Cultura de coalición


Las tensiones que ha vivido el Ejecutivo en las últimas dos semanas tienen distintos orígenes, pero la misma naturaleza política: la necesidad de cada partido de preservar su área de influencia en la tarea de gobierno. Su acción legislativa nace de la confluencia de dos tradiciones diferentes, con la particularidad de que hoy el PSOE vive una uniformidad política fuerte bajo el liderazgo de Pedro Sánchez mientras que Unidas Podemos está inventando en directo, tras la salida de Pablo Iglesias, el modo de proyectar hacia el futuro la acción política de Yolanda Díaz como líder del socio minoritario, sin pertenecer orgánicamente a Podemos. La experiencia portuguesa de estos últimos días invita a la reflexión porque nadie preveía hace apenas unas semanas el desenlace actual de un Gobierno abandonado por sus apoyos parlamentarios y con la eventualidad de ir a elecciones generales. En España esa situación es más improbable porque existe la posibilidad de prorrogar los Presupuestos aprobados el año anterior, pero no en Portugal.

Allí ningún partido parecía tener incentivos claros para ir a elecciones y, sin embargo, ese es el escenario inmediato más probable. Tampoco aquí los aliados del Gobierno en la Cámara parecen tener incentivos para alimentar el riesgo de un relevo futuro en La Moncloa. Pero tanto ERC como el PNV escenificaron este viernes la necesidad que el Ejecutivo tiene de sus votos para la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado. El viernes a mediodía terminaba el plazo de presentación de las enmiendas a la totalidad y ninguno de los dos lo hizo, pero ERC aguantó hasta cinco minutos antes de cerrarse el plazo.

Todo ello forma parte de una nueva normalidad política en España, fruto de la fragmentación parlamentaria y a la que parece todavía mal acostumbrado el debate público, por inercias del pasado o por el interés lógico de la oposición de desgastar al Gobierno con cada discusión interna. Lo llamativo es que desde las fuerzas que integran el Ejecutivo se abran grietas que despistan de lo importante: la gestión de los fondos europeos y los acuerdos firmados. Las discrepancias internas forman parte de la naturaleza de un Gobierno de coalición, pero dejan de serlo cuando adquieren un protagonismo que pone en duda la fiabilidad misma de la coalición. El tuit de la ministra Ione Belarra en el que hablaba de “prevaricación” refiriéndose a la tercera institución del Estado, la presidenta del Congreso, parece más una declaración de guerra que una protesta contra la decisión que terminó tomando Meritxell Batet, tras una nueva consulta a los letrados y ante el comunicado del Supremo, de dejar sin su escaño al diputado de Podemos Alberto Rodríguez.

Otra naturaleza tiene el debate de fondo y forma en torno a la reforma laboral de 2012, aprobada por el Gobierno de Rajoy en unas circunstancias que no se corresponden en absoluto con las de hoy. El fetiche de la derogación sí, derogación no protagoniza el debate público en lugar de capitalizarlo la discusión concreta sobre sus límites y su contenido. Buscar visibilidad o exhibir poder político ante los respectivos electorados son incentivos evidentes y legítimos de ambas formaciones porque la decisión la tomará finalmente el Gobierno de España, donde están los dos. Pero las energías de ambos partidos rinden mejor en la discusión solvente que a través del ruido de redes y declaraciones. La cultura de coalición es reciente en España, pero seguirá siendo en los próximos años un aprendizaje indispensable en una sociedad que ha renunciado a las hegemonías monolíticas de partido.


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