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Cuando George Orwell estaba en las trincheras de la Guerra Civil española

Mil novecientos ochenta y cuatro sigue siendo turbadora como un espejo esperpéntico del callejón del Gato de Valle-Inclán. A pesar de que tiene algo tosco y deliberado, la novela —así titulada en el original, aunque suele citársela en cifras, 1984— interpela a generación tras generación de lectores inquietos y recelosos que reconocen rasgos del mundo que fabuló Orwell, o creen, como dice la canción de Leonard Cohen, que “los ricos emiten sus canales en los dormitorios de los pobres”. Ayer, 8 de junio, se cumplía el 70 aniversario de la primera edición de una obra con la que George Orwell se adentró en lo que podría llamarse ciencia-ficción política con una distopía cuyo eco no ha perdido fuerza.

Aunque es un long-seller que se reedita continuamente, recientemente las ventas de la distopía de Orwell se dispararon en Estados Unidos, donde según The New York Times la editorial Penguin despachó varios cientos de miles de ejemplares poco después de que Kellyanne Conway, consejera en el Gabinete del presidente Donald Trump, reprochase a la prensa su insistencia en que la Administración reconociera que la cifra de asistentes a la toma de posesión de Trump era un dato falso que su equipo había hecho circular. Al fin y al cabo, aseveró Conway, no se trataba ni de una mentira ni de una equivocación, sino de lo que definió como “hechos alternativos”. Al escuchar sus palabras muchos ciudadanos recordaron algunas predicciones de la novela de Orwell: la “neolengua”, un vocabulario sintético y reducido, cuya pobreza aspira a reducir también la capacidad de pensar; y el “Ministerio de la Verdad”, cuyos funcionarios en el libro se aplican a corregir los testimonios del pasado reciente y a reescribir la historia para que se acople perfectamente al discurso oficial. Es decir, lo que muchos vieron en Conway era un despliegue sin complejos de la mentira institucionalizada, presente en mayor o menor medida no solo en Trump, sino en general en los discursos de la política, el comercio, la religión…, el periodismo…

¿Caminamos mansamente hacia una sociedad de vigilancia masiva en la que se manipula la información para tener a la gente controlada, tal y como refleja la novela? Orwell imaginó un mundo posrevolucionario donde todo lo que pasó antes de la Revolución fundacional de 1984 (los valores humanistas, las formas de relacionarse, el debate público, la libertad de expresión, la cultura…) fue abolido y olvidado. La nueva sociedad materialista que describe la novela está dividida en tres clases: los miembros del partido, los “proles” y los “esclavos”. El aparato de represión, todopoderoso e implacable, vigila cada movimiento de los súbditos mediante un sistema de pantallas instaladas en el espacio público y en el doméstico. No existe la privacidad. El poder se encarna en un inaccesible tirano cuya imagen se exhibe por todas partes con el lema “El Gran Hermano te vigila”.

En un Londres siniestro el protagonista, Winston Smith, modesto pero inquieto empleado en el departamento de Historia del Ministerio de la Verdad, conoce a Julia, empleada en el departamento de Ficción del mismo ministerio. Ella maneja una “máquina de escribir novelas”: historias con estructuras argumentales sencillas y personajes tópicos, parecidas a las que en nuestro mundo real hoy se escriben con ordenadores que emplean inteligencia artificial. Winston y Julia se enamoran y tratan de incorporarse a una fantasmal organización clandestina de disidentes que en el fondo se sabe condenada al fracaso, pues el poder es invencible. Esa tensión entre el poder aplastante, por un lado, y, por el otro, el amor y la libertad, es la sustancia de la novela.

Dejando a un lado notables excepciones como el control que ejerce el Gobierno chino sobre su población y satrapías varias, el omnipresente Estado policial, todopoderoso y fiscalizador que Orwell fabuló… no existe. Paradójicamente, uno de los mayores problemas en buena parte del mundo es la debilidad o la quiebra de los Estados. Pero los monopolios todopoderosos de la tecnología, con su control de la verdad y su avidez vampírica de información, pueden ser un sustituto plausible de aquel Estado ficticio. En este sentido, también en la realidad El Gran Hermano te vigila y te espía — eso sí, con una interface agradable y con la aquiescencia y entusiasta cooperación de la masa— a través de las pantallas, del móvil que cada uno lleva en el bolsillo, del imborrable rastro digital que deja cada usuario.

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Estatua en homenaje a George Orwell, en Londres. 

En la sociedad occidental de hoy el sexo tampoco está reprimido y severamente controlado como en 1984, sino alentado y expuesto. Y, sin embargo, su práctica en la primera juventud se reduce y retrasa sustancialmente, según las estadísticas oficiales de una decena de países del primer mundo que cita la revista cultural estadounidense The Atlantic. Esta demora puede ser la primera indicación de la recesión sexual, signo de “una más amplia retirada de la intimidad física que se extiende hasta entrada la madurez”. (Las causas de esta caída de la libido pueden ser las presiones económicas, la ansiedad, la fragilidad psicológica, el uso masivo de antidepresivos, la televisión en streaming, los estrógenos que dispersa el plástico en el medio ambiente, los smartphones, la falta de sueño, la obesidad, el exceso de información… o lo que a cualquier analista se le ocurra).

En el infierno cartografiado por Orwell en su libro, escrito en la posguerra, la miseria está ampliamente extendida, la gente camina cabizbaja y cohibida, los artículos de consumo son escasos, la apariencia de las cosas es gris, el trabajo es embrutecedor y los horarios abusivos. Hoy el mundo real no es así, pensamos los miembros del partido. Pero los proles y los esclavos seguramente reconocen esos paisajes.

En uno de los escenarios más famosos, tétricos y patéticos de 1984, los llamados “dos minutos de odio”, las masas se reúnen ante una gran pantalla para abuchear y execrar al enemigo en un paroxismo demente. Al leerlo es inevitable acordarse de las redes sociales, donde hoy cualquiera que asome el hocico fuera del rebaño se expone a ser linchado virtualmente.

Otros artefactos y términos con que se describe el mundo de 1984 se han incorporado al paisaje y al lenguaje corriente. Orwell concebía sus profecías como una admonición, una advertencia contra un futuro totalitario, bien soviético, bien fascista, y contra el cultivo sistemático de la mentira que observó por primera vez en España, en Barcelona, durante la Guerra Civil, donde le dejó sorprendido y pensativo el constatar “con cuánta facilidad la propaganda totalitaria puede controlar la opinión de la gente cultivada en los países democráticos”.

El estilo de Orwell es directo y tiene una formidable capacidad de empatizar con el lector, que al leerle escucha la voz de una persona honesta, cercana, machadianamente buena. Esta cercanía, desde luego, es una gran virtud literaria. Orwell resulta próximo, simpático, honesto. Como Camus, escribía impulsado por una obligación moral. Tenía que expiar su trabajo como oficial de policía del imperio en Birmania, donde estuvo durante cinco años después de estudiar en Eton, y de donde volvió con una fuerte conciencia política antiimperialista.

Los monopolios tecnológicos, con su control de la verdad, son un sustituto de aquel Estado ficticio que él imaginó

Escribió con el máximo verismo unos reportajes sobre los pobres londinenses, y se redujo voluntariamente a la condición de vagabundo. Frecuentó durante una larga temporada a mendigos en pie de igualdad. De ahí salió su primer libro, Sin blanca en París y Londres.

En el mismo espíritu de coherencia y sacrificio, cuando Franco se levantó contra la República española se plantó en Barcelona y a las primeras de cambio se presentó voluntario para combatir en el frente. De esta aventura quedó el testimonio de su Homenaje a Cataluña y el poso de una experiencia y unos conocimientos sobre la lógica del totalitarismo que se reflejaría en su famosa fábula Rebelión en la granja, y que cristalizó en 1984.

Esta novela fue su legado: la escribió, teniendo en la mente Nosotros, de Yevgueni Zamiatin, con mucho trabajo, dudas y correcciones, en una ventosa y fría isla escocesa a la que se retiró con ese objetivo, estando viudo reciente de una esposa muy querida, solo, enfermo de tuberculosis —entonces a menudo letal—, como un largo testamento político. De hecho, al año siguiente de publicarla falleció.

Señala el escritor británico John Lanchester que el mundo de hoy se parece más a la distopía de quien había sido profesor de Orwell, Aldous Huxley: Un mundo feliz (1932). Ese libro describe una sociedad marcada por la ciencia y la tecnología y entregada a una “narcotizante promiscuidad sexual”, tranquilizada por el placer y las drogas (el soma milagroso) y sumida en una infantilización general; y coherentemente con ello, narrada en un tono más ligero que 1984. Para entender el presente, Lanchester propone una síntesis de Un mundo feliz y 1984.

A esa síntesis a lo mejor habría que añadirle algunas de las tendencias e innovaciones que inundan nuestro mundo. Como las llamadas “capacidades aumentadas” —drogas, prótesis, implantes cerebrales—, los nuevos órganos obtenidos con impresoras 3D; los robots que controlan nuestras casas, aprenden y transmiten nuestros datos; la realidad virtual que entretiene y anestesia… Orwell no se explayó en descripciones de nuevas tecnologías y máquinas: puso el foco en un estado mental y social. Por eso sus augurios conectan con los lectores. Como apunta Dorian Lynskey en una reciente biografía de Orwell (In the Shadow of Big Brother), al británico “le interesaba mucho más la psicología que los sistemas”. Ahí reside la clave del poder, y de los mecanismos de control de la masa a través de la mentira y el miedo. Eso apenas cambia.


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