Este libro posee una belleza extraña, aunque no se puede negar que produce cierto desasosiego pasar sus páginas. Ver docenas de fotografías de muertos, la mayoría bebés, deja el estómago algo encogido. Sin embargo, así es la sorprendente publicación, titulada Post Mortem (Titilante ediciones), un libro que recoge imágenes, incluidos daguerrotipos y ferrotipos, de casi toda la colección que el actor Carlos Areces posee sobre fotografía de difuntos, “unas 150″, dice por teléfono. Las que se muestran en este volumen se tomaron, sobre todo, en Francia, Inglaterra, Estados Unidos, Alemania y España, pero las hay de otros países. La edición, de 222 páginas, bilingüe en español e inglés, es de lujo: cubierta de tapa dura en terciopelo negro, 12 láminas para enmarcar, presentado en una caja hecha a mano, con troquelado de vidrio acrílico y tela en lomo. Lo envuelve una banda bordada con la leyenda “In Memoriam”. Con las fotos, los capítulos que escribe Virginia de la Cruz Lichet, doctora en Historia del Arte, la primera persona en España con una tesis sobre este género fotográfico, en concreto la desarrollada en Galicia.
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Areces escribe en el prólogo que empezó a interesarse por la fotografía post mortem cuando descubrió su existencia, gracias a la película Los otros, de Alejandro Amenábar”, de 2001. Luego fue recopilándolas “en mercadillos, anticuarios, casas de subasta y webs”. Hasta darlas a conocer ahora en un libro que cuesta 295 euros (185 euros para los primeros 150 ejemplares de los 1.839 de la tirada, una cifra por el año en que se presentó la fotografía). Lo que a la sociedad de hoy le puede parecer macabro, suponía en el pasado “un acto de amor”, añade el actor madrileño. “La necesidad de reafirmar la huella vital de un allegado, el deseo de fortalecer el recuerdo de alguien al que se quiso”. También hay que tener en cuenta “que la muerte es hoy mucho menos habitual y visible en nuestra sociedad que entonces; la esperanza de vida era menor y la mortandad infantil, mucho mayor”.
De la Cruz, profesora en la Universidad de Lorena (Francia), recorre una tradición relevante casi desde que el daguerrotipo se presentó en París, el 19 de agosto de 1839, en la Academia de Ciencias, hasta mediado el siglo XX, y ello sucedió en Europa, América y Asia. Solo dos meses después, en ese mismo escenario, “el doctor Alfred Donné mencionó los primeros daguerrotipos con personas muertas”, escribe. “Estas imágenes permitían a las familias sobrellevar el duelo de sus seres queridos que, por diferentes razones, no habían sido fotografiados en vida”. La experta recuerda que mostrar al fallecido no era nuevo, tenía tradición cultural desde la Edad Media, con las danzas de la muerte, o en la pintura. Por eso, en las primeras décadas de la fotografía “los retratos post mortem trataban de emular a la pintura, con las mismas poses, los mismos decorados e idénticas puestas en escena”.
Areces agrega que “como se trataba de guardar un recuerdo, en sus inicios eran fotos que trataban de disimular que la persona había muerto, se los mostraba en su casa, sin elementos fúnebres, incluso se pintaba sobre el papel para maquillarlos”. “Con los años ya aparecen las cruces, ataúdes…”.
El género evolucionó hasta crear casi altares, una auténtica escenografía. Los fallecidos podían estar tumbados en la cama, o en su ataúd abierto y rodeados de flores. “En el caso de los niños, se ponen juguetes y se ilumina la escena para que parezcan ángeles”, dice De la Cruz por teléfono. A todos se les preparaba para parecer más naturales, como si durmieran, con las manos cruzadas, en un elegante sofá, o incluso sentados, como en la foto de un clérigo de Córdoba retratado con su hábito. El difunto “aparece siempre vestido con sus mejores galas, se colocan sus brazos, piernas y rostro, con las manos enlazadas en actitud de rezo, o bien situadas junto al cuerpo”. “Los pies, rectos, atados con un cordón, como la mandíbula, para que no caiga”. Unos cuidados que llevan a De la Cruz a denominarlos “cuerpos sin vida, y no cadáveres”.
La profesora explica que los fotógrafos que hacían este tipo de trabajos “eran normalmente de estudio; aunque en EE UU los había que se anunciaban como especializados en fotografía post mortem”. “Eran encargos cotizados porque tenían que desplazarse con rapidez para hacer su trabajo antes del entierro”.
Que la puesta en escena resultase digna era uno de los retos a los que se enfrentaban esos fotógrafos, que solían optar por una toma frontal, aunque con el tiempo se abrieron a otras miradas, como la cenital. Era importante que el resultado no resultara desagradable porque así permitía a los familiares “hacer el duelo, aceptar la muerte, pero sin olvidarla”. Aunque en el libro también se muestren ejemplos en los que ello no sucedió. Como con ese bebé en Misuri con su boquita y ojos entreabiertos.
Un subtipo de la fotografía post mortem consistió en los retratos de familia junto al ser querido, como el ejemplo de una foto de Letonia en los años treinta del pasado siglo; en otra vemos a cuatro niñas, cirio en mano, que velan a otra pequeña. Escalofriante resulta la imagen de la madre que posó con su bebé fallecido entre sus brazos. Aunque de las más desgarradoras del volumen resulte la de tres bebés muertos tendidos en una cama, en Quebec (Canadá), cada uno con un ramillete de flores entre las manos. “¿Los estragos de una pandemia?”, se pregunta De la Cruz. Cuando, bien entrado el siglo XX, la fotografía se popularizó y las familias tenían imágenes de sus seres queridos en vida, esta costumbre decayó. “También influyó el cambio de mentalidad, se empezó a no querer ver la muerte, al contrario de lo que había pasado en la época victoriana, y se establece otra relación. Las ciudades crecen y los cementerios no están cerca de las casas, como ocurría en los pueblos”.
Todo ello no quita para que, al pasar las páginas de este libro se sienta lo que apunta De la Cruz: “Entre repulsión y atracción, el retrato post mortem presenta ese doble sentimiento de curiosidad y rechazo”. En definitiva, esa sensación tan honda que nos despierta el morbo.
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