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Corría el año 1963 y era casi primavera en Nueva York. Desde las primeras horas de la mañana, miles de personas se arremolinaban en las aceras, para ver pasar el desfile de San Patricio, que, como cada 17 de marzo, desde el cruce con la Calle 44 hasta el de la Calle 79, avanza por la avenida más famosa de Manhattan: la Quinta Avenida. Joel Meyerowitz (Nueva York, 1938) se encontraba allí, sumergido en el caos de la vida cotidiana, con la Leica colgada al cuello y a la espera de ese instante de reconocimiento que alumbra la imagen fotográfica. No estaba solo: lo acompañaba el británico Tony Ray-Jones, con quien de forma habitual salía a fotografiar. “Ninguno de los dos sabíamos de fotografía. Aprendíamos juntos. Disparábamos fundamentalmente desde el corazón, de ahí que cada disparo requiriese otro tipo de atención”, recuerda el fotógrafo estadounidense en una videollamada desde su residencia en Italia. “Acudíamos a los desfiles. Se convirtieron en un tipo de laboratorio en el cual aprendíamos cómo actuar en la calle, a aproximarnos a la gente sin delatarnos.”
El plan para ese día consistía en acudir al punto de partida y al final del desfile. “Allí donde había una gran aglomeración. No nos interesaba tanto la parada como la gente que acudía al lugar”, señala Meyerowitz, hoy una leyenda viva de la fotografía de calle, pionero en el uso de la fotografía en color como una expresión artística a través de la cual ha canalizado su propia visión de la comedía humana, del paisaje y de la naturaleza muerta. Por aquel entonces, era solo un joven desconocido que hacía un año había abandonado su trabajo como director artístico en una pequeña empresa, extasiado tras haber observado a Robert Frank ejecutar un trabajo de encargo.
Formado como diseñador gráfico, Ray-Jones pretendía también abrazar de lleno la fotografía. Alumno del Design Lab dirigido por Alexey Brodovitch (celebrado en el estudio de Avedon), había sido fichado como subdirector creativo de la revista Sky. A contracorriente, ambos hacían uso del color. “Íbamos a mi apartamento y proyectábamos las diapositivas en la pared a un tamaño de unos 50 cm, para observarlas completamente inmersos en ellas a una distancia de 60 cm. Así, fuimos desarrollando una cierta actitud ante el medio, evolucionando técnicamente como autodidactas. Criticábamos mutuamente nuestro trabajo con honestidad y sin prejuicios”. Virtuosos en el oficio, su pericia se consolidó en el latido de la calle. Compartieron su visión de la fotografía como un acto reflejo ante la llamada de la belleza escondida en lo cotidiano, capaces de señalar lo absurdo en imágenes tan espontáneas como sutiles. La obra de Ray-Jones ha sido poco difundida fuera del Reino Unido, pero su particular enfoque de la fotografía documental ha marcado a varias generaciones de fotógrafos, entre ellos a Martin Parr. “Tomó de Tony su jocosidad para llevarla al extremo”, puntualiza Meyerowitz. “Tony y yo éramos unos veinteañeros de pinta desaliñada y pelo largo. Merodeábamos entre la gente cuando de repente llamó nuestra atención la elegante presencia de un fotógrafo. Vestía gabardina y se cubría la cabeza con un fedora. Disparaba la cámara y se movía como un bailarín”, recuerda el artista. En un momento dado un hombre borracho da tumbos entre la muchedumbre, y el sorprendente personaje arroja su cámara sobre el beodo, para rápidamente retirarse con agilidad, mientras este último se vuelve a perder entre la multitud.
Meyerowitz reconstruye la escena de la siguiente forma: “¡Debe de ser Cartier-Bresson!’, me dijo Tony, mientras impedido por su timidez me empujaba a ir hablar con el francés. Así, me acerqué al desconocido, con mi barba y mi parca de nieve de la Segunda Guerra Mundial, con el cuello forrado de piel. ‘Disculpe, ¿es usted el señor Cartier-Bresson?`, le abordé en inglés, mientras Tony se escabullía. ‘¿Es usted un policía?’, respondió”. Me identifiqué como un fotógrafo que aprendía el oficio junto a un amigo. “Cuando termine el desfile nos vemos por aquí y os invito a un café”, contestó complaciente. ¡Cartier-Bresson, uno de los dioses de la fotografía iba a invitar a dos jóvenes desconocidos a un café! ¡Imagine la locura que nos entró! Continuamos fotografiando, agarrando la cámara de la forma que le habíamos visto hacerlo a él: con la correa enrollada al brazo, siempre sujeta. Nos mantuvimos en la zona con el propósito de facilitar el reencuentro. Y ocurrió. En un café alemán cercano, en la Calle 86 Este, cerca de la Avenida Lexington, nos invitó a tarta y a café. Nos habló acerca de un joven fotógrafo que había descubierto unos años atrás en París. Se trataba de Bruce Davidson, quien ya formaba parte de Magnum. Durante los cerca de 45 minutos que duró el encuentro se mantuvo bromista, relajado y generoso”.
Tres años más tarde, Meyerowitz volvió a ver al artista francés en París. Esta vez el encuentro estuvo mediado por Robert Delpire, editor de uno de los dos libros de fotografía más influyentes del siglo XX; Los americanos, de Robert Frank, ( publicado en 1958), que junto con El instante decisivo, de Cartier-Bresson, ( publicado por Tériade en 1952), marcaron un antes y un después en su historia del medio. Fueron los dos primeros libros de fotografía que pasaron a formar parte de la biblioteca del fotógrafo estadounidense y se constituyeron en “poderosas guías” para él. La reunión tuvo lugar en la oficina del editor. “Yo quería mostrarles una serie de fotografías de Garry Winogrand [a quien le unía una gran amistad]. Eran unas imágenes maravillosas, pero Cartier-Bresson no respondió a ellas. Delpire acabaría publicándolas en colaboración con el MoMA en el famoso monográfico The Animals. Sin embargo, esta presentación me permitió estrechar mis lazos con el fotógrafo francés y nuestras citas continuaron de forma espaciada entre Nueva York y París a lo largo de los años”, rememora Meyerowitz.
“El instante decisivo me enseñó a ser invisible y a no dudar nunca ante algo que ocurre delante de mí. Aprendí a adentrarme en el asunto en vez de quedarme atrás, observando desde la distancia. Cartier-Bresson siempre consiguió acercarse a cualquier cosa que tuviera lugar y pasar a formar parte de la totalidad de la experiencia”, destaca el autor. La lección se palpa en su libro Wild Flowers, recién reeditado por Damiani en una revisión actualizada del monográfico original, publicado en 1983, que repasa su trayectoria artística y se torna en un jardín visual cultivado a lo largo de seis décadas. “Una obra de descubrimiento, humor y pathos que, como todo en la naturaleza, posee una medida de brutalidad”, escribe su mujer, la escritora Maggie Barrett, en el prólogo. En la obra de Meyerowitz el gesto cotidiano siempre se torna sublime.
Wild Flowers
Joel Meyerowitz. Damiani. 128 páginas. 50 euros.
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