1. Este otoño caliente se presenta diferente a los demás. No se trata de la tradicional confrontación entre los gobiernos, sean del signo que sean, y los sindicatos, sino de las tensiones que estallan a la vista de los ciudadanos, incluso gestualmente, entre las distintas sensibilidades que conviven en el Consejo de Ministros. Dos asuntos sobresalen entre los demás: una ley de vivienda (que, sobre todo, controle los alquileres), con muchos meses de retraso sobre lo anunciado, y la reforma del impuesto sobre los beneficios empresariales.
Quizá el mejor notario sobre lo que se ha de hacer esté en el acuerdo de coalición PSOE-Unidas Podemos, que regula la actividad del Ejecutivo. UP apela constantemente a ese documento. El secretario de Estado de Derechos Sociales, Nacho Álvarez (UP), lo dijo negro sobre blanco: “Los Presupuestos Generales del Estado deben servir para desplegar el pacto de coalición”.
Lo que dice ese acuerdo es mucho más determinante con relación al impuesto de sociedades que al alquiler de la vivienda. “Frenaremos la subida de los alquileres”, impulsando “las medidas normativas necesarias para poner techo a las subidas abusivas de los precios de alquiler en determinadas zonas de mercado tensionado”. Texto genérico. Sin embargo, “se reformará garantizando una tributación mínima del 15% de las grandes corporaciones, que se ampliará hasta el 18% para las entidades financieras y las empresas de hidrocarburos” es mucho más concreto.
2. “Me comprometo: cuando acabe 2021 se habrá pagado de luz lo mismo que en 2018″. Palabra de Pedro Sánchez hace casi un mes. Es una promesa fuerte. En política, las promesas fuertes de un líder o de un partido llegan en ocasiones a ser parte de sus señas de identidad (por ejemplo, “derogaré la reforma laboral”). Los ciudadanos no las suelen olvidar y posiblemente estimarán su cumplimiento en forma de voto.
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El presidente del Gobierno arriesgó mucho. Veintiocho días después, a pesar del plan de choque que redujo los impuestos a la electricidad y detrajo parte de los beneficios de las compañías eléctricas (“beneficios caídos del cielo”, se denominan con mucha propiedad), continúan las subidas y los precios históricos. Y ello se debe, en buena parte, a factores exógenos frente a los cuales los Estados-nación han ido desdibujándose como herramientas de intervención. Hay en todas partes escaladas de muchas materias primas energéticas, como el gas, el carbón, el petróleo y los precios inusualmente altos de los derechos de emisión de CO2 en Europa. Sube la inflación.
3. El consenso de los economistas decía, hasta ahora, que se trataba de una subida de precios transitoria. Así se resistió durante los seis primeros meses de inflación. Pero en septiembre ésta ha subido al 4%, lo que no ocurría desde el mismo mes de 2008, cuando quebró Lehman Brothers y se sospechaba que todo podía pasar. Trece años después, algunos comienzan a dudar. La inflación es el impuesto de los pobres y su evolución no sólo afecta a la cesta de la compra, sino también a la economía política a través de los Presupuestos del Estado.
Es un círculo vicioso al que se ha añadido un elemento nuevo, desconocido para varias generaciones de ciudadanos: la escasez de suministros (cuando un bien es escaso es más caro). Bastantes industrias —la señera, en este caso, es la de los vehículos a motor— están sufriendo cuellos de botella y reducen su oferta en un momento en que sube el consumo (la demanda). La falta de semiconductores, plásticos, metales industriales, productos químicos, etcétera, se extiende como una balsa de aceite y se manifiesta en la vida cotidiana en forma de esperas más largas.
Todo ello lastra la recuperación de la economía en el momento en que han surgido dudas estadísticas sobre su fortaleza. Aunque la vicepresidenta primera del Gobierno, Nadia Calviño, defiende las previsiones del Gobierno como si nada pasara, los demás institutos de prospectiva han empezado a corregirlas a la baja. La mejor resistencia son las vacunas, el ahorro de los hogares y los fondos provenientes de Europa. Así están las cosas.
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