Conocí a Michael Jackson en 1972, cuando él tenía doce años, en una fiesta a media tarde en casa de Sammy Davis, en Los Ángeles, mientras veíamos un Ed Sullivan Show de los Jackson Five, que Sammy había programado para grabar en un aparato precursor del vídeo casero. Michael continúa siendo un genio de la música pop, pero su grandeza aún no ha sido bien interpretada, ni siquiera por él mismo. Empezó en los sesenta como niño prodigio bajo la tutela de Berry Gordy, el jefe de Motown. Pocos entienden hasta qué punto el pueblo natal de Michael, Gary (Indiana), era un desastre: la familia de Michael llevaba ya pensando en cómo escapar de aquel lugar. Me pareció que Michael tenía potencial para ir mucho más allá de la estupenda pero facilona música que había hecho en Motown con los Jackson Five, canciones como ‘Dancing Machine’ y ‘Ben’, el tema de amor sobre la rata asesina. Como el propio Michael dijo en el especial de televisión Motown 25: “Me encanta trabajar con mis hermanos, pero…”. Las estrellas infantiles suelen extinguirse pasada la adolescencia, pero Michael era diferente. Yo siempre le querré. Hoy en día, la crítica parece decidida a borrarlo de la historia, pero eso no ocurrirá, seguro. Por algo lo llaman historia. Elvis se volvió raro; lo mismo les sucedió a otros, avanzada ya su carrera profesional. Michael Jackson tiene un lugar propio en la historia del pop: es el número uno, por mucho que algunos digan que los Eagles han vendido más discos que él en Estados Unidos, o que lo califiquen de personaje excéntrico. En ventas a nivel mundial, Michael es el más grande.
Nuestra primera colaboración fue en El mago, donde hice las veces de supervisor musical. De hecho, yo no quería trabajar en esa película. Salvo tres canciones –’Home’ y ‘Ease on Down the Road’, compuestas por Charlie Smalls, y ‘Brand New Day’, escrita por Luther Vandross–, la música no me llegaba, pese al enorme éxito cosechado por la versión teatral. Si lo hice fue porque me lo pidió Sidney Lumet, que me había dado una primera oportunidad con la banda sonora con El prestamista, y luego otras cinco películas más. Sentí que le debía más de un favor; le debía mucho. Sidney estuvo casado catorce años con Gail, la hija de Lena Horne. Llegada la cuarta noche de rodar la escena más importante, ‘Ciudad Esmeralda’, Lumet se había pasado de presupuesto por primera vez en su carrera. Después de la última toma, su mujer le dijo que quería el divorcio. Como tantos otros “adictos al trabajo”, entre los que me incluyo, él le preguntó si no podía esperar a que terminara de hacer la película, pero Gail le dijo: “Ya he oído eso catorce veces”. Sidney se quedó hecho polvo. Recuerdo cuando los vi por primera vez, sentados en el suelo en una fiesta que había montado Lena en su piso, enamorados el uno del otro. Eran una pareja estupenda y tenían dos hijas preciosas; les había ayudado alguna vez a cambiarles los pañales. Todo el mundo quedó muy afectado. Yo, tanto a Sidney como a Geil, los adoraba.
En lo que a mí respecta, Michael fue lo mejor de El mago, aparte de poder trabajar por fin con Nick Ashford y Valerie Simpson. Me enorgulleció haber sido su amigo desde los años sesenta y uno de sus pocos colaboradores en varias canciones maravillosas que escribieron más adelante. Después de pasar por el quirófano, cómo no, me había puesto a trabajar, y el éxito de mis discos Body Heat y Mellow Madness –donde había cuatro cortes de los Brothers Johnson, que eran miembros de mi banda en esa época– me había levantado mucho el ánimo. De hecho, Mellow Madness sirvió de plataforma de lanzamiento para los Brothers, que acabarían haciendo cuatro discos multiplatino, que yo produje.
Cuando conocí a Michael Jackson, él llevaba ya quince años en el mundo de la música, pero no le habían buscado una canción para que se luciera en la película. Nadie parecía saber de qué iba Michael Jackson. Con ayuda de Lumet, metimos con calzador la canción del espantapájaros y los cuervos, ‘You Can’t Win’. A sus diecinueve años, tenía la sabiduría de un hombre de sesenta y el entusiasmo de un niño. Era un chaval genuinamente tímido y bien parecido que escondía su asombrosa inteligencia detrás de risitas y medias sonrisas. Pero bajo ese exterior de timidez había un artista que buscaba ardientemente la perfección y que anhelaba convertirse en el mejor entertainer del mundo, eso que quede claro. James Brown, Sammy Davis Jr., Fred Astaire, Gene Kelly; estos eran los héroes de Michael. Invertía horas en mirar vídeos de gacelas, guepardos y panteras a fin de imitar la elegancia innata de sus movimientos. Michael quería ser el mejor en todo, asimilar todos los conocimientos. Fue el mejor de cada categoría a fin de crear un número y un personaje que no tuvieran igual. Exactamente lo mismo que hizo Sammy Davis.
La cosa empezó buscando ejemplos que imitar, pero más adelante la línea que separa realidad de fantasía se fue borrando. Michael es una esponja, todo un camaleón. Tiene ciertas cualidades idénticas a las de los grandes cantantes de jazz con los que yo había trabajado: Ella, Sinatra, Sassy, Aretha, Ray Charles, Dinah. Todos y cada uno de ellos tenían esa pureza, ese sonido absolutamen te personal y esa llama que los empujaba a la grandeza. Cantando acallaban su dolor, sanaban sus heridas, quitaban hierro a sus problemas. La música los liberaba de sus prisiones emocionales. La prensa se ríe a costa de la indumentaria de Michael y su peculiar manera de vivir, pero no sé cómo nadie podría esperar que acabara como el vecino de al lado, puesto que desde que tenía cinco años ha estado expuesto a la mirada del público. ¿Cómo se acostumbra uno a que una docena de quinceañeras estén rondando tu casa las veinticuatro horas del día y todos los días de la semana? A Presley le pasó lo mismo. Un día le pregunté a Michael por lo de las chicas, y me dijo: “Siempre han estado ahí, que yo recuerde”. De hecho, según él, la canción ‘Billie Jean’ nació de un incidente relacionado con una señorita que escaló el muro que rodea la finca de Michael y se instaló junto a la piscina. Más adelante intentaría demandarle, asegurando que Michael era el padre de uno de sus mellizos.
La primera vez que Michael vino a mi casa me dijo:
“Estoy preparando material para hacer mi primer disco en solitario para Epic Records. ¿Tú podrías ayudarme a encontrar un productor?”. Yo le contesté: “Ahora mismo voy a tope intentando poner en marcha la preproducción de una película, pero lo tendré en cuenta”. Mientras ensayábamos las escenas musicales de El mago, me quedé cada vez más impresionado. Michael tenía una actitud superprofesional. Se presentaba a las cinco de la mañana para que lo maquillaran de espantapájaros y había memorizado todo lo que tenía que hacer en cada toma. No solo eso, sino que se sabía todos los pasos de baile, todos los diálogos y la letra de todas las canciones que cantaban en el montaje. Parte de su papel consistía en sacar de su pecho de paja pequeñas tiras de papel con proverbios de filósofos célebres. Una tarde, mientras ensayaba una escena, me fijé en que siempre pronunciaba mal el nombre del filósofo griego Sócrates, acentuando la segunda
sílaba. Después de tres días nadie le había corregido, en vista de lo cual, me lo llevé a un aparte durante una pausa y le dije en voz baja: “Oye, Michael, antes de que sea tarde, creo que deberías saber que el nombre de ese filósofo se pronuncia “Sócrates”, acentuando la primera sílaba”.
Y él dijo: “Anda, ¿en serio?”.
¡Qué bien se lo tomó! Aquellos ojazos se abrieron de par en par, y yo, en aquel mismo momento, tomé una decisión: “Me gustaría hacer la prueba de producir tu nuevo disco”.
Después de terminar el rodaje de la película, Michael volvió a Epic con sus mánagers, Freddy DeMann y Ron Weisner, y les dijo a los peces gordos de la discográfica que quería que yo le produjera el álbum. Blancos como negros, pusieron mala cara. Al fin y al cabo, estábamos en 1977 y lo que primaba era la música disco. La cantinela era, más menos: “Quincy Jones es demasiado jazzero. Solo ha producido éxitos bailables con los Brothers Johnson”. Eso mismo habían dicho los que llevaban a Michael en Motown para definirme unos años antes de que Stevie Wonder y Marvin Gaye llamaran para proponerme hacer algo juntos. Michael me transmitió su preocupación al respecto, y le dije: “Si estamos destinados a trabajar juntos, Dios hará que sea así. Tú no te preocupes”. Michael es un devoto testigo de Jehová –a veces incluso se vestía de persona normal e iba por los barrios divulgando su evangelio–, pero no quiso que este asunto dependiera de la religión. Volvió a Epic con DeMann y Weisner y dijo: “Me da igual lo que penséis: Quincy va a producir mi disco”. Aceptaron. Los ensayos los hicimos en mi casa. Michael era tan tímido que se ponía detrás del sofá y cantaba de espaldas a mí mientras yo estaba allí sentado con las manos sobre los ojos y las luces apagadas. Para ayudarle a crecer como artista, probamos todo tipo de cosas que yo había aprendido con los años. Por ejemplo, bajar el tono una tercera menor para darle más flexibilidad a la voz y un registro más maduro, tanto en los agudos como en los graves, o cambiar el tempo de bastantes canciones. Intenté asimismo guiarlo hacia temas con mayor hondura, varios de ellos sobre las relaciones de pareja. Seth Riggs, un destacado adiestrador de voces, le proporcionó estupendos ejercicios de calentamiento para conseguir que ampliara la tesitura, tanto en agudos como en graves, al menos una cuarta, cosa que yo necesitaba desesperadamente si quería afianzar el dramatismo de su voz.
Nos llevábamos bien. Cuando estuvo listo para grabar, reuní a mi banda de maleantes: Rod “Worms” Temperton, uno de los mejores compositores de canciones que hayan existido nunca, un hombre con el instinto melódico y contrapuntístico de un compositor de clásica; Bruce “Svensk” Swedien, el gurú de los ingenieros de sonido, a quien conocí en los cincuenta cuando trabajamos juntos en Chicago con Basie y Dinah; el equipo A de Greg “Mouse” Phillinganes, teclista virtuoso, que cinco años atrás hacía novillos allá en Detroit para reunirse conmigo; Jerry Hey, trompetista y arreglista brutal, que Cannonball Adderley me presentó durante un seminario cuando Jerry estudiaba en la Universidad de Illinois en Champaign; Louis “Thunder-Thumbs” Johnson, el benjamín de los Brothers Johnson, que había tocado el bajo eléctrico en la banda con la que yo iba de gira; John “JR” Robinson, compañero mío de la época de Berklee y baterista de Rufus; el brasileño Paulinho Da Costa a la percusión; y otros muchos. Siempre he tenido la suerte de trabajar con grandes músicos y técnicos, y toda esta gente no solo era como una familia de amigos, sino, por decirlo así, mi propia mafia musical: cada uno de ellos era cinturón negro en su categoría. Nos lanzamos sobre ese disco, a muerte. Michael puso la mayor parte de la voz “en directo”, sin overdubs. Del resultado de aquellas sesiones, el álbum titulado Off the Wall, se vendieron millones de copias. Conque jazz, ¿eh? Lo irónico de todo esto fue que todos los que pusieron mala cara en Epic al principio, blancos como negros, conservaron su puesto de trabajo gracias al éxito de Off the Wall, a la sazón, el disco de música negra más vendido de la historia.
Q
Autor: Quincy Jones.
Traducción: Luis Murillo Fort.
Libros del Kultrum, 2021. 528 páginas. 23,50 euros.
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