Antes de que se pusiera en órbita el telescopio espacial Hubble, en 1990, los astrofísicos tenían que mirar el cosmos a través de la atmósfera terrestre, que es como leer en un libro bajo el agua. Los astros se veían borrosos y titilantes, apagados por la contaminación lumínica. “Este instrumento ha revolucionado lo que sabemos del universo, y la tarea de repararlo (que siempre implica el riesgo de dañar o incluso destruir sus delicados componentes) conllevauna enorme responsabilidad”, escribe el astronauta estadounidense Scott Kelly en su libro Resistencia (Debate, 2018).
Kelly tiene el récord de permanencia en el espacio, cerca de un año en la Estación Espacial Internacional, pero en sus primeras misiones tuvo como cometido reparar el Hubble. El caso de este telescopio, un ingenio tecnológico tremendamente avanzado, es un ejemplo de las relaciones entre la ciencia y la tecnología. Suele creerse que la ciencia precede a la tecnología, y que la segunda es una mera aplicación de la primera, pero no siempre es así. En el caso del Hubble, el uso de la tecnología propició grandes descubrimientos científicos: nuevos sistemas solares, información sobre la edad, composición y velocidad de expansión del universo, o la confirmación de la existencia de la materia y la energía oscura.
Ciencia, técnica y tecnología son conceptos íntimamente relacionados, pero su relación es compleja. Podría decirse que la técnica es una forma de hacer las cosas, independientemente del conocimiento científico, como propone Miguel Ángel Quintanilla, catedrático emérito de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Salamanca. “Las técnicas, que pueden ser artesanales, pero también artísticas, etcétera, no surgen del conocimiento generado por la ciencia, sino de la experiencia cotidiana”, dice el catedrático. Algunos ejemplos son la herrería o la calderería, que cumplen sus objetivos sin necesidad de conocimiento científico: la herrería tradicional es técnica; la siderurgia, tecnología. Todas las culturas desarrollan técnicas, aunque no todas ciencia.
Un ejemplo notable es la Primera Revolución Industrial, que en el siglo XVIII vino a cambiar el mundo. “La ciencia que teoriza la máquina de vapor, que es la termodinámica, surgió mucho después de su invención. Como observó Mario Bunge, la Revolución Industrial no tuvo lugar ni en Oxford ni en Cambridge: la desarrollaron artesanos, no científicos”, apunta Quintanilla. En sus inicios, la Revolución Industrial tuvo carácter técnico.
La tecnología se diferencia de la técnica en que ella sí utiliza el conocimiento científico como base. Si bien la ciencia se basa en la búsqueda del conocimiento, la tecnología es una forma de acción, de resolver problemas, de actuar sobre el mundo. La tecnología busca que funcionen las cosas, resolver problemas prácticos; la ciencia, saber cómo funcionan, resolver problemas teóricos.
‘Big science’ y tecnociencia
En 1939, Albert Einstein escribió una carta al presidente de los Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, donde señalaba la necesidad de iniciar un programa nuclear ante la amenaza del fascismo. El resultado fue el Proyecto Manhattan, uno de los primeros ejemplos de big science, o megaciencia. En este proyecto, que culminó con la producción de la bomba atómica, se pusieron en marcha gran cantidad de recursos estadounidenses y en él colaboraron ingenieros, militares y grandes mentes científicas del momento.
“La megaciencia es la que exige una acumulación de ingenieros y máquinas superior al de los teóricos y experimentadores. Los productos son tanto teóricos como ingenieriles: la web es un invento de Tim Berners-Lee trabajando en el CERN, e Internet tal como lo conocemos es un subproducto del Proyecto Genoma Humano”, explica Fernando Broncano, catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad Carlos III. “La big science supuso una ruptura esencial en la historia”.
Big sciencees también un ejemplo de tecnociencia (aunque también puede hacerse little science, a pequeña escala). “La tecnociencia es un nuevo modo de hacer ciencia, que se extiende a partir de 1980, en el que la tecnología es un componente fundamental de la investigación”, explica Javier Echeverría, catedrático de Filosofía y Lógica de la Universidad del País Vasco. Según Echeverría, defensor de la idea de una Revolución Tecnocientífica, la tecnociencia solo puede hacerse con ayuda de la tecnología, precisa de sistema de I+D+i y se hace de manera colectiva.
Suele requerir grandes equipamientos y fuerte financiación pública o privada. “No solo está interesada en el conocimiento en sí mismo, sino, sobre todo, en la innovación”, dice el catedrático. En la tecnociencia convergen la nanotecnología, las biotecnologías, las tecnologías de la información y las ciencias cognitivas (llamadas NBIC en su conjunto). Las tecnologías convergentes que, según el informe estadounidense Converging technologies for improving human performance, llevarán a la humanidad a cotas de desarrollo nunca vistas.
Instituciones tecnocientíficas podrían ser la NASA, las Big Tech (como Google y Apple), el Proyecto Genoma Humano o el CERN. Aunque no debe olvidarse la búsqueda del conocimiento propio de la ciencia: “Existe la tecnociencia”, opina Quintanilla, “pero no podemos dejar de juzgar la investigación mediante criterios científicos, no solo por criterios de evaluación propios de lo tecnológico”.
El amor al conocimiento debe convivir con la búsqueda de la utilidad. Y la sociedad contempla ambas disciplinas de diferente manera. “La ciencia es bien recibida por la ciudadanía, con cierta simpatía; la tecnociencia suele levantar recelos”, apunta Echeverría. Es el caso de la ingeniería genética, la bomba atómica o las consecuencias medioambientales de algunas de estas actividades; a veces rodeadas de sospechas, fundadas o conspiranoicas, de control por parte de los grandes poderes en busca de sus propios intereses.
¿Para qué sirve la ciencia?
En muchas ocasiones suele legitimarse la actividad científica por su capacidad de producir tecnología. Por ejemplo, para justificar la inversión en investigación espacial (que hay quien toma por inútil), la NASA suele informar de los spin off producidos: inventos que surgen de este tipo de proyectos y acaban por encontrar utilidad social y comercial: las cámaras para teléfono móvil, los brazos robóticos o los implantes cloqueares, que se inventaron o mejoraron durante la conquista del espacio.
“Es un gran error, como legitimar el amor y el sexo por los hijos futuros”, opina Broncano. La legitimación debería radicar en las capacidades cognitivas que la ciencia otorga a una sociedad, que acaban influyendo también en todas las demás capacidades sociales, incluidas las de la innovación. “Es un mal concepto que hemos heredado del modelo lineal: ciencia-tecnología-desarrollo económico. Debemos ir, más bien, hacia un modelo de capacidades complejas que mezclan las teóricas (ciencia), prácticas (ingeniería) e interpretativas (artes y humanidades)”.
La investigación científica básica, esa que se preocupa por el conocimiento de la naturaleza y no por la resolución de problemas concretos, también contribuye al desarrollo tecnológico. Es el caso de la mecánica cuántica y la subsiguiente física de semiconductores. “Ninguno de los pioneros de la mecánica cuántica podían ni tan siquiera imaginar que gracias a sus descubrimientos se desarrollaría la electrónica”, dice Quintanilla. De Einstein y Schrödinger a Instagram se puede trazar una línea.
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