A David Card (Guelph, Canadá, 66 años) el salario mínimo le cambió literalmente la vida. No porque lo cobrase nunca —al menos, no consta que así fuera—, sino porque le ha aupado al Olimpo de la academia económica y ha sido la llave del mayor reconocimiento al que un investigador puede aspirar: el Nobel, que recogió hace dos meses y que comparte con otros dos primeros espadas de la economía experimental —Joshua Angrist (MIT) y Guido Imbens (Stanford)—. Su mérito, según el jurado, nada menos que “revolucionar la investigación empírica en Economía”. Pero en su haber también está el profundizar en temas tan apegados a las preocupaciones de la sociedad como alejados del matematismo en el que se había instalado la disciplina en los últimos años —¿o décadas, quizá?—.
El economista canadiense, profesor de la Universidad de California en Berkeley, cambia el fondo de pantalla de Zoom en función de su interlocutor. Acaba de terminar la videollamada con Finlandia y aún sigue de fondo un paisaje típicamente nórdico, que cambia de inmediato a un cuadro de Joan Miró para hablar con este diario. Huye de cualquier rastro de formalidad y su risa contagiosa habla de una personalidad atípica en un académico de su talla, con una veintena larga de reconocimientos de primera línea a sus espaldas. Lejos, en fin, de cualquier pose, boato o encorsetamiento. “El Nobel no ha marcado una gran diferencia en mi vida: sigo dando clase cada día, sigo enviando mis investigaciones [a revisión] y siguen rechazándolas”, dice entre risas.
El mundo mira a Card con más interés que nunca. No solo por el caché extra del Nobel, sino por sus estudios que demostraron, allá por los noventa, que el impacto negativo sobre el empleo de una subida del salario mínimo, de haberlo, es mucho menor de lo que se solía creer. Un buen número de gobiernos a ambos lados del Atlántico se están aplicando a fondo en subir el suelo salarial para garantizar unas mínimas condiciones materiales de vida para los peor pagados, especialmente en las grandes ciudades. Ahí está el caso español, donde en seis años el suelo salarial ha pasado de 650 a 1.000 euros en 14 pagas. Pero no ha sido únicamente en España: el nuevo Ejecutivo alemán, una coalición de socialdemócratas, verdes y liberales, ha acordado una subida del 25% en octubre, hasta los 12 euros por hora. Y en EE UU, Joe Biden obligó el año pasado a las —muchas— empresas contratistas del Gobierno federal a duplicar los sueldos más bajos.
Ante esta avalancha de alzas en países en los que había echado raíces la idea de que subir el piso salarial siempre destruye empleo, Card defiende la vigencia de la conclusión a la que llegó hace 30 años. “Los últimos estudios sobre la subida del salario mínimo vienen a decir, básicamente, lo mismo que nosotros descubrimos hace ya mucho tiempo: que las subidas siguen sin tener un gran efecto sobre el empleo”. Con todo, avisa, aunque “la evidencia es que quizá no sea una medida tan mala como mucha gente creía, tenemos que estar preparados para que alguien salga cualquier día con un papel en el que diga que es lo peor que ha pasado nunca y que está inhibiendo la creación de puestos de trabajo”.
Pese al incipiente cambio de tendencia en los salarios más bajos —solo en algunos países; otros muchos siguen anclados a las tesis más ortodoxas—, Card recuerda que en Occidente las condiciones que enfrentan los trabajadores “llevan siendo malas 40 años, desde la década de los ochenta”. Y nuestros días, dice, no son la excepción: más bien al contrario. “En EE UU, por ejemplo, es cierto que los salarios nominales están creciendo. Pero la inflación lo está haciendo aún más rápido, así que el salario medio real cae. Es lo que está sucediendo hoy”. En el medio y largo plazo, sin embargo, la demografía —lastre para la economía— puede ser una aliada de los trabajadores. “En Europa, el mercado laboral va a empequeñecerse y habrá escasez de empleados”. Un factor que, cree, puede traducirse en mayores salarios. “Eso, claro, siempre que otros factores, como la automatización, no lo estropeen”.
En el siempre enconado debate sobre el salario mínimo, el tono general ha cambiado. “Cuando en 1995 Alan Krueger [fallecido en 2019] y yo publicamos nuestra investigación [sobre el escaso impacto del aumento en las retribuciones de los empleados de las cadenas de comida rápida en Nueva Jersey y Pensilvania], no tuvo muy buena venta, digamos…”, ríe. “Durante 15 años”, dice, el interés por su teoría fue insignificante: “Entre 1995 y 2010 nada pasó”, constata. En los últimos tiempos, sin embargo, la discusión ha cambiado de plano. “Muchos economistas han cambiado de caja de herramientas [toolkit]. Y la propia posición de esos economistas es más segura: nadie piensa hoy que vayamos a cambiar la economía de mercado por el socialismo. Muchos de los que entraron [a la batalla contra la subida del salario mínimo] lo hicieron para crear una posición ideológica unificada contra el comunismo diabólico o algo así”, añade, de nuevo entre carcajadas.
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Con todo, Card no se atreve a lanzar las campanas al vuelo: “Justo cuando en el momento en que digo que algo está cambiando, se retrocede”. Y pide no cargar todo el peso de las políticas públicas sobre la espalda del salario mínimo. “En su desesperación por tratar de hacer algo en favor de los trabajadores peor pagados, algunos quizá pueda estar esperando demasiado de él… Es una política más para mejorar, pero no la única”.
El profesor de Berkeley también duda de que la relación entre salario mínimo y salario mediano que la Comisión Europea recomienda para sus Estados miembros y que el Gobierno español se ha fijado como meta —el famoso 60%―, deba estar esculpido en mármol. “Quizá sea solo un número mágico más”, desliza. El caso de Brasil, un país que conoce bien y sobre el que acaba de publicar un estudio sobre el impacto de la raza sobre los sueldos, le lleva a pensar que así puede ser: aunque la elevada proporción de trabajadores informales puede desvirtuar cualquier comparación con Europa, EE UU o su Canadá natal, “[Luiz Inácio] Lula [da Silva] lo elevó hasta cerca del 65% y tampoco pareció tener ningún efecto negativo”.
“La Fed va a acabar provocando una recesión”
La pandemia, dice David Card, ha sido la primera crisis en la que no ha habido “un gran debate en torno a lo que había que hacer: todo el mundo se puso de acuerdo en que había que regar de dinero la economía”. Es, añade entre risas, como si “los conservadores se hubiesen quedado dormidos y callados durante unos meses”. Pero ante la rápida recuperación de los mercados de trabajo y, sobre todo, el sorprendente regreso a escena de la inflación, tras muchos años aletargada, la Reserva Federal apunta ya a tres subidas de los tipos de interés este año. La primera de ellas, en cuestión de semanas. Ese giro, alerta Card, puede acabar creando un incendio mayor del que busca apagar. “Tratando de combatir la inflación va a crear una recesión”. ¿Está yendo, entonces, demasiado lejos, en su ajuste de la política monetaria? “Nunca no va demasiado lejos. Ha sido progresista [liberal, en inglés] durante mucho tiempo, desde 2009 o 2010. Pero ahora, con la inflación, el clamor para que haga algo es demasiado grande”.
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