En el negocio del rock, se invierte el aforismo de Tolstói sobre las familias afortunadas. Vendría a convertirse en “todos los grupos infelices se asemejan; cada grupo feliz lo es a su modo.” Revisando sus trayectorias, encuentras que casi todos los campeones coinciden en tropezar con las mismas piedras: (1) los contratos, (2) el dinero, (3) las drogas, (4) las parejas y, sobre todo, (5) los egos.
Lo vuelvo a comprobar en Difíciles de manejar: vida y muerte de The Black Crowes (Neo Sounds), libro que viene firmadò por Steve Gorman, baterista y miembro fundador de la banda. De acuerdo, yo también conozco muchos chistes sobre baterías y así, de golpe, la propuesta no resulta muy apetitosa. Verán: los Black Crowes eran (son) un potente grupo de rock, especialmente impresionante si nunca has escuchado música anterior a 1980. Para entendernos: más cerca de The Faces que de los Rolling Stones, más parecidos a la Allman Brothers Band que a Lynyrd Skynyrd.
Pero daban el tipo, y no solo en sonido; también en vestuario, melenas, actitud. Podían haber actuado en Casi famosos, si el director Cameron Crowe hubiera optado por el realismo, en vez del cuento de hadas. Para entonces, en uno de esos bonitos solapes de realidad y ficción, la protagonista, la actriz Kate Hudson, vivía una historia de amor con el mesías de los Black Crowes, Chris Robinson. Un matrimonio en la cumbre que terminó mal.
Disculpen: se me cuela el estilo de Gorman, o de su amanuense, el periodista Steven Hyden: cada capítulo de Difíciles de manejar termina en un aviso, a lo Casandra, que anticipa que lo que sigue es un desastre. Efectivamente, así ocurre.
No estaba previsto. Gorman reconoce que ni siquiera eran la banda alternativa más apreciada de Atlanta (Georgia) cuando atrajeron la atención de A & M y, luego, de George Drakoulias. Ambos, sello y productor, les dieron margen y pistas para crecer. Cuando salió su debut, Shake your money maker (1990), despegaron como un cohete.
Firmaron malos contratos pero, vaya potra, en dos ocasiones el departamento legal de las correspondientes disqueras se olvidó de renovar el vínculo contractual, lo que les permitió renegociar desde una posición de fuerza. Salieron de un bache al convertirse nada menos que en los acompañantes de Jimmy Page. Se beneficiaron de los últimos años de vacas gordas al pactar en 2000 un acuerdo millonario con V2, la segunda discográfica de Richard Branson.
Y aun así, lo jodieron. Una y otra vez. Insultaban, a veces premeditadamente, a los grupos estelares que les llevaban de gira. Maltrataban a los medios que, en el principio, les ayudaron (“¿entradas? Ni de coña: que pasen por taquilla”). Cambiaban regularmente de productor, aunque el anterior hubiera funcionado. Les salvó su representante, Pete Angelus, aquí retratado como alguien imaginativo, con una paciencia digna de premio Nobel.
Volvamos a las piedras del principio. En la saga de los Cuervos Negros hubo drogas en cantidades paralizantes, desde el alcohol a la heroína. Pero quizás no fueran tan tóxicas como la pareja formada por los hermanos Rich y Chris Robinson, responsables del repertorio original y enfrentados a muerte entre sí y, ya puestos, con el resto del mundo.
Más específicamente, el monstruo es Chris Robinson. Tuvo una etapa hippy, intentado transformar a los Black Crowes en una jam band al estilo Grateful Dead, perdiendo así a buena parte del público que quería rock controlado. Y luego se volvió avaricioso, peleando por porcentajes, aceptando giras crematísticas y borrando cualquier rastro del idealismo original.
El grupo no murió de muerte natural: fue asesinado por Chris. Y resucitó cuando su proyecto particular, la Chris Robinson Brotherhood, se atascó. En los últimos diez años, los Cuervos no han sacado temas nuevos. Ya no tienen prejuicios: tocan en eventos corporativos y prometen recrear su Shake your money maker de principio a fin. Al final se han convertido en lo que llamaban despectivamente una banda tributo. Tributo a los Black Crowes de 1990.
Source link