ómicron han ingresado en urgencias, de los que 14 han muerto. Que la enfermedad grave y la mortalidad sean mucho menores que con la variante delta es una buena noticia sobre la evolución de la pandemia, pero un triste consuelo para el que muere de todos modos. Además, la circulación libre del virus sigue siendo una idea tan mala como lo era hace dos años, porque conducirá al colapso de los hospitales y la atención primaria. En un ejemplo hipotético, si ómicron solo causa la mitad de casos graves que delta, pero se propaga el doble, el sistema sanitario se seguirá colapsando igual. Y eso significa muertes.
El caso, sin embargo, es que ómicron parece encajar con las predicciones teóricas de los virólogos: que un virus debe evolucionar hacia una creciente capacidad de propagación —su concepto de éxito es tener mucha descendencia— y una menor letalidad, puesto que muerto el huésped, muerto el virus. La principal hipótesis sobre el origen de ómicron, una variante con 35 mutaciones solo en su proteína de la espícula (las protuberancias típicas de los coronavirus), es que haya evolucionado dentro del cuerpo de un paciente con una respuesta inmune débil a alguna cepa anterior. La guerra de armamentos entre virus y anticuerpos pudo generar ahí un buen equilibrio en las mutaciones del virus. Seguramente nunca lo sabremos. Pero ómicron parece haber iniciado el camino para convertir un agente pandémico en uno endémico. Feliz 2022.
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