Nadie contaba con él, pero ahí está Alejandro Davidovich, degustando la victoria contra Grigor Dimitrov (6-4, 6-7(2) y 6-3) y, en consecuencia, el pase a su primera gran final. Después de ir reuniendo méritos a lo largo de la semana –Djokovic (número uno), Goffin (reciente ganador en Marrakerch) y Fritz (en Indian Wells) como escollos previos–, el español sorteó un duro pulso fragmentado en tres episodios que primero tuvo en la mano, que después se le escapó y que cuando parecía inclinarse a favor del búlgaro, lo resolvió él, irreductible, convertido en el undécimo jugador nacional que logra desembarcar en el capítulo definitivo de Montecarlo. Ausente por lesión Rafael Nadal y apeado en el estreno Carlos Alcaraz, él también reclama un espacio.
Se une el andaluz a Orantes, Bruguera, Albert Costa, Corretja, Moyà, Ferrero, Verdasco, Ferrer, Ramos y Nadal; y ahora piensa, por qué no, en ser el sexto que logra elevar el trofeo monegasco. Para ello deberá vencer este domingo (14.30, #Vamos) al griego Stefanos Tsitsipas, superior al alemán Alexander Zverev en la otra semifinal (6-4 y 6-2). Y asistirá Davidovich (22 años) al gran día habiendo roto su techo y habiendo alcanzado el mejor ranking de su carrera, como mínimo 27º. Eso sí, antes, emociones fuertes. Curvas por doquier este sábado, tras 2h 44m.
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Le salió el primer set a Davidovich a pedir de boca. Buscó con insistencia el frágil revés a una mano de Dimitrov, vía de fuga que no consigue reparar el búlgaro y que tantos y tantos partidos le ha costado. Técnicamente es delicioso, pero en su caso, la estética riñe demasiado con la efectividad. Por ahí se deshace con frecuencia. Campeón de la Copa de Maestros de 2017, el que parecía ser su punto de inflexión quedó como fuegos de artificio y todavía se le espera. Son demasiados años ya de hipótesis y de amagos, pero no despega. Y tiene 30.
La comparación estilística con Roger Federer –Baby Federer, se le llamaba– le fundió y aún paga la factura. Los fantasmas no dejan de merodear a un proyecto de figura, pero que hoy día sigue siendo eso, un mero proyecto que ha ido perdiendo fuerza; un placer para la vista, sí, pero la mecha se acorta y vuelve una y otra vez a las andadas. Alcanzada ya la treintena, parece difícil que se pueda subir al tren ganador y se disuelve con facilidad. Demasiado quebradizo. Lo sabía bien Davidovich, que de entrada recurrió a una estrategia tan simple como inteligente: escupir bolas, y que el otro falle.
Una doble falta del búlgaro le concedió al español el break que decantó el primer set y, pese a ceder espacio al inicio del segundo, lo recuperó en un santiamén: del 0-2 al 4-2, y el rival haciendo aguas por el revés. Tocado y tambaleante, Dimitrov ofreció un rosario de regalos y fue consumiéndose como un azucarillo; cuando arriesgaba no le salía, y cuando contemporizaba se encontraba enfrente a un joven hambriento que no ofrecía huecos. Pese a su condición de novel, Davidovich –cuartofinalista el año pasado– dictó y ordenó la mayor parte del tiempo. Pero no toda, y el duelo dio un giro brusco.
Así es el tenis. Lo que apuntaba en una dirección, de repente viró hacia la contraria. Serio y lineal, en una versión menos espectacular pero más consistente, el español –campeón júnior de Wimbledon en 2017, actualmente 46º de la ATP– parecía tenerlo todo bajo control; sin embargo, lo vio tan cerca y tan claro todo que, de repente, sufrió un ataque de vértigo cuando servía para sellar el partido y el desarrollo cambió por completo. Jugó mal el tie-break y se desenchufó; lanzó un saque de cuchara que no gustó nada a la grada… Y se atrapó.
De extremo a extremo
Era la hora de pensar, de lo mental, de la cabeza a mil revoluciones. Terreno fangoso para ambos. Dimitrov prolongó la embestida y tuvo en sus manos el doble break, lo que hubiera sido un 3-0 y, probablemente, el salvoconducto hacia la final, pero el búlgaro desechó cinco opciones en el tercer juego (casi 14 minutos de extensión) y, así es esto del tenis, de un extremo se viajó inmediatamente al otro. Davidovich cogió aire, se templó, remó y se levantó. Recuperó la calma y también la receta que le había llevado por el buen camino. “¡Cabeza, cabeza!”. Una andanada, 5-2, distancia insalvable para el rival y, ahora sí, la rúbrica: ace, y finalista en Montecarlo.
”En la pretemporada trabajamos muy duro para que al llegar a momentos como este, pudiera saber manejarlos”, indicó el malagueño, natural del Rincón de la Victoria, un municipio costero de 50.000 habitantes. “Simplemente, tengo que seguir confiando en mí mismo, seguir creyendo, seguir fluyendo; seguir luchando sin que importen los resultados ni qué ranking tengo”, continuó; “estoy agotado, pero creo que estoy listo para la final. Cuando iba 0-2 abajo empujé mi juego hacia el límite, y al final lo conseguí. Ante todo, ahora quiero disfrutar”.
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