El público del festival de Peralada, felizmente retornado a la cita, ha acabado anoche puesto en pie y aplaudiendo entusiasmado el espectáculo inaugural, Ballet for life, conocido también como Le presbytère (o viceversa), del Béjart Ballet de Lausanne dirigido por Gil Roman. Lo que es decir que ha disfrutado de lo lindo la estupenda mezcla de Maurice Béjart con Freddie Mercury (con un tercer genio en danza, y valga la palabra, que es Mozart). Tanto le ha dado a los espectadores que se tratara de una obra estrenada en 1996 del maestro Béjart, repuesta en 2008 por Roman y que se vio ya en el Liceo en 2001 y en el mismo festival de Peralada en 2010: la fórmula sigue funcionando y la conjunción de músicas, estilos, personalidades y energías que hay en el seno de Ballet for life ha vuelto a triunfar.
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Es cierto que además el espectáculo tiene una actualidad inesperada que hace verlo como nuevo: concebido como un canto a la vida durante la epidemia del sida (el año 1996 fue el de un pico de nuevas infecciones) y como recuerdo de las víctimas en las personas del cantante Freddie Mercury (1956-1991) y el bailarín estrella de Béjart Jorge Donn (1947-1992), muertos los dos de la enfermedad y ambos con 45 años, se ha vuelto a ofrecer en pleno rebrote de otra pandemia. Muchas de las imágenes han parecido de hoy mismo: las camillas con enfermos, las radiografías, los cuerpos estirados en el suelo como en pasillos de hospitales o en improvisadas morgues, las sábanas blancas devenidas sudarios. Sida o Covid, es la misma imaginería. Frente a la enfermedad y la muerte, vestida de novia, se sigue alzando la energía y la pasión desafiante de la juventud. Y la danza del Ballet Béjart está llena de eso como lo está la música de Queen.
La velada ha comenzado con el reencuentro con el maravilloso lugar que son los jardines del castillo de Peralada: las torres y murallas con su falda de hiedra y las almenas recortándose contra el crepúsculo del Empordà mientras las cigüeñas regresan a sus nidos para pasar la noche y los cisnes preludian la danza en el lago. La gente ha regresado al festival, chez Suqué, con ganas de arte y belleza, algunos dejándose ver en lo que tiene de social la inauguración, otros irremediablemente observados, como la joven prerrafaelita de vestido de seda rosa palo que hacía juego con el firmamento, diríase que pintado por Waterhouse. Disciplina absoluta en el uso de la mascarilla, distancia social rigurosa en la restauración, orden en la entrada y localidades de separación entre burbujas. Ni una broma con las medidas sanitarias en un contexto en el que todo está en el aire.
Ha sonado para empezar It’s a beautiful day: sin duda lo era. El despliegue de juventud con toda la compañía en escena en los movimientos de grupo tan característicos del estilo de Béjart desde el Ballet del Siglo XX ha llenado la noche de un entusiasmo vigorizante. Julien Favreau, que interpreta a un Freddie con aire de Jorge Donn y con el icónico micro de barra del cantante, y Gabriel Arenas Ruiz, con una retirada de Béjart pero también de Mercury, han llevado la voz cantante en muchas partes de la coreografía, mostrando cuerpos y técnica apabullantes. Ha aparecido un ángel psicopompo con el torso desnudo, leotardos y alas transparentes, una imagen que parecía salida de Angels in America.
Se mezclaba la estética béjartiana con la fantasía rockera de Queen, aunque hay quien ha echado a faltar el aire más provocador, gamberro y canalla de Freddie Mercury. Sobre el escenario brillaba la osa mayor y la luna asomaba como un foco a la izquierda entre los árboles cuando soplaba la brisa, que agitaba los cabellos de peluquería de muchas espectadoras de la platea. Un murciélago ha revoloteado alocadamente mientras sonaba A kind of magic.
Los números de baile musculado al son de, por ejemplo, I want to to break free, han alternado con momentos muy líricos con música de Mozart, como el andante del Concierto para piano n. 21, o con el Winter’s tale de Queen, con copos de nieve y amor binario, o con el Love of my life. Qué hermosa combinación de danza y música. Momentos bufos también, muy locos, y algún toque queer, y hasta un inesperado momento Groucho Marx en guiño a A night at the opera, claro. Espléndido el número de los bailarines que van llenando un pequeño habitáculo, “como el camarote de los Marx”, ha musitado una espectadora avispada, pero que también parecía una metáfora de los jóvenes amontonándose en los festivales tipo Canet y Cruïlla; mientras ha sonado Radio Gaga.
Gran homenaje a Jorge Donn
Al final, el gran homenaje a Jorge Donn, ese Helmut Berger de la danza, que ha aparecido en una gran pantalla como un dios de Nietzsche en una filmación de Nijinski: clown de dieu en la que acaba envolviéndose también en una sábana como una mortaja. Mientras, se escuchaba el I want to break free, con toda la compañía inmóvil mirando la filmación. Muy emotivo, aunque con un punto de exceso, de culto a la personalidad norcoreano. El final ha sido en lo más alto con los bailarines al completo bailando The show must go on -que podía ser un himno de los festivales para contestar al consejero Argimon-; y luego saliendo a saludar en un crescendo que ha encantado al público. El nombre completo del espectáculo, que puede verse también hoy, es Le presbytère n’a rien perdu de sa charme ni le jardín de son éclat, el presbiterio no ha perdido nada de su encanto ni el jardín de su brillo; cámbiese presbiterio por festival y la frase vale como resumen de la gran velada.
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