Existen pocos platos capaces de emocionar por igual a los paladares de grandes chefs, de críticos gastronómicos o, por ejemplo, el de una niña cualquiera. Cuando tenía ocho años, Marina Neira cogió unas hojas en blanco, las grapó y empezó a anotar cuáles eran, a su parecer, las mejores croquetas. Llegó a valorar unas 50 y siempre tuvo claro sus favoritas. “Las del Pincha y Jala, en Pontedeume. Eran de pollo y con un color amarillo intenso y muy grandes. O eso me parecía entonces”. Aquella libreta ya no existe y su propietaria es ahora una joven de 23 años, pero su pequeña anécdota personal encarna el mérito de una elaboración popular sometida al escrutinio masivo con día propio en el calendario, el 16 de enero, que se ha colado en la alta cocina. Una receta de aprovechamiento que ha evolucionado incluso en las versiones precocinadas, que inspira bares y libros, y que es motivo de peregrinaje gastronómico.
Hace 10 años, el cocinero valenciano Chema Soler abrió el que, asegura, fue “el primer restaurante del mundo especializado en croquetas gourmet”. Durante no poco tiempo, La Gastrocroquetería —más tarde renombrado La Gastro by Chema— fue uno de los templos foodies de Madrid y sus bocados cremosos se convirtieron en habituales de los rankings locales. En un momento en el que no era común encontrar opciones más allá de las clásicas, Soler fue un “pionero”, como se define él mismo, que arriesgó con rellenos como el de mejillones tigre y curri rojo; gorgonzola, cordero y piña, o las galletas Oreo. Una propuesta dulce que sintetizaba su mantra: “Todo, con coherencia, es croquetizable”. Más que tapas, las croquetas de este chef eran platos en sí mismos, “con estructura, salsa y guarnición”. “Las usé como punta de lanza para introducir mi cocina, que está basada en la tapa. Han sido el estandarte”. Soler abrió camino y, aunque ha bajado la persiana de su negocio como consecuencia de la pandemia, su trabajo ha quedado ahora recogido en el libro Croquetas gourmet (Libros Cúpula), que incluye 65 propuestas saladas —de carne, pescado, vegetarianas e inspiradas en viajes— y 15 dulces. “Mi favorita, por su valor sentimental, es la de sobrasada con chocolate porque son sabores de mi infancia. Mi madre me hacía bocatas con esos ingredientes para el recreo. Ha tenido mucha aceptación”.
Lejos de ser una excentricidad, los rellenos y combinaciones inusuales de Soler se encuentran en el origen mismo de una elaboración concebida para aprovechar las sobras. “La gente suele pensar que siempre han sido de bechamel, y para nada. La primera referencia a ellas que se conoce es de un cocinero francés que se llama François Massialot y que en 1691, en Le cuisinier roïal et bourgeois, habla de croquettes, un concepto tan amplio como crujientito. Cualquier cosa crujientita era una croqueta. Una masa que rebozas y fríes. El relleno podía ser de arroz con leche, de carne picada con hierbas…”, sostiene Ana Vega, periodista y estudiosa de la historia de la gastronomía. Según sus indagaciones, en el siglo XIX, por ejemplo, el militar Miguel de la Torre y Pando escribió cómo hacerlas con carne de lomo, clavo y canela, y en La cocina española moderna, Emilia Pardo Bazán —”la croqueta, al aclimatarse a España, ha ganado mucho”, escribió en esa misma obra— recoge versiones con besugo, remolacha e incluso lechuga. Las de jamón, calcula Vega, no comenzaron a popularizarse hasta mediados del siglo XIX.
Antes de convertirse en omnipresente en las cartas de los restaurantes, las croquetas fueron un plato principalmente casero. “Siempre que se habla de las mejores de España, como las de Casa Marcial y Echaurren, se trata de negocios muy antiguos y basados en la tradición. Intentan hacerlas como se hacían de toda la vida en su casa”, finaliza la periodista. Y casi siempre, detrás de esas recetas, hay una mujer. En el año 1957, Marisa Sánchez comenzó a servir en el restaurante Echaurren, en Ezcaray, unas croquetas de pollo y jamón que, actualmente, aún encabezan todas las clasificaciones nacionales y de las que se llegan a servir 1.000 unidades en un buen día de verano. “Entonces no existía el día de la croqueta, tampoco estaba ningún crítico gastronómico para hacer un ranking o para decir cómo tenía que ser una buena. Su mérito fue decidir que debía ser crujiente por fuera y suave por dentro, no líquida, pero sí con una bechamel fluida”, señala su hijo Francis Paniego. Para ello, explica el chef riojano, Sánchez buscó un equilibrio muy al límite entre la proporción de harina y leche. “Suele ser 120 gramos de harina por litro de leche. En nuestro caso está entre 80 y 90 gramos”, afirma.
Hoy esas croquetas que su madre popularizó también abren el menú gastronómico de El Portal de Echaurren, el restaurante reconocido con dos estrellas Michelin dirigido por Paniego. No es el único lugar donde este bocado de naturaleza humilde ha sido elevado a la categoría de alta cocina. Ocurre por ejemplo en Trivio, en Cuenca; en Casa Marcial y Casa Gerardo, en Asturias; en Gofio, Cebo y El Invernadero, en Madrid, y en Iván Cerdeño, en Toledo. Aunque hace más de 10 años que Cerdeño sirve las croquetas en el establecimiento, fue en enero de 2020 cuando su propuesta saltó a la fama tras ganar el concurso a la mejor croqueta de jamón de España que se celebra anualmente en el congreso Madrid Fusión. Un título que aún ostenta gracias a una receta basada, una vez más, en la de una cocinera, su madre. “Ha trabajado toda la vida en hostelería, en un bar que se llama Tic Tac, en Mocejón. Es un sabor que lo tienes grabado”, cuenta al otro lado del teléfono, a la espera de poder abrir de nuevo el negocio. Sobre la fórmula original, han introducido algunos cambios: utilizan gelatina para conseguir una bechamel fluida que remueven durante 25 minutos, infusionan la leche con huesos y cortes de jamón para potenciar el sabor y rebozan con panko, un pan rallado japonés. El resultado es un snack de 30 gramos crujiente y fundente al mismo tiempo que, como él mismo reconoce, les ha ayudado a “atraer más público”.
Sencillas en ingredientes, pero complejas en su realización, “las croquetas no son para novatos”. María Llamas, directora de la tienda de utensilios de cocina Alambique, en el barrio de Ópera de Madrid, explica así que hayan decidido ofrecer un monográfico dedicado a este plato. Es sábado, llueve y la incidencia del virus en Madrid supera los 700 casos por cada 100.000 habitantes. Todo invita a quedarse en casa, pero en el interior del establecimiento, cuatro hombres y cuatro mujeres con edades que van desde los 30 hasta más allá de los 60 años, cocinillas y sin experiencia previa, se afanan en conseguir la bechamel perfecta. Trabajan por parejas, una por cada tipo de relleno: gambas, boletus, queso y ropa vieja. “Empezamos con el curso este verano. El primero lo hicimos en julio y se llenó a pesar del calor”, afirma Llamas, que cree que el confinamiento ha incrementado el interés por aquello que antes se comía en los bares.
Para hacer una buena croqueta no existen atajos. Su elaboración exige tiempo y dedicación y el resultado puede ser frustrante. Quizá por ello, son el frito estrella entre los platos preparados congelados. En 2020, en las cadenas de supermercados e hipermercados de España se vendieron 14.691 toneladas de croquetas congeladas, un 9,4% más respecto al año anterior, lo que se tradujo en ventas por valor de 52.751.000 euros, según datos de la Asociación Española de Fabricantes de Platos Preparados (Asefapre). “Durante el último año, los hábitos de consumo cambiaron para ajustarse al modo de vida del confinamiento y por ello se ha observado un crecimiento de los productos fáciles de consumir en el hogar”, justifica Álvaro Aguilar, secretario de la organización.
La búsqueda de la innovación y el perfeccionamiento que se ha dado en las opciones caseras se ha trasladado también a las precocinadas. En un bajo de la localidad madrileña de Pinto, José Camacho, de 41 años y uno de los tres socios de Pepe & Cro, elabora entre 3.000 y 6.000 croquetas congeladas al día. Cansado de “no encontrar opciones de calidad fuera de casa”, en 2014, Camacho, con experiencia en hostelería, se propuso crear una que fuese crujiente, cremosa, con sabor y sin aditivos. “No puedo competir ni con las que hacen las madres ni con las que hacen los propios restaurantes”, razona, pero ha conseguido que sus bocados rellenos de jamón, langostinos y trufa, cecina y rúcula o espinacas se sirvan en 200 negocios de restauración de toda España. “Para testar, empezamos a venderlas en un food truck por todo el país como unos feriantes y la acogida fue muy buena”, recuerda.
Con la declaración del estado de alarma, Camacho y sus socios perdieron de la noche a la mañana el 100% de sus clientes y decidieron dar el salto a la venta a particulares. Gracias a ello, han salvado la empresa y contratado a más gente, y sus ventas han aumentado un 53%. “Arrancamos con la web en abril y contactamos a gente con presencia en redes sociales. A raíz de eso se empezó a hablar de ellas”, asegura. Ahora, envían a domicilio a toda la Península y ya prevé tener presencia en tiendas gourmet. El secreto, dice, está en la etiqueta: mantequilla, harina y leche para la bechamel e ingredientes seleccionados por ellos mismos como queso brie de Meaux o plancton del productor que sirve al triestrellado Ángel León. En total, 23 tipos diferentes de croquetas, a las que en breve sumarán una de cocido ejecutada a cuatro manos con Iván Muñoz, del restaurante Chirón, con una estrella Michelin. “El 80% de mis clientes dicen que las hacen ellos”, apunta.
Hasta hace unos años, distinguir entre una croqueta casera y una precocinada era relativamente fácil incluso para alguien con conocimientos culinarios básicos. Bastaba observar demasiada uniformidad en su aspecto. Ahora, incluso las máquinas reproducen la irregularidad de las croquetas hechas a mano. “En algunas es muy obvio porque ves que tienen una forma perfecta, pero la verdad es que están muy conseguidas”, asegura Clara Villalón, exconcursante de Masterchef y experta en gastronomía. Por norma, advierte, desconfía de los establecimientos que ofrecen demasiados sabores. “Es imposible afrontar tantos tipos distintos por lo complejo que es hacerlas. La croqueta tiene una materia prima económica. Donde se va el dinero es en tener prácticamente a una persona dedicada a ellas”. Lo dice con conocimiento de causa. Durante su paso por Casa Marcial, en Arriondas, ella trabajaba 10 litros de bechamel durante una hora.
La infinidad de variaciones en las recetas demuestra que no existe un único camino para lograr un bocado redondo. Mantequilla o aceite, o ambos; gelatina; panko o pan tradicional rallado; fritura en aceite de girasol o de oliva. Las combinaciones son interminables, aunque Villalón enumera algunas características innegociables: cremosidad, sabor al ingrediente principal y a la bechamel, un rebozado fino y que esté frita en aceite limpio. Un retrato aproximado de la perfección para el que la cocinera ha probado muchas croquetas. Una por cada nueva mesa en la que se sienta a comer, como exhibe en su perfil de Instagram. “No la perdono en ningún sitio. Es un denominador común para saber si un restaurante es de calidad. Si haces una buena croqueta, eres un buen cocinero”.
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