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Cuento de Catherine del Biombo 3

A Brendán Godínez lo perdían sus modales finos, por no copiar a Rimbaudo y decir su delicadeza. Era de esas personas —muy infrecuentes en España, donde a la mayoría le importa una higa quedar como un patán o como un bruto, porque siempre habrá otros que les jaleen la elección tosca— a las que preocupa sobremanera que alguien pueda hablar mal de ellas en el futuro o cuando hayan muerto. Como si cuidaran su biografía en todo instante y ante cualquier testigo, ignorando que ya sólo son biógrafos los rencorosos, los oportunistas y los chismosos. Una puta, amiga de un amigo, se lo había resumido una vez así: “A ti, para ser arrebatador, te falta un poco de vulgaridad”.

A Brendán le habría salido contestar “Ni lo sueñes”, pero no quiso mostrarse adusto con Del Biombo: “Bueno, habría que pensárselo mucho, apenas nos conocemos”. Para su sorpresa, ella contestó con desparpajo: “Bueno, está bien. Tampoco esperaba otra cosa”; y sonó como si le hubiera reprochado: “Los hombres siempre rehuís vuestras responsabilidades”. Luego añadió: “No importa. Lo daré en adopción”. Aquello le heló la sangre a Godínez más que si le hubiera anunciado un segundo aborto seguido de excomunión segunda. “¿Un hijo mío, una hija mía? ¿Sin saber en qué manos va a caer ni qué vida le tocará en suerte? Antes me lo quedaría yo”. Eso no le pareció mala perspectiva. Se vio con una niña que le ayudarían a cuidar sus hermanas, su cuñada y sus amigas, y que lo querría a él incondicionalmente. Y con alivio pensó: “Y además esta loca estaría fuera de juego”. En seguida se arrepintió de calificarla así para sus adentros, como si ella pudiera oírle y encontrar pretexto para contar que Brendán la había despreciado con una asquerosa fórmula paternalista. “¿Te lo quedarías? Pero sería español, entonces”, adujo Catherine, y en su voz había un dejo de superioridad, como si creyera que el americano más ínfimo sería mejor que cualquier español, por educado que fuera. Brendán opinaba lo mismo, pero al revés. En el fondo, los de las antiguas colonias le parecían gente rudimentaria. “¿Ves algo malo?” “No no. Es sólo que tendrías que costearme los viajes cuando viniera a visitarlo. No seré nunca lo bastante rica para semejante gasto”. Godínez se llevó las manos a la cabeza mentalmente: “De esta mujer va a ser difícil deshacerse, ¿quién me mandaría a mí…?” Una vez abierta la espita de los defectos reales o inventados, los encontraba a puñados, y no logró evitar figurarse lo que sería un largo matrimonio con ella, sobre todo en un Estado sureño (los americanos cambian de lugar constantemente). Se vio sentado en un porche pasando las horas muertas en una hamaca con latas de cerveza, estragado por la humedad y el calor y con un peto espantoso. A ella la vio con pechos intimidatorios, atendiendo a varios críos en una cocina sucia, con sartenes sin fregar. Claro que aquello era un tópico sacado de las películas, pero un escalofrío le recorrió el cuerpo entero.

“¿Ah sí? Si lo entregaras en adopción ni se te permitiría visitarlo”. “Pero si viviera contigo sería distinto”. Y añadió, pasando a un inquietante presente de indicativo: “Al fin y al cabo yo soy su madre”. Eso lo hundió del todo. “Bueno, bueno, esperemos a ver qué pasa. No eres madre de nadie, y, que yo sepa, puede que ni estés embarazada”. Ella le sonrió y esta vez no se besó los incisivos, sino las muelas con el interior de los carrillos. Por guapa y deseable que fuera, Brendán no podría soportar a una mujer que emitiera tantos ruidos bucales. “Vale, esperemos. De momento no nos preocupemos y vámonos a tu casa. Ahora ya no hay riesgo”. Brendán pensó: “Ni loco”. Pero sólo se le ocurrió una excusa más bien macabra: “Hoy no puedo. He de levantarme pronto para acompañar a mi padre a escoger una nueva lápida para mi madre, la antigua la han destrozado unos vándalos. Y si no voy con él, se derrumbará en el cementerio”. Pese a sonar aquello tan inverosímil, todo el mundo acepta que los deberes para con los muertos son prioritarios.

Brendán Godínez necesitaba consejo de alguien más experimentado. A su padre no podía endilgarle aquella historia. Como Del Biombo, era católico practicante y consideraba el aborto imperdonable. Pero sí a Juan Benet, que le había presentado a su tesinanda o como se diga. Lo llamó y le preguntó si podía recibirlo de urgencia. “Tengo un folletín que contarte. O quizá se convierta en patetismo”. Aunque Benet no apreciaba los folletines ni lo patético en literatura (detestaba a Dostoyevski), sabía que la vida abunda en ambas lacras y lo cierto es que no podía resistirse a escuchar un prometedor relato en el que además él pudiera meter baza. Así que lo citó en su chalet de la calle Pisuerga a última hora de la tarde, cuando los dos salieran del trabajo. “¿Y ahora qué te pasa, no tan joven Brendán?”, le soltó en cuanto se hubieron sentado. “¿Qué pata has metido ahora?” No era la primera vez que el no tan joven acudía a él con una cuita. Godínez carraspeó y se arrancó sin más: “¿Te acuerdas de aquella estudiosa de tu obra con la que coincidí aquí al principio del verano?” “¿La erudita Del Biombo?”, dijo Benet con sorna. “Cómo no voy a acordarme. Me sometió a un tercer grado irrepetible. Nunca más le haré el trabajo a nadie. ¿Qué pasa con ella?”

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