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Cuando las estatuas caen del pedestal

Imagen de Harriet Tubman proyectada sobre una estatua del general confederado Robert E. Lee en Richmond, Virginia, el pasado 20 de junio.JAY PAUL / Reuters

El pasado viernes, le tocó a John Wayne. El Partido Demócrata del condado de Orange, un reducto republicano al sur de Los Ángeles, California, presentó una resolución para pedir que el aeropuerto regional deje de llamarse John Wayne. El actor, argumentan, era racista y lo dejó muy claro en una conocida entrevista en la que dijo: “Creo en el supremacismo blanco mientras los negros no se eduquen hasta alcanzar cierto nivel de responsabilidad”. El condado de Orange hoy es un lugar diverso que no tiene nada que ver con el de 1979, cuando se le puso el nombre del actor al aeropuerto y allí se colocó una estatua suya en la entrada vestido de vaquero. No es la primera vez que se cuestiona el nombre del aeropuerto John Wayne. Pero, por primera vez, es pertinente preguntarse cuánto tiempo estará esa estatua en ese sitio.

Porque la petición se produce en un contexto en el que una mayoría en Estados Unidos parece no estar dispuesta a tolerar la más mínima ambigüedad respecto a la discriminación racial. La ola de indignación provocada por la muerte de George Floyd ha desatado una corriente de denuncias y protestas similar al Me Too pero antirracista. La derivada más visible está siendo la caída de los pedestales o destrucción de estatuas que simbolizan el racismo institucional enraizado en EE UU desde su fundación. Se ataca al racismo en su vertiente más monstruosa, esa esclavitud, representada por las estatuas de los líderes confederados que pelearon en la Guerra de Secesión; y también en su vertiente más anecdótica, como podrían verse esas opiniones xenófobas de un actor.

“Hay una especie de furia colectiva”, dice Roberto Ignacio Díaz, profesor de Literatura Hispana de la Universidad del Sur de California y especialista en la herencia española en Norteamérica. “No en un sentido negativo. Es una rebelión en sentido positivo y épico”.

En esta rebelión, todos los homenajes públicos están siendo cuestionados. Se empezó atacando a figuras racistas obvias, como el general Robert E. Lee (líder del Ejército confederado que se rebeló contra Washington para mantener la institución de la esclavitud). Pero pronto se extendió a otras más ambiguas. Ahora se está poniendo en cuestión figuras como George Washington y Thomas Jefferson, que fueron propietarios de esclavos. La Universidad de Princeton decidió el sábado prescindir del nombre del presidente Woodrow Wilson en una de sus facultades, pues el líder estadounidense que firmó el Tratado de Versalles tenía posiciones racistas indefendibles. Una estatua ecuestre de Theodore Roosevelt frente al Museo de Historia Natural de Nueva York va a ser retirada porque está acompañado de un indígena y un negro semidesnudos.

En este contexto, la herencia española en Estados Unidos también está siendo señalada. El pasado fin de semana, una manifestación contra el racismo derribó una estatua de Fray Junípero Serra (fundador de las primeras misiones de California) en San Francisco. Al día siguiente, un pequeño grupo hizo lo mismo en Los Ángeles. Unos días antes, un grupo había intentado quitar a la fuerza la estatua del conquistador Juan de Oñate en Albuquerque. Los que atacan estas estatuas son activistas indígenas que llevan años pidiendo que se quiten. “Los pueblos indígenas sienten que ellos también son parte de esa historia de represión, aunque sea menos visible”, apunta Díaz.

La estatua de Serra en el centro de Los Ángeles la tiró un pequeño grupo de personas en 30 segundos atando una soga al cuello de la figura. Entre ellas estaba Jessa Calderón, artista y activista indígena. “Esto es solo el principio del cierre de las heridas de nuestro pueblo”, dijo cuando cayó la estatua. Calderón considera que la historia de las misiones de California es de horror, brutalidad y opresión para imponer la religión y las leyes de otro Continente a los indígenas. “Para nosotros, ver esa estatua es como si a un judío le obligas a pasar por delante de una estatua de Hitler todos los días. Eso es Serra para mí”, dice Calderón a EL PAÍS.

El movimiento contra fray Junípero puede ser pequeño, pero se produce en el contexto de un cambio profundo en la forma en que Estados Unidos honra a sus personajes históricos y la forma en que escucha a las voces minoritarias de ese relato. Serán unas decenas de personas las que tiran las estatuas, pero lo están haciendo en un momento tan intenso que ni el Ayuntamiento de Los Ángeles, ni el condado, ni el Estado de California se han pronunciado sobre la destrucción de propiedad pública retransmitida en Twitter. Ni un solo agente de policía apareció en la manifestación. Lo mismo está pasando con los símbolos confederados. Cuando Donald Trump se indigna y amenaza a los manifestantes, está muy solo.

Manisha Sinha, profesora de Historia de la Universidad de Connecticut y autora de Historia de la Abolición, ha formado parte desde hace años del movimiento para quitar las estatuas de la Confederación. “Lo único que representan es el triunfo del supremacismo blanco en el Sur después de la Guerra de Secesión”, dice Sinha. “Luego la conversación ha ido creciendo e incluye a otras figuras que tuvieron un papel notorio en la esclavitud de los nativos americanos, como la del conquistador de Nuevo México, Oñate. Lo que estamos haciendo en Estados Unidos es revisar las estatuas que tenemos del siglo XIX y pensar si representan la democracia multicultural que es hoy EE UU”.

Hay un elemento de caos en todo esto que no responde a ninguna lógica. Los que están tirando las estatuas son muchas veces pequeños grupos que, si bien empezaron protestando contra la brutalidad policial, cada vez tienen una motivación más amplia y difusa. En San Francisco, por ejemplo, el grupo que derribó la estatua de Fray Junípero dañó de paso con pintadas todo el conjunto ornamental de Golden Gate Park, que incluye un monumento a Cervantes. No consta que nadie tenga nada contra el autor de El Quijote. En Madison, Wisconsin, los manifestantes tiraron una estatua de Hans Christian Heg, un abolicionista que luchó contra la esclavitud y murió peleando en el bando de la Unión.

“Yo soy parte del movimiento para quitar las estatuas y siempre se nos ha criticado eso de que acabaríamos tirando todas. Se utilizan incidentes aislados. Pero el movimiento es solo contra las figuras verdaderamente problemáticas”. Esas, para Sinha, “son las de la Confederación”. “Yo pondría la línea en las estatuas de Jefferson y Washington. Hicieron cosas en su vida que tienen valor. Si hay algo en el legado de esa gente representada en las estatuas que podemos valorar como país en nuestra época, se deben conservar”.

Entre los personajes más señalados en EE UU estos días está Cristóbal Colón, que a pesar de no haber puesto un pie en Norteamérica es considerado el símbolo de todo el sufrimiento que trajo para los indígenas el choque con la conquista europea del continente. En EE UU, Colón no es un símbolo español, sino italiano, y la mayoría de sus estatuas se erigieron en los años 20. Era una forma para la comunidad italiana de integrarse en la historia del país. Donde es un símbolo español es en Iberoamérica, y ahí no es tan polémico.

En el caso de la herencia española en EE UU, los valores varían incluso de una punta a otra del país. “Mi madre está en Miami preocupadísima porque puedan tirar la estatua de Ponce de León”, apunta el profesor Díaz, de origen cubano. El exembajador español Javier Vallaure ha servido como cónsul en los dos extremos, Miami y Los Ángeles, y coincide en que “seguramente con relación al legado de España es más cómoda y tranquila Miami, y más agitada y hostil LA”. En su experiencia, es “menos revisionista la primera y más indigenista la segunda, curiosamente, qué gran paradoja, atizada por descendientes de colonos blancos”.

El movimiento revisionista es muy difuso y no faltan ejemplos de paradojas como la que apunta Vallaure, dependiendo de quién se ponga a la cabeza de la manifestación. La Universidad de Stanford decidió en 2018 retirar el nombre de Junípero Serra de su campus. Sin embargo, los pintorescos claustros del campus están construidos precisamente inspirados en las misiones de California. Además, el gobernador Leland Stanford promovió y financió cacerías de indígenas casi un siglo después de Serra. No hay planes de que la universidad se cambie el nombre.

Todos los profesores consultados coinciden en comprender la ira de los que tiran las estatuas, cuando el debate nunca pudo abrirse por otros canales democráticos. A España le costó 30 años de digestión democrática, hasta 2005, quitar una estatua ecuestre del dictador Francisco Franco del centro de Madrid. ¿Se podía haber tirado al suelo la estatua de Franco con una soga al cuello? A lo mejor. Quizá la reacción mayoritaria habría sido parecida a la reacción del establishment de Estados Unidos ante la retirada de los monumentos confederados: ya era hora. No gustan las formas, pero nadie se opone. No parece que nadie vaya a pelear por volver a ponerlos.

Así ha sido, por ejemplo, con la exhumación de Franco de Valle de los Caídos en 2019, un mausoleo construido con el trabajo forzado de prisioneros políticos y profundamente ofensivo para muchos españoles. Estuvo allí 44 años. Casi un año después de la exhumación, es como si nunca hubiera sucedido. “Quien se ocupa de la historia debe ser revisionista siempre”, resume Erika Pani, historiadora del Colegio de México. La historia se actualiza “como se actualiza la medicina”.

“Mirado fríamente, derribar estatuas es vandalismo”, concluye el profesor Díaz. “Pero la historia puede hacer que esto acabe siendo como la revuelta del té de Boston, que también era vandalismo, pero hoy es un hecho épico”. Para Díaz, la reflexión que hay que hacer es “hasta qué punto se puede seguir viendo las estatuas como monumentos. Quitarlas no es borrar la historia. La historia se escribe en libros. El monumento, por lo general, se hace para honrar los eventos de los que un país está orgulloso y sobre los que quiere reflexionar”. La profesora Sinha lo resume en una frase: “La Historia es muy compleja y las estatuas son la peor forma de contarla”.


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